Rafael Berrio: “No es para menos”


Por: Kepa Arbizu. 

El día 31 de marzo del 2020 pentagramas y versos lucían un prominente crespón negro consecuencia del inesperado rapto oficiado por parte del siempre caprichoso destino. Su víctima en este caso llevaba por nombre Rafel Berrio. De lo que no fue consciente ese caprichoso hado era de que su incomprensible decisión significaba imponer un luto perenne para sonidos y letras, dos disciplinas conquistadas por la maestría del donostiarra, huérfanas desde entonces de una figura dotada de unos talentos tan originales como irrepetibles. Con el bardo ausente, al menos de manera corpórea ya que su legado se volvía, si no lo era ya, inmortal, y coincidiendo con el quinto aniversario de su fallecimiento, las estanterías vuelven a acoger su firma en la sección de novedades. No se trata de ningún sortilegio en forma de reedición discográfica, sino de un episodio mucho más apetecible, porque lo contenido en “No es para menos” es un catálogo de casi medio centenar de temas inéditos, en distintas etapas de gestación, atribuidos a su creación. Abarcando todas las etapas de su carrera, lo que alberga desde sus proyectos UHF, Amor a traición o Deriva hasta una presentación en solitario, el festín recuperado es en paralelo homenaje e inmersión en su universo inspiracional.

Es inevitable no acercarse a cualquier alumbramiento de material póstumo bajo la cautela lógica generada por la interrogante respecto a los motivos de la no adecuidad de haber entregado dichas piezas en su momento. Sospechas apriorísticas que bajo ningún concepto deben entorpecer unos ejercicios “arqueológicos” destinados a revertir ese lógico silencio creativo asociado en en este caso al desaparecido compositor vasco. Un proceso que, a modo de cadena de montaje donde cada pieza ha jugado un papel imprescindible, ha partido de la cesión del ordenador donde descasaban esas canciones, que alcanzaban un número superior a ochenta, por parte de su inesperable compañera sentimental, Gema Amiama. Una vez abierta esa caja de Pandora artística, las manos encargadas de seleccionar, mimar y -en los casos que han sido necesarios- acicalar su contenido pertenecen a su productor de cabecera, Joserra Senperena, y al no menos cercano Cheli Lanzagorta, recayendo en su propio hermano, Iñaki, y en el periodista Ricardo Aldarondo la labor de ilustrar con textos el ingrediente sonoro. Alianza responsable de la entrega de un disco que celebra el milagro de reencontrarnos con la misma voz que, entre otros placeres, nos condujo hacia las lindes del fin.

Dividido en dos partes, cada mitad del álbum viene definido más que por su época, que en cierto modo también, por el formato original en que fueron hallados los temas, recogiendo en “Adiós, hola y adiós” aquellas piezas situadas cronológicamente en sus itinerarios iniciáticos y que supone trasladar el calendario hasta un intervalo que comprende entre 1984 y 1992. Una época definida por su estancia en UHF y que refleja esa vocación por la coreografía grupal eléctrica, resaca dejada por la “nueva ola” en pleno Mar Cantábrico que como delata su primer corte, "Candy dice", se asocia en buena medida a las enseñanzas “velvetianas” pero también merodea el acento arrabalero de Burning. Libro de estilo todavía en construcción pero con muros de carga que ya anuncian la gestación de una figura que de momento se presenta lasciva y noctámbula. Arrebatos callejeros, casi lumpen, que despliegan toda su gramática ("Me ha propuesto ser su chulo, y a mí me encanta su culo") en "El amor a traición" y que toman dirección hacia el atropellado punk por medio de "Ni odio ni amor" o se divierten en el pub-rock regado de purpurina glam de "Prima donna", que despide una mirada burlona y libidinosa.

Una sucesión de odas eléctricas que se hermanan con asiduidad a las huestes lideradas por John Cale y Lou Reed, a veces alargando sus lazos consanguíneos por mor de un medio tiempo febril como "A través de la noche" o esgrimiendo sus riffs en formas de afilados cuchillos en "A quién le importa el qué dirán". Rotundidad sonora capaz de lucir con la elegante firmeza de Television en "Héroes del Báltico"  o invocando la huella depositado por el vetusto lenguaje del blues en "Una cifra que te hace perder". Armazones de aterciopelado voltaje sobre el que su característico fraseo de cadencia recitativa y de naturaleza declamatoria entorno al irónico viaje existencial va encontrando paulatinamente un espacio prioritario. La altiva majestuosidad de "Alta sociedad",  donde el rapsoda y el ingobernable roquero dirimen su propio duelo, deriva en un estilizado y melódico "Barrio obrero" para desembocar en el enmudecimiento de las guitarras en detrimento de un desnudo piano, trasladando sones casi gospel, destinado a que "Dame esperanzas", en su condición vodevilesca, nos sirva como vehículo con el que dirigirnos hacia otros escenarios.

“Cabaret utopía”, el segundo de los discos, funciona más como un libro de notas o como bosquejos de los que habrían podio brotar grandes canciones, ejerciendo cada oyente de anfitrión invitado a curiosear por la mirilla de unas creaciones que todavía se estaban probando sus vestidos en la alcoba y solo cubrían su sugerente figura con voz y guitarra. Una orfandad instrumental que facilita observar con mayor claridad cómo bajo su particular dicción los versos transcurren entre la daga lírica de Baudelaire, la socarronería existencialista de Gil de Biedma o los trágicas sentencias de Cioran. Como tales proyectos de interrumpido, o abortado, destino, su formulación -a veces acústica otras eléctrica- ni mucho menos es definitiva, pero su germen contiene trazas suficientes para soñar con su brotar compositivo. Un provisional resultado sobre el que se observa la vieja sombra de Lou Reed en "Posmeridiano", que se revela clarividente, mientras que las ráfagas impulsados por el batir de cuerdas de "La mala idea"  conducen al clásico ritmo de rock and roll. Al tiempo que esos habituales carruseles melódicos, de entrelazado ascenso y sosiego, dictan el itinerario de una intensa "Justo a tu lado" y la no menos identificativa airada melancolía hace lo propio en "Remonta el río" , las sutilidades desaparecen frente al toque de queda impuesto por el arrebato punk en "Dame no importa qué" o en una "Cierto peligro" que, dando sentido a su título, se configura entorno a una abrupta autopista que desoye cualquier señal de tráfico que desbarate su turbio recorrido.

La invitación velada, o indirecta, a buscar acomodo para estas canciones en ciernes en los diferentes discos existentes, puede incitarnos a dictaminar por ejemplo, que aquel sobresaliente “Paradoja”, insuflado de un urgente ambiente a medio camino entre el grunge y el indie primigenio, podría ser un buen paradero para "Bebemos de más" o "Esto es lo que hay" . Faceta más rugosa y descarnada que contrasta con la delicadeza romántica de "Todo y nada queda" o el bucólico suspiro nostálgico que, gracias a tratarse de uno de los momentos más extensos en cuanto a duración, consigue encapsular "Utopía". Estados más reposadas que propician encontrarnos a esa alma de trovador que adopta elegantes ademanes de crooner en "Rienda y montura"  como se transforma en primitivo contador de fábulas por medio de "Amalia" o se sitúa a salvo de cualquier interferencia ajena en el recogimiento de "Lo que importa", que dada su naturaleza desnuda muda en una trascedente confesión esbozada en la intimidad.

“No es para menos” nos permite descorrer la cortina y asomar a esa parte oculta que el autor donostiarra no llegó a hacer pública pero que forma parte de ese continuo creativo que tantos episodios extraordinarios nos ha proporcionado. Tiene algo de impúdico, como también de fascinante, descubrir aquello que no quiso, o no pudo, compartir con el mundo, aunque probablemente una de las cargas con las que cuentan los genios es que ninguno de sus detalles no son ajenos y todos participan de ese estado de interés general. Como una suerte de prolijas últimas, o penúltimas, voluntades dictadas en su testamento sonoro, esta media centena de piezas completan y añaden facciones al rostro creativo de quien ha hecho historia musical apostado en esa esquina de la barra del bar a la que con dificultad consigue llegar una tímida, pero intensa, luz. Un pequeño recodo cada vez más visitado pero todavía menos concurrido de lo que debería manifestarse. Las canciones de Berrio, parafraseando al poeta Ángel González en su definición del hecho romántico, representan ese fugaz instante que supone una vida entera. Una voz que hablaba mientras cantaba, y cantaba mientras hablaba, para desvelar que la existencia es al mismo tiempo broma y tragedia, celebración y luto.