Por: Javier Capapé.
En todo este tiempo no nos hemos olvidado de Marcus Mumford y su banda. A pesar de que los últimos años hayan sido algo aciagos para ellos y hayan optado por un perfil más bajo (sobre todo desde la polémica salida de Winston Marshall del grupo), había ganas de constatar si "Rushmere" entroncaba con sus mejores obras (esas que alumbraron hace ya quince años) o con las últimas más prescindibles.
"Rushmere" es el nombre de un lago a las afuera de Londres donde comenzó esta aventura, así como la escuela primaria a la que Marcus y Ben Lovett asistieron en los noventa. Una vuelta a sus orígenes. Y también es el quinto álbum para el ahora trío completado con el bajista Ted Dwane. Sus dos adelantos nos hacían presagiar buenos tiempos para la ya mítica banda y la verdad es que así ha sido. Con David Cobb a los mandos, destacado productor de country cuyo trabajo para la película "A Star is Born" le puso en el mapa más allá de los sonidos americanos, Mumford and Sons se atreven a buscar de nuevo en la raíz para tratar de salir airosos sin recurrir a fallidos experimentos electrónicos más vacíos (aquellos temas de "Delta" que más desentonaban en su segunda mitad o el insulso y totalmente olvidable "Good People" que firmaron junto a Pharrell Williams). Aquí se impone la introspección y los sonidos añejos. Se echan en falta quizá por momentos los banjos de Wiston que daban color a sus temas más emblemáticos y se imponen por encima de estos las acústicas que, maridadas con las teclas sutiles, y por momentos conmovedoras, junto a unas líneas de contrabajo de lo más apropiadas, embellecen el producto final hasta cotas muy elevadas, como las que nos enamoraron en sus primeros discos. Pero no nos olvidemos que, en este caso, la energía es sustituida por la contención y la pausa, por el atrevimiento a saber degustar cada sutil arreglo con grandes dosis de delicadeza.
Diez canciones son suficientes para reafirmar la clase y el "savoir faire" de este grupo, que vuelve a dominar como pocos el country más impulsivo junto a la delicadeza armónica más introspectiva. Así, donde el tema titular embravece nuestro semblante marcado por su pulso mantenido tan característico en su discografía, "Malibu" nos mece para arrastrarnos hacia dentro de nosotros mismos y quedarnos con la esencia. Estos son solo sus dos adelantos, pero bien podrían definir las dos caras que presentan el resto de canciones. En la más festiva, podría entrar también la enérgica "Truth" (casi en la única del lote en la que podremos reconocer una guitarra eléctrica junto a un bajo de lo más contundente) o la más predecible "Caroline" (de las pocas que cuenta con una batería de potente pegada que nos transporta hasta los Fleetwood Mac con guiño en la letra incluido). Y en la cara más íntima, habría espacio igualmente para la delicada "Monochrome" o la austera "Anchor". De estas dos facetas reflejadas en "Rushmere" gana por goleada la segunda, pero es en la que definitivamente más atinados los encontramos, acertando de pleno, tremendamente inspirados.
"Surrender" comienza tímida y va subiendo, aunque igualmente contenida, lo mismo que le ocurre a "Where it belongs", que se mantiene sólo con una guitarra susurrante y un piano sutil que casi no se escucha, únicamente se siente. Y es que en parte es ésta la esencia de "Rushmere", sugerir buscando la intimidad. Casi todas las canciones del disco aportan los instrumentos justos, sobretodo en la segunda mitad, se sostienen con lo mínimo, como si éstas estuvieran interpretadas tal y como saldrían en un directo a seis manos, lo cual no deja de aportar novedad en una banda que hasta ahora había tenido mucho de bombástica, aún con los "aparentes" elementos justos. Así, en "Blood on the Page" hasta la invitada, Madison Cunningham, está en un segundo plano, aportando unos coros elegantes, pero sin sobresalir, algo que no es habitual en los incontables duetos que nos regala esta industria adaptada a los tiempos.
Al terminar este breve pero intenso disco (aún con la instrumentación justa se puede ser muy intenso) "Carry on" nos lleva hacia el pop acústico en una canción de gran empaque. Porque en el fondo Mumford and Sons lo que hacen es pop, sin fisuras, empleando elementos del folk, pero pop en el fondo. De ese que atrae a propios y extraños, el que siempre prevalece, tenga banjos, acústicas, contrabajos o teclas delicadas. Un pop colorido, espontáneo y directo. Al terminar de escuchar estas canciones nos reafirmamos, sin dudarlo, en que a esta banda lo que le sienta bien es la producción más limpia y la espontaneidad, sea para alzar los brazos o para recogerse abrazado a ellos como en un ovillo.
No solo habrá que reconocer el mérito de David Cobb para devolver a este grupo a la senda perdida, quizá ellos mismos tenían muy claro lo que verdaderamente les movía, más allá de tendencias. Han sido años de búsqueda e incluso discos en solitario (el opacado debut de su líder "self-titled"), pero han hallado la senda correcta: los coros a la luz de la hoguera y los rasgueos de guitarra con los que se comparte lo esencial, como la primera vez, esa que perdura y no se olvida. Por fin, tras la tormenta en forma de canciones más vacías y la deriva hacia un nuevo renacer, Mumford and Sons han vuelto ahí, donde todos deseábamos que volvieran. A la taberna, al corro espontáneo, al brote impulsivo primario. Éste es el disco que necesitábamos, quizá no su mejor obra, pero sí una de las que perdurarán con el paso del tiempo. "Rushmere" es la escuela y la fuerza de la base, es su piedra filosofal.