Por: Kepa Arbizu.
La música popular, un concepto que perfectamente abarca desde los primitivos trovadores al iracundo fraseo del hip-hop, se ha distinguido por trazar un indisoluble matrimonio entre el soporte sonoro y la palabra, ya sea hablada o cantada. Un lazo infranqueable incluso hoy en día por los maquiavélicos algoritmos que pretenden patrimonializar nuestro destino, siendo incapaces sin embargo de evitar que las personas recurran a un instrumento con el que acompañar, o viceversa, a su pulsión por relatar los sentimientos que acuden a su vida. Una tarea que tuvo en un género como el blues uno de sus máximos exponentes, haciendo de sus diferentes intérpretes y compositores paradigmáticos ejemplos, algunos más arrinconados en el relato histórico que otros, de la insaciable necesidad del ser humano por ahogar sus cuitas, o exhibir sus gozos, a través de un pentagrama.
Cuando Aaron Thibeaux Walker, quien años más tarde sería conocido como T-Bone consecuencia de la degradación lingüística de su apellido, nació el 28 de mayo de 1910, en Linden, Texas. nadie podía sospechar que aquel niño engendrado entre raíces afroamericanas y cheroquis, pese a crecer en un entorno musical, iba a ser uno de los portadores del cetro de dicho género. Su pronta vocación, que le convertía a los quince años ya en una figura habitual del circuito local, fue espoleada por las enseñanzas de su padrastro, integrante de la Dallas String Band y donde su joven vástago se encargaba de pasar el sombrero recaudando donativos, en todo tipo de instrumentos de cuerda pero sobre todo por la relación prendida con un amigo de la familia, el legendario Blind Lemon Jefferson. Como si de una fábula costumbrista se tratase, mientras ejercía como guía del invidente autor por los clubes donde iba a tocar, él obsequiaba con sus conocimientos a su joven lazarillo, quien absorbía todas ellas bajo una voraz actitud.
Una pronta toma de contacto con los escenarios que progresivamente le acercaría a convertirse en actor principal sobre ellos, una conquista que antes de acudir a las seis cuerdas reposó en su talento para el baile, y ocasionalmente encargándose del banjo, participando en diversos espectáculos de vodevil y llegando a acompañar a Ma Rainey o enrolándose en la revista itinerante de Ida Cox, por la que siempre había demostrado una absoluta admiración. Un entrenamiento que le procuraría a la larga una absoluta destreza para convertir sus shows en espectáculos plenos de agitada diversión aplaudida y vitoreada por el público. Aunque no en cantidad, ya que sus asientes todavía se contaban sin demasiados ceros, sin embargo por actitud se significó como uno de los primeros azuzadores de masas; antes de que las guitarras ardiesen sobre las tablas o unas caderas de sensual disloque cubriera de suspiros el planeta, este joven texano ya sabía lo que era soliviantar a la audiencia.
Esa capacidad como “entertainment” se desplegó especialmente con la orquesta de Cab Calloway, a la que llegaría tras ganar un premio de jóvenes talentos, el mismo año, 1929, en que entraba por primera vez a unos estudios de grabación para, bajo el apelativo todavía de Oak Cliff T-Bone, un sobrenombre en referencia al gueto negro donde creció, registrar varios temas que como todo rito de iniciación todavía estaban exentos de las virtudes suficientes como para destacar de manera notable entre otros tantos intérpretes de country-blues. Aunque durante esa época asumiría las enseñanzas del guitarrista Chuck Richardson, puerta de entrada a un entendimiento del instrumento alejado de la tradición rural, su educación se promovió bajo un paso autodidacta, tanto en su esplendorosa voz, animada por la corpulenta emotividad de Bessie Smith y el tránsito realizado por Leroy Carr hacia registros urbanos, como en una didáctica de la seis cuerdas que adquirió el punzante lamento que Lonnie Johnson había conseguido al trasladar la idiosincrasia del violín y el intenso agudo de Scrapper Blackwell.
Valías instrumentales todavía acalladas incluso en su exitosa contratación por parte de la banda de Les Hite, con la que se trasladó hacia la Coste Oeste, donde prevalecían sus dotes de cantante, que telegrafiaban la dicción de los instrumentos de metal, y su torrencial carisma, despezándose por todo el escenario guitarra en ristre, ya con esa particular forma de asirla formando un ángulo casi perpendicular, y maniobrando con ella por detrás de su cabeza o pegando dentelladas a su cuerdas mientras conseguía desplomarse sobre sus piernas extendidas, cabriola digna de un flexivo bailarín tras el que se agazapaba un auténtico pionero.
Más allá de filigranas, su talento quedaría plasmado en el primer tema donde asume el protagonismo de manera grandiosa, se trataba de "I Got a Break, Baby" , fechada en 1942 y editada por Capitol Records. Su gruesa pero delicada tesitura vocal y una “parlante” guitarra, bien acompañada por el pianista Freddie Slack, ya se manifestaba instalada en medio de un camino que oscilaba entre la herencia armónica del jazz y el futurible descaro que definiría lo que iba a ser el rock and roll. Mientras la década de los cuarenta avanzaba con su presencia recorriendo Estados Unidos, desde Chicago a Los Angeles, enrolado en diferentes orquestas, al abrigo del mítico sello Black & White, y respaldado por el conjunto de Jack MacVea, se convertía en un majestuoso expendedor de grandes éxitos, un listado que en poco menos de dos años fue capaz de agrupar a temas como “No worry blues", en la que su rasgado de cuerdas se erige como antesala de venideros paisajes, el doliente romanticismo de "I'm in an awful mood" o la dinámica "T-Bone jumps again". Un repertorio en el que sobresalía por encima de todas la icónica "Call it stormy monday (But Tuesday Is Just As Bad)", que tras su simbolismo lírico se ocultaba el aciago destino de la población afroamericana. Había comenzado la era eléctrica de la guitarra y tenía un único dios: T-Bone Walker.
Tanto es así que la entrada en los años cincuenta la hizo bajo el reconocimiento unánime de ser el músico de blues más importante e influyente del momento, siendo el sustento inspiracional para nombres que conquistarían el estrellato posteriormente como BB King o Chuck Berry. Una prolija edición de temas, esta vez bajo el sello Imperial, de los que se puede disfrutar en toda su extensión en el disco recopilatorio "The Complete Imperial Recordings 1950-1954", hogar para composiciones de la talla de “Glamour Girl", que ofrce un intenso diálogo con una orquesta que se desboca en "The Hustle Is On", la elegancia de "Cold, Cold Feeling" o el melancólico llanto de "High Society". Un asombroso resultado al que colaboró decisivamente la reunión de portentos pertenecientes a la escena jazzística como Eddie "Lockjaw" Davis, Herb Hardesty, o Dave Bartholomew. Un quinquenio de éxitos, durante el que nunca dejó de girar, al que su sumaría una siguiente mitad de década, al amparo de Atlantic Records, en la que firmaría el que posiblemente sea su mejor álbum global, un "T-Bone Blues" que significaba la más excelsa interpretación de sus temas conocidos. Una espectacular grabación que plasmaba las diferentes sesiones que realizó junto a músicos de aptitudes variadas, ya fuera procedentes del blues de Chicago (Jimmy Rogers, Junior Wells) o pertenecientes al ámbito del jazz, como Barney Kessel. Una cima desde la que se podía observar y escuchar cómo se construía la historia musical del siglo XX.
Al igual que sucedió con otros músicos consagrados, aquel joven texano que había redirigido el rumbo del blues, se vio devorado paradójicamente por unos nuevos sonidos, especialmente el rock and roll, que en parte habían surgido gracias a su enseñanza. Un desvanecimiento de su figura durante los años sesenta que, sin embargo, fue rescatada, en paralelo a muchos coetáneos, por el interés demostrado desde una vetusta y bohemia Europa que estaba dispuesta a citarse con las raíces que habían amamantado a sus actuales ídolos. Junto a Memphis Slim y Willie Dixon, recorrería diversas ciudades gracias al American Folk Blues Festival, conquistando incluso míticos escenarios como el del festival de Montreaux. Un incesante ritmo de actuaciones que sin embargo no encontraban reflejo, al menos bajo el habitual sobresaliente resultado, en grabaciones que eso sí, como en el caso de "Good Feelin'", le granjeó obtener un premio Grammy en 1970. Un crepúsculo, no exento de un último estertor de calidad visible en la brillante producción, en manos de Lieber y Stoller, que acompañó a “Very Rare”, un disco que involuntariamente, gracias a la plétora de nombres que aunaba, servía como tributo a su leyenda, que también se cernía sobre su vida privada, donde las huellas del alcoholismo y un accidente de coche le situó en un continuo paso por hospitales que sería definitivo un 16 de marzo de 1975 a causa de una neumonía bronquial.
Que T-Bone Walker fuera el pionero a la hora de popular un formato eléctrico en el blues o que su color de piel lograra colarse en orquestas de dictatorial tez blanca, son logros dignos de elogio y especialmente productivos para ilustrar un jugoso relato de acontecimientos. Pero su figura, por encima de consideraciones que remiten a elementos históricos, incluso al que le sitúa con todo merecimiento como correa de transmisión entre el jazz y el rock and roll, previo paso del rhythm and blues, adquiere especial trascendencia cuando apela al mundo de los sentimientos, ese que conquistó con una manera de cantar de fornida delicadeza pero sobre todo concediendo a su guitarra un lenguaje -heredado por generaciones posteriores- de alto clima emocional. Como si de una divinidad se tratase, decidió otorgar el don del habla a una guitarra que desde entonces no ha dejado de emitir un gemido que sigue atravesando el alma humana.