Por: Juan Pardo.
“¡Pizzero! ¡Eh, pizzero!”. La cosa se pone seria. En el escenario aterriza un objeto volador. Una caja de pizza, afortunadamente vacía. Es un gesto de cariño, aunque no lo parezca. Un par de gritos y cartón grasiento a modo de lapo punk londinense. Admiración, acción, reacción. “¡Pizzero!”. Dicen que cuando no está de gira el Amado Líder de la banda ejerce de “rider” para esquivar el hambre. Es un oficio que también conocen Marky Ramone o el “fleshtone” Keith Streng, a mucha honra. Pero esta noche todo vale por la chanza, aunque sólo sea un rumor. Provocan para envalentonar al Amado Líder, para que se una al jolgorio. Así entiende el rock and roll la gente brava. Es amor.
Esta escena es apócrifa. A mí me la situaron en Ourense, en ese Rock Club al que los Cynics cantaban “morriñentos”. Otros la localizan en Ponferrada. En Castellón incluso. Según quien la cuente varía el número de cajas voladoras y hasta su contenido. Sea cierta o no, viene que ni pintada para ilustrar una España devota del rock and roll alejada del Puente Aéreo. El refugio purista para un artisteo guiri a menudo de capa caída. Sus gentes suelen dar palmadas en la espalda, invitar a rondas, acompañar al baño y dar voces. A cambio quieren jaleo, ortodoxia y rock and roll. Por eso, durante muchos años, esa parte del país fue la Reserva Espiritual del rock and roll subterráneo.
La anécdota viene también a colación porque algunos identifican al Amado Líder con nuestro protagonista. Su nombre es Jeff Connolly, apodado Mono Man por su pasión radical por lo monoaural. Dicen que no interpreta una versión si la original no está en su inmensa colección de arqueología rockerita. Es el capitán de esa nao garagera llamada Lyres, que ha pasado por más reencarnaciones que los Fuzztones de Rudi Protrudi, que ya es decir. Connolly, timonel y voceras, amarrado a órgano Vox y pandereta, es el único “lyre” original que sigue en pie. Y desde aquellos días en el lluvioso Boston de 1979 hasta hoy, todo el mundo coincide en lo siguiente: Jeff Connolly es un genio… y tiene mal genio… y muy mala fortuna. Y no, no podemos confirmar que fuese pizzero, pero sí que un día rompió una promesa que pudo haberle cambiado la vida.
Hay que remontarse al año 1987 y situarnos en Salamanca. Los Lyres queman las últimas fechas de la etapa española de una gira europea. Ya han pasado por Holanda, donde prodigan su directo por radios además de por salas. Cuando termine la descarga por la piel de toro saltarán a Italia. Y después por fin a casa, a Boston. Si hay alguien que ya esté deseando volver es el propio Jeff Connolly. Antes de coger el avión para cruzar el Atlántico, su novia Nora le dice que no sabe si tendrá paciencia para esperarle, que tiene que darse cuenta de que ser un cruzado del revival garagero es incompatible con un porvenir. Pero él tiene una misión. O eso cree. Sus dos primeros álbumes –“On fyre” (1984) y “Lyres Lyres” (1986)- son ya catecismo para los zumbados por el garage y el aroma a arcano “sixties”… y ahora toca predicar en el Viejo Continente.
El combo está en la cresta de la ola, con himnos como “Help you Ann” o “She pays the rent” relativamente recién salidos del horno. La expectación es grande, todavía no huelen a banda de culto y quedan muchos años para resignarse a la gira alimenticia. Pero los Lyres que aparcan la furgoneta en las riberas del Tormes no están para muchas alegrías, casi que las están pasando canutas. Justo antes de cruzar el charco hubo cambios en la alineación titular, ya que algún miembro no veía claro si una carrera en los Lyres daba para comer y dormir bajo techo todos los días. Ya en Europa la frustración alcanza nuevas cotas, tras amanecer en Ámsterdam la furgoneta reventada y parte del equipo robado. Al descalabro económico se añade una bofetada anímica: Jeff Connolly tiene el corazón roto, pues Nora le ha dejado por teléfono.
La prueba de sonido en el Santa Bárbara, lugar del bolo, es un desastre. A Jeff se lo llevan los demonios y lo paga con todo y con todos. Testigo de ello es Sonia, una fan de la banda que ha venido a verles desde Valladolid. Intrigada por el comportamiento del “lyre” mayor, en cuanto éste baja del escenario se acerca y le pregunta si le pasa algo. Ante la primera cara amable que se interesa sinceramente por sus penurias, Jeff no puede sino bajar las defensas. Lo cuenta todo sobre la mierda de gira y su mal de amores y rompe a llorar en los brazos de ella. Un abrazo sanador. El concierto que se anticipaba desastre, por la marejada emocional de Connolly, discurre por un cauce que sin ser ni épico ni incendiario ni acercársele, al menos deja contento al personal. Eso sí, en cuanto finiquita el aquelarre garagero, nuestro protagonista vuelve a sentir el acoso de la desdicha.
Por suerte para él, cuando sale a la calle para rumiar sus males se encuentra de nuevo con Sonia. Jeff está desconsolado, abrumado por una súbita sensación de soledad. La vallisoletana decide quedarse a su lado, conmovida por su fragilidad. Le ofrece su abrigo para protegerle del frío mesetario y escucha de nuevo sus penas, a pesar de un hándicap no poco importante: Sonia apenas sabe inglés. En este punto, la desnudez emocional del mesiánico garagero hace mella en el corazoncito de ella: de la lástima pasa al cariño y de éste a hacerle tilín el norteamericano. Abrazos, besos y, ya en la habitación de un hotel, el calor de tenerse el uno al otro, en ese preciso instante. Y las palabras bonitas, porque él afirma que la echará de menos y ella le pide que, finalizada la gira, la llame, que vuelva a buscarla, que el amor no entiende de pasaportes.
Con los años las versiones de la historia difieren. Algunos dicen que los Lyres hacían las maletas al día siguiente rumbo a Italia. Otros que Jeff permaneció algunos días más junto a Sonia, que lo llevó a Valladolid para alejarlo de sus fantasmas y que incluso conoció a su familia, antes de reemprender la gira. La cuestión es que, llegado el momento de despedirse, el geniecillo bostoniano le promete que la llamará tras el último concierto italiano, que volverán a encontrarse. Y así, mientras los Lyres encaran la etapa final de su gira europea, Sonia espera en Valladolid. Hasta que llega el día en que el teléfono debería sonar y escucharse la voz de Jeff al descolgarlo. Pero no suena. Ni ese día, ni el siguiente. Ni el siguiente, ni nunca. Y es a Sonia entonces a quien se le parte el alma.
¿Por qué dejas plantada a quien te dio consuelo en tus horas más bajas? Pues porque en algún momento de la gira italiana Jeff se reconcilia con Nora. En el avión que, casualidad, sobrevuela la península ibérica rumbo a Estados Unidos, Jeff ya no piensa en Sonia. Sólo quiere llegar a Boston y reencontrarse con su novia americana. El flechazo fue unidireccional. Sacarse el dardo del corazoncito a la vallisoletana le duele tanto que sólo piensa en exigirle explicaciones al guiri. Ir a su encuentro es imposible, lo mismo que llamarle. ¿Qué hacer? La única opción es escribirle pese a que, recordemos, ella no sabe inglés. Así que Sonia se lo dibuja, con viñetas, como un tebeo. Esquemático y numerado, para que él entienda bien el daño que ha hecho, el dolor que deja atrás. Sí, un cómic, de elocuente título: “A promise is a promise”. “Una promesa es una promesa”.
Lo que llega ensobrado al contacto postal de los Lyres en Boston es depositario de una esperanza: la de que el amor vuelva a España. Esa esperanza será vana, en cambio será acicate para que Connolly y sus Lyres vuelvan al estudio de grabación. Pero no va a ser de la manera que todos pensamos, no, el bostoniano dará una vuelta de tuerca a la idea de que la crueldad se manifiesta de formas muy retorcidas. En 1988 sale al mercado el tercer álbum de los Lyres. Lo publica la disquera Ace Of Hearts, quien lo licencia en España a Imposible Records, sello de la tienda y promotora madrileña Record Runner. Contiene siete canciones originales -firmadas por Connolly- y siete versiones, reparto muy al uso del dogma garagero. ¿El título? “A promise is a promise”. ¿La portada? El dibujo de Sonia.
En la cabecita de Jeff la idea es espectacular. Pero está feo. Muy feo. Aparte del mal rollo de dejarla enchochada y largarse sin dar la cara, esto no tiene nombre. Si quiere pedir perdón lo que transmite es la memoria de un rollo de vacaciones. Por fortuna sabemos que la intrahistoria de la portada pasó desapercibida, ni como anécdota al pie. Y quien la conoce no le da importancia, del mismo modo que no se acuerda si ocurrió en mayo o en noviembre, si hacía frío o llovía. Y tampoco nadie recuerda quién era el pizzero con que empezó este relato. Alguna vez el Mono Man, entrevistado por algún medio español, deja caer palabras cariñosas hacia Sonia y su familia. En fin. Todos sabemos el precio de romper un corazón, que una promesa es una promesa, que la española cuando besa siempre besa de verdad. El tiempo cura heridas, pero deja cicatrices. Todo eso.