Sara Morales: “¿Cuándo se come aquí? El gran golpe de Siniestro Total”


Por: Kepa Arbizu. 

Ni las mentes más optimistas, ni por supuesto los propios protagonistas, podrían haber vaticinado que aquellos jóvenes que interrumpieron su ronda nocturna consecuencia de un grave accidente de coche el 20 agosto de 1981, iban a despedirse de los escenarios cuatro décadas más tarde con dos llenos consecutivos en el Wizink Center de Madrid, ni que por supuesto su disco debut en formato largo, “¿Cuándo se come aquí?”, se iba a convertir en parte indispensable de la cultura popular ibérica, tanto como para que su portada, realizada por Oscar Mariné, consiguiera decorar las paredes del Museo Reina Sofía. Éxitos de una dilatada carrera que sin embargo, como toda historia, tiene unos orígenes más precarios pero alimentados por el impulso juvenil. Un iniciático relato que también necesita ser puesto en orden, labor que asume la periodista y escritora Sara Morales, que si bien cede el protagonismo narrativo de su libro, "¿Cuándo se come aquí? El gran golpe de Siniestro Total", al extenso universo que circundó a la banda gallega en aquellos pretéritos tiempos, su agazapada pero encomiable maestría para enhebrar tal muestrario de testimonios, conforma lo que se presenta como un mapa detallado y prolijo de ese ese gran estallido que significó la ruidosa y oxigenante irrupción de Siniestro Total. 

No hay un periodo, en nuestro entorno más cercano, que acumule tanta mística, para bien y para mal, como los años ochenta, una década a la que se llegaría dejando atrás la decrépita voz que anunciaba la muerte de Franco, momento que dos jóvenes compañeros de clase, Alberto Torrado y Julián Hernández, aprovechaban para bailar sobre la tumba de “el Generalísimo” a lomos de su primera guitarra eléctrica. Una amistad construida entorno a esa fuerte ligazón que emana de manejar gustos parejos alejados del común denominador, una condición que también compartían con otros dos estudiantes del instituto llamados Miguel Costas y Javier Soto. Los cuatro, alrededor de visitas al Rastro, intercambio de discos y lecturas del Disco Express, quedaban unidos -sin saberlo todavía- por un destino común bautizado pronto, tras estrellarse el vehículo en el que viajaban con una piedra, como Siniestro Total. 

Puede que la historia que a partir de ese momento estaba por escribirse no contara en apariencia con un enunciado sustancialmente muy distinto al de otras muchas bandas de rock, pero el destino, y por supuesto el talento, quiso que la suya comenzara pronto a dar visos de una irredenta genialidad. En esa necesaria confluencia de circunstancias que todo nacimiento exige, que Julián Hernández - siempre rodeado merecidamente de esa figura de "ilustrado salvaje"- estuviera a caballo entre Vigo y Madrid (donde estudiaba en el conservatorio), lo que le facilitaba tender puentes con la vanguardia artística de su ciudad, con especial dedicación al movimiento Rompente, espacio en el que participaba Antón Reixa, y embeberse del florecimiento cultural de El Foro, y que el aspecto físico fuera suficiente aval para confraternizar con Germán Coppini, precipitaron el discurrir de unos hechos que, el virus del punk y sobre todo asistir a la actuación de los Ramones en directo, acabaron de delinear un rumbo hecho de bulliciosos renglones torcidos.

Puede que el colegio Salesianos de Vigo, enclave donde tuvo lugar la primera actuación de la banda, y salas míticas como Rock-Ola parezcan a priori ejemplares de diferentes especies, pero en la biografía “siniestra” representan paradas de un itinerario común. El mismo por el que Jesús Ordovás, eminente locutor de Radio 3 que lanzó las inaugurales soflamas del grupo a las hondas hertzianos, y Servando Carballar, cantante de Aviador Dro pero sobre todo creador del sello independiente DRO, primera casa discográfica de la formación gallega, hicieron acto de aparición para acabar siendo piezas casi fundacionales del surgimiento de un fenómeno que, visto la buena acogida de su maqueta “Ayudando a los enfermos”, encontraba en el paso a la grabación de un disco largo su lógica continuación. 

La feroz originalidad que trasladaban las composiciones de estos gallegos llegados para conquistar La Movida madrileña se sustentaba sobre muchos pilares. Su intérprete, Coppini, por ejemplo, era capaz de transformar su personalidad seria y callada en un iracundo “voceras” capaz de abrumar al espectador más curtido, mientras que el ácrata y delirante concepto manejado por la banda, y guiado en esa época básicamente entre Julián Hernández y Pepo Fuentes, significaba, más que un soplo de aire fresco, un diluvio galaico. Características que les hizo partícipes de las denominadas “Hornadas irritantes”, contubernio surgido como respuesta al “pop baboso” y compuesto por bandas como Glutamato Ye-Ye , Derribos Arias o Sindicato Malone, todas ellas inspiración y aliados de un discurso que sin embargo renunciaba conscientemente a ser abrazado en exclusividad por la logia del imperdible y el escupitajo, abogando por la hermandad generada entre barras de bar y surcos de vinilo. 

Con la edición de “¿Cuándo se come aquí?”, frase que reflejaba el clamor por un inexistente gremio de la hostelería entorno al estudio de grabación, no solo se alteraba la base sobre la que hasta ahora se apoyaba el pop (como término genérico) español, sino que quedaba inaugurado el, hoy manoseado, concepto de transversalidad, solo así se puede entender que un mismo álbum tuvieran cabida The Cure, los Jam, Dead Kennedys, Makoki o Petula Clark, o que sus textos sumergieran el costumbrismo en un ácido hecho de serie B, cómics, rock and roll o geopolítica. Sabedores y ejecutores de la frase de Eugenio d'Ors, donde acuñaba que todo lo que no es tradición es plagio, lo suyo era un desinhibido y talentoso apropiacionismo cultural que se expresaba tanto por afinidad como por oposición, y donde incordiar significaba la única ley sagrada.

Aunque convertido paulatinamente en factótum de la formación, pero relegado a la batería en un primer momento, Julián Hernández, junto a Alberto Torrado, un estupendo bajista sin ínfulas grandilocuentes, formaban la acelerada base rítmica que hacían de soporte a la fogosidad eléctrica de Miguel Costas, único encargado de las seis cuerdas mientras Soto se veía "castigado" a servir a la patria haciendo la “mili” y centrado en formar Os Resentidos, y el rugido espetado por Coppini. Una alineación que pese a su rudimentaria y amateurista puesta en escena era capaz de desbocar el ritmo hasta olfatear postulados casi hardcore en "Todos los ahorcados mueren empalmados"  o "El cobrador loco" o encomendarse a los arranques melódicos de "Ponte en mi lugar". Un repertorio que descubría el proceloso mundo de los pedales de distorsión en “La revista” mientras que merodeaba por el post punk oscuro de “Juegas al Palé”, al mismo tiempo que engendraba clásicos para una maleducada posteridad, y no aptos para los recopilatorios más ñoños de la Movida, bajo el nombre de "Matar jipis en las Cíes" o "Ayatollah". Un listado de títulos que sonrojarían a la RAE -lo que seguro generaría satisfacción a sus creadores- pero que agitados con esa constante vehemencia instrumental adquirían tintes de invocación al apocalipsis cotidiano. 

Si la ya icónica portada del disco, pergeñada por Oscar Mariné, donde convierte a la banda en los hermanos Dalton, se ha acomodado como una parada ineludible en el imaginario de la genealogía del punk, no lo son menos unos ripios deslenguados, acogidos con deleite juvenil y bajo la horrorizada incredulidad de progenitores, que llegaron a erigirse como un desbocado caballo de Troya que incluso llegó a entrar en las tripas del Imperio, llámese Los 40 principales o El Corte Inglés. Andanadas líricas que merecen un apartado muy destacado en el libro como reflexión acerca de su posible encaje, incluso legal, en el momento presente. Reconocidos algunos de esos versos por sus propios instigadores como soeces, quizás la consideración más acertada, y posiblemente la única que proteja el carácter simbólico del arte, recale en lo inapropiado de intentar descontextualizar de su época cualquier obra, apreciación extensible a autores clásicos como Cervantes o Quevedo, y ser consciente de que la sobreexposición a la que se encuentra sometida hoy en día cualquier manifestación expresiva, y más un arte popular como la música, significa que hasta la mínima brizna de aire puede adquirir la resonancia propia de un huracán, lo que en realidad no impide que siga siendo una mota en el universo.  

“¿Cuándo se come aquí?”, inevitablemente es hijo de su tiempo, pero es un vástago orgullosamente descarriado que supo convertir el exabrupto y la ironía, al ritmo de unos sonidos que nacían para extinguir de una vez por todas las pisadas de los viejos dinosaurios, en un hecho histórico para el rock hecho en nuestras fronteras. Pero más allá de su elogiable papel, al que este excelente libro de Sara Morales rinde un profuso tributo, a la hora de derribar ciertos muros de carga y alisar el terreno para la creatividad, su reproducción hoy en día no ha perdido nada de esa caótica irreverencia ni de su nervio musical. Parapetados tras esa caracterización de cuatreros, ya desde su debut, Siniestro Total dejó claro que su labor consistía en desenmascarar al bueno de la película, trabajar denodadamente para el enemigo y encargarse, con corrosiva lucidez, de hacer el balance de los daños.