Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Sábado, 25 de enero del 2025.
Por: J.J. Caballero.
Por encima de modas, tendencias e inclinaciones temporales, el power pop de base, el que reivindica la intensidad y la potencia por encima de filigranas y exhibicionismos, goza de una salud de hierro en las postrimerías de su eclosión. Como género escasamente contaminado y poco proclive a las poluciones sonoras colindantes, debe pervivir y sobrevivir al tiempo y el espacio cuando se aferra a los nombres que lo vistieron de gala y lo hicieron trascender a épocas más dispersas. En la rabia implícita a la juventud de los primeros años noventa, en una localidad gaditana de rancio abolengo para la música racial y autóctona surgió un grupo de hermanos apellidados Gómez y destetados para sus primeros escarceos con las guitarras por los grandes nombres de la emergente escena americana que en aquel momento subía el volumen de los amplis y reivindicaba la tempestad eléctrica por encima de cualquier otra motivación.
Aquella unión fraternal de Josema, Carlos y Jesús decidió que aquello era lo suyo y quisieron convertirlo en lo nuestro a fuerza de himnos generacionales y versiones de otros tantos clásicos, antes de hacerlos propios y asequibles para los jóvenes devotos del pop español en cualquiera de sus encarnaciones. Y parecía increíble, hasta para ellos mismos, que treinta años después siguiéramos viéndolos y escuchándolos en directo con la misma energía o incluso superior presencia. De aquel empuje primitivo lo conservan casi todo, hasta el punto de venir a la sala Ambigú Axerquía reforzados con la guitarra del cuarto Dalton, Alberto –enrolado en las filas de los más que recomendables Shampagne, entre otros- a presentar un retorno discográfico (el primero de los últimos diez años) con menos fuelle del esperado pero recibido con idéntica alegría.
Tal es su agradecimiento a aquellas primeras canciones que abren con “Ya están aquí”, “La vía” y “El mejor lugar”, todas piezas destacadas de aquel joyero de píldoras energizantes con el que irrumpieron en el panorama multicolor de una década apta para prodigios similares, culminando con la perfección pop de “Los latidos de siempre”. Dispersan los mejores momentos de su última entrega con “Ven a por mí”, “Nuevos locos”, “Viajar en el tiempo”, “Dije cara y eso salió” y “Ya viene el sol”, la revisión del clásico “Here comes the sun” (sí, la de Harrison, oficialmente identificada bajo la discografía Beatles). Y se detienen y se recrean en la contundencia de “Vuelvo a ser yo”, la nostalgia sixty de “Una noche más”, el resplandor juvenil de “Luces de Hollywood”, el orgullo emotivo de “Tu revolución”, la base de su más inmediato y excelso predecesor, intercalando y enlazando acordes con la convicción de unos expertos en la materia: “Vuelvo a ser yo”, “Qué gran día”, “Esperando una señal”, “Se acabó la fiesta” (no, ya anticipamos que el siniestro Alvise probablemente ni los conocía cuando la parieron), “Perdiendo el tiempo”, “La poción”, “Hacia el huracán”…
Habría muchas formas de darle la vuelta a estas canciones, pero ellos siempre optan por la más directa, que en este caso además es la mejor, o puede que la única posible para hacerles justicia. Si en su momento afirmaban más como seña de identidad que como sentencia clarividente aquello de “Nada suena igual”, luego protagonizaron una “Séptima invasión” cuajada de cristales rotos por la reverberación de la base rítmica y elevaron una oración descreída en la que afirmaban que “El cielo puede esperar” para que su legado nos sobreviva a todos. Y claro, las cosas también hay que hacerlas como es debido, y saben que quienes escuchamos, disfrutamos y pinchamos hasta el hartazgo su cover del “Pink panther” jamás volvimos a ver un capítulo del dudoso mamífero sin quitarnos de la oreja al mismísimo Henry Mancini. Un maravilloso sacrilegio, pero debidamente justificado.
Por noches como esta, por músicos como ellos y por promotores con tan alto grado de implicación en hacernos felices (gracias a Rafael ‘Eselchino’ Esquivel, sin el cual todo sería mucho más gris en esta puñetera ciudad), los vínculos sentimentales con los discos de Los Hermanos Dalton se hacen eternos e indestructibles. Desde que empezamos a soñar con tener un poster gigante con la portada de “Vitamina D” enmarcada en nuestro cuarto hasta compartir líquidos elementos y charlas revitalizantes con sus creadores sólo han pasado tres décadas. Y créanme que podrían pasar otras cuantas para que nos llevemos estas canciones a las vidas postreras que nos aguarden, aquí o donde sea que existan.