Por: Álex Fraile.
La noticia de la muerte de Marianne Faithfull (1946 – 2025) cayó ayer como un jarro de agua fría, desgarrando nuestro corazón de manera inmisericorde. Justo un mes después de cumplir setenta y ocho años, decidió que ya era suficiente, y lo hizo como lo hacen las reinas, rodeada de su corte más cercana. “Con profunda tristeza anunciamos el fallecimiento de la cantante, compositora y actriz Marianne Faithfull. Ha muerto hoy en paz en Londres, en compañía de su querida familia. La echaremos mucho de menos”, comentó su portavoz.
Resulta revelador cómo puede uno emocionarse hasta el llanto recordando a alguien que no trató en persona, al menos en el cara a cara. Marianne representa un buen ejemplo del poder de las emociones. Su arte, ya fuese a través de la música o al otro lado de una cámara de cine, atravesaba la epidermis más firme para sobrecoger con extrema y elegante sutileza. Marianne desprendía sinceridad, honestidad por los cuatro costados. Fruto de una vida azarosa, repleta de idas y venidas. Supo cabalgar como pocas por esa montaña rusa en la que se convierte el transcurrir de las elegidas. Eso fue precisamente Marianne, una elegida, una superviviente. Un ser de apariencia etérea que supo envejecer con empaque, como los buenos vinos.
Muchos se empeñaron – desgraciadamente esto no cesa ni horas después a su muerte – en declararla o recordarla como simple icono de aquello conocida como la revolución cultural de Londres, el Swinging London. La propia Marianne tuvo que lidiar con semejante e estúpido sambenito. Lo hizo con educación, con extremada firmeza, sin dejarse avasallar. Ya lo dijo ella misma: “Es verdad que la gente encuentra los sesenta fascinantes, pero para mí no fue más que una pequeña porción de mi vida”. Cierto que vivió rápido, que por momentos se alejó de su camino, pero, ¿acaso debería pedir perdón por ello? Solo faltaría, de lo contrario sería una postura hipócrita negar aquello que muchos han abrazado como lema generacional: sexo, drogas y rock and roll.
Pocas mujeres desprendían tanta fuerza, seguridad como ella. De lo contrario no hubiese sobrevivido tanto tiempo a los desafíos que le planteo ese capricho caballero llamado, Don Destino. Nacida en el seno de una familia acomodada – su madre tuvo linajes con la aristocracia austro - húngara y su padre fue oficial de la inteligencia británica – llegó a vagabundear por las calles de Londres; contrajo la Hepatitis C; superó un cáncer de mama; y en los últimos años le diagnosticaron un COVID persistente.
Nadie, absolutamente nadie, le regaló nada. Supo redimirse, salir de los bajos fondos para no cesar de crecer y labrar una carrera a la altura de lo que fue, un modelo para muchas generaciones. El magnífico "Broken English" resultó ser el bálsamo a todos sus fantasmas. Su voz granulada, llena de matices – elegante y decadente a partes iguales – la convirtieron en alguien única, inimitable. Casi diez años después – tras haber revisionado clásicos atemporales en ese diamante titulado "Rick Kid Blues" – dio un paso de gigante de la mano del productor Hal Willner. "Strange Weather" – sí, como el nombre de esa canción de Tom Waits – supuso un salto de madurez.
La década de los noventa le ayudó a cobrar notoriedad. ¿Quién no se cuerda de esa estupenda road movie en la que dos amigas conducen en busca de su libertad mientras de fondo suena la voz de Marianne? Su balada sobre Lucy Jordan puede le que sirviese para posicionarse, pero discos como A Secret Life marcaron el camino para abrazar una nueva generación de artistas que en los inicios del siglo XXI mostraron sin disimulo su profunda admiración a la reina de las almas pérdidas. El elenco de fans que desfilan en obras referenciales como "Kissin Time" (2002), "Before the Poison" (2004), "Easy Come", "Easy Go" (2008) es notorio y eclético. Beck, Jarvis Cocker, Étienne Daho, Kate Moss, PJ Harvey, Nick Cave, Rufus Wainwright, Anohni …
Nadie escapó de su embrujo. Marianne fue todo lo que se propuso. Música y artista de culto. Se vistió muchas veces de actriz, interpretando papeles de corte clásico como en María Antonieta o crudos como en Irina Palm donde encarna con destreza a una mujer desesperada por recabar dinero y salvar la vida de su nieto.
En las distancias cortas, brillaba en su máximo esplendor, aunque cada vez se prodigase menos en directo o estuviese enferma, con un constipado de caballo, como en aquella visita al Círculo de Bellas Artes de Madrid, allá por 2007. Su voz rasposa hipnotizaba. Era la voz de la verdad. Sus gestos denotaban una elegancia innata y en un suspiro era capaz de robarnos el corazón, manteniendo a buen recaudo la llave de sus propios recuerdos. Finalizó aquel concierto con una sentida versión de Harry Nilsson y su "Don’t Forget Me". “No me olvides, por favor no te olvides de mí / hazme las cosas fáciles, solo por un rato / sabes lo que pienso sobre ti / déjame saber qué piensas de mí, también».
Marianne, ¿te dirigías a mí? No respondas, mejor guardar el secreto. Sea como sea. Resultará imposible olvidar a una mujer que forjó su propio camino. Nos queda su música, sus películas, sus Memorias, sueños y reflexiones y su voz viva y vida. Una voz que en "She Walks in Beauty" – su trabajo póstumo junto a Warren Ellis – suena más pura, poética que nunca. Adiós Marianne. En el reino de los mortales te echaremos demasiado de menos.