Por: Kepa Arbizu.
En esa página en blanco con que se presenta cada nuevo año musical, dispuesta para ser completada sin mayor hoja de ruta que la propia sorpresa, desde hace tiempo es conveniente, atendiendo a hechos contrastados, dejar siempre un hueco reservado para la producción llegada de la mano de Hendrik Röver, un nombre que en las últimas décadas ha significado una presencia reiterada a través de sus múltiples proyectos y representaciones. Elogiable perseverancia que todavía causa mayor admiración si tenemos en cuenta que esa condición estajanovista es al mismo tiempo la constante reivindicación de su talento. Sea cual sea la encarnación que adopte el cántabro, en todas ellas se trasluce una identidad a estas alturas sobradamente singular, musicalmente al abrigo del rock americano, en su concepción más expansiva, y agraciado con una lírica de corrosiva sustancia.
Tras casi un lustro, si nos circunscribimos expresamente a entregas de formato extenso, huérfanos de material nuevo firmado por los Míticos GT’s, compañía representada por Goyo Chiquito y
Toño López-Baños, su vuelta a los estudios es por una parte, en lo que respecta al lado conceptual, un ejercicio de continuidad con su predecesor, pero al mismo tiempo contiene características altamente destacables que le enmarcan bajo un resultado absolutamente identificativo. Mientras que su más directo antecedente, “Vamos a morir”, estaba monopolizado, sonoramente hablando, por una gruesa guitarra de majestuoso crepitar que comandaba el repertorio, en esta ocasión, la vindicación de la electricidad se presenta sobre unas maneras mucho más flexibles y diversas, lo que deviene por pura lógica en un listado de temas más heterodoxo y colorista. Canciones sobre las que también gotea esa "grasa" que ha embadurnado a Los Deltonos pero que, bajo esta alineación concreta, aparece aliñada junto a otros ingredientes para, siendo igual de calórica, encontrar su propio sabor.
Que con firma de esta misma nomenclatura grupal apareciera hace cuatro años un breve artefacto recogiendo versiones clásicas del blues, al mismo tiempo significaba rendir homenaje a aquellos ritmos que habían empapado el ADN de su anterior álbum como ofrecer una pista respecto a la permanencia de dicho legado, aunque asimilado bajo connotaciones particulares, en estas actuales composiciones. Temas que intercalan el intimismo de raíz existencial con la habitual perspicacia a la hora de rastrear los comportamientos mundanos y, no pocas veces, vergonzosos. Un paisaje que por cotidiano no deja de ser trascendente, como al igual que el rock and roll, pese a nacer alrededor de evidente rastro lúdico, no debe estar desprovisto de análisis reflexivo. Categorías a las que Hendrik Röver a lo largo de su carrera ha privado de cualquier frontera con el fin de hacerlas convivir de manera casi congénita.
Trasladada desde su -hasta este momento- único ecosistema conocido, los escenarios, "Vuelvo A Cantabria", versión del “Back to Memphis”, de Chuck Berry, toma presencia por fin en formato físico. Un tema introducido bajo el lucimiento percusivo y que respeta escrupulosamente, salvo por su escenografía local, la necesidad de mantener un hogar cálido al que poder regresar para suturar las heridas de ese peregrinar por escenarios y paisajes hechos de frío anonimato. Cobijo maternal que en este caso se predica desde un ambiente más psicodélico y acelerado, porque aunque todas las casas compartan un mismo poder sanador simbólico, no todas suenan igual. Abierta la espita eléctrica ya desde la inauguración, su manifestación va a escoger diversas rutas, todas ellas marcadas por una fisionomía rocosa peor no por ella exenta de flexibilidad. Dicha condición permite que las composiciones circulen entre un espacio que va desde el boogie machacón, rotundidad propia de los ZZ Top, de “No Hay Torreznos”, convertido en himno comunal gracias a su fórmula de canción-estribillo, al rhythm blues brillante y dinámico, al estilo de Delbert McClinton, que comanda una “El STV” que, según transcurre su peregrinaje, el paulatino embrutecimiento de su apuesta es también el desenmascaramiento de esos hombres que desfilan por las ciudad bajo un boato que en verdad se suspende sobre ruinas.
No será el único individuo de dudosa condición que aparezca en estas canciones, porque hay algo, quizás mucho, en este disco de álbum fotográfico de impúdicas conductas, por lo que en ese fresco colectivo también hay espacio para retratar, usando el trotón ritmo de George Thorogood en “El Payaso”, a esos arribistas, como aquel histórico Fouché, que convirtió en ambrosía literaria Stefan Zweig, devorados por el circo romano o a esa nueva raza cada vez más provecta, alentada por la incertidumbre existencial convertida en anestesiante intelectual, de “iluminados”, a los que señala en “La Conspiración” con el afilado sonido de Albert Collins, lo que habla de la introducción en la ecuación “bluesera” del elemento funk. Bajo una acercamiento más global, la estremecedora “Las rocas” asume su rol metafórico para revelar la naturaleza de esas piedras varadas ajenas a cualquier planteamiento que luche contra el propio, y donde la mitología “beatlemaniaca”, y también parte de su ambientación musical coaligada a un relajado tono soul, hace de mueca cómica para señalar una realidad mucho más inquietante, como es la incapacidad de alterar nuestros dogmas, por mucho que sean sacudidos por el más básico ejemplo de racionalidad.
Este cáustico perfil de comportamientos humanos se recorre en paralelo atravesando piezas de estructuras cambiantes, haciendo que el mapa por el que discurren expanda sus límites desde el instrumental “Los metros”, bajo una genealogía propia de Al Kooper, a los pétreos riffs de “El plan”, casi dictados por un paso marcial que deriva en un resplandeciente estribillo, o asomarse hasta esa puerta tras la que se encuentra el sello Stax en un tema homónimo que su referencia a dicha atracción contiene un emotivo señalamiento a ese hilo conductor encarnado en ciertas personas que siempre se abren paso en nuestras vidas. Entre tanta electricidad destilada y melodías hirvientes, “Las luces de la ciudad” cierra el telón con un poético medio tiempo insuflado de una épica explosividad instrumental.
Solo parece tener explicación el elevado ritmo de producciones y el calado artístico de las mismas si asumimos que Hendrik Röver ha estado expuesto a alguna marmita de portentos creativos, pero eso sería injusto, ya que significaría desproveerle de sus méritos reales. Excluyendo por lo tanto interpretaciones que aludan a la alquimia, la única válida con la que contamos es que estamos ante un extraordinario compositor que, lejos de acomodarse y pasear su nombre bajo palio, como harían otros, sigue firme en la determinación por extraer de su identificativo estilo nuevas piezas capaces de entregar otro disco de altísimo nivel. Haciendo del rock (and roll) el engranaje predilecto para su inventiva, la realidad sigue suministrándole los pasajes necesarios para hacer resplandecer su afilado colmillo.