¿Se puede decir ya que Tindersticks es una banda de música negra? Aunque enlutado siempre hayan tenido el alma, ahora lucen dicho color en el hígado; o mejor dicho, en los riñones. Porque el corazón sigue marcando el ritmo de su música arrastrada, hinchada de letanías oscuras lagrimeadas por la no menos acongojante garganta de Stuart Staples, y la respiración con la que alientan una trayectoria de más de tres décadas se abisma y profundiza en la elegancia de las orquestaciones, más matizadas que nunca en este “Soft tissue” que toca precisamente eso, los tejidos más suaves –que no superficiales- de una piel erizada de sombras y anhelos. Los que sigue provocando un sonido menos experimental que el de “Distractions”, cuando se entretuvieron repasando apuntes de minimalismo electrónico. Aquello fue un boceto inacabado, un intento de convertirse en una banda que en verdad nunca quisieron ser, por varias razones entre las que pesa más su tendencia natural al letargo melódico, a la revuelta emocional de los brazos acogedores de Nick Cave, Leonard Cohen o Tim Buckley, y a una inspiración con altibajos necesarios.
Muchos ya vimos venir el latente ímpetu soul de algunos de sus escasos giros estilísticos, y por eso no sorprende, aunque sí impone, la brisa góspel impuesta por las voces de Gina Foster en “New world” o los vientos punzantes de Dan McKinna, de calado lento y continuado a lo largo de un trabajo abundante en nombres en letra pequeña. Dejarse arrastrar por el groove, porque sí, también lo hay, o la sobriedad de las orquestaciones funk de “Don’t walk, run” puede que sea algo tan inesperado como deseado en secreto, pero es en su peculiar forma de abordar géneros como el bolero, cosa que sucede en “Nancy”, o en la negritud melodramática de “Turn back”, donde podría situarse el punto y aparte de un disco que no pretende marcarlo en absoluto. El dramatismo de “Falling, the light”, en cambio, y pese a los impecables arreglos de cuerda de Lucy Wilkins, es deudora de una tradición sonora que es a la vez sello y sino. Una marca que encuentra explicación en “Soon to be April”, se prorroga en el río sentimental de “Always a stranger” (con las teclas de David Butler en primer plano y el apocalipsis soplado por Terry Edwards) y en general se estira en la solidez de un paisaje no tan fresco como esperábamos pero igual de rocoso en su frondosidad. No en vano fue gestado en sus cimientos en los gerundenses Estudis Ground, inundados del fragor de unas olas salvajes y quién sabe si igual de atormentadas que el autor de estas ocho canciones.
Desde el preciosismo abstracto de la portada, un regalo de la ilustre vástaga Sidonie Osborne Staples, hasta una hipotética órbita entre los satélites de Ennio Morricone y Henry Mancini. Así suena el nuevo capítulo, aún lejos de alcanzar el final de temporada, de una banda íntimamente ligada a nuestros recuerdos más oscuros y puede que inconfesables, por el mero hecho de que muy pocos podrían entenderlos.