The Cure: “Songs of A Lost World”


Por: Javier González. 

La espera ha sido larga, pero ahora sabemos que ha merecido la pena. Mucho tiempo había transcurrido desde la última vez que The Cure editarán disco, concretamente fue en 2006 cuando vio la luz el irregular “4:13 Dream”. Desde entonces lo que todos ya conocemos, un continuo “neverending tour”, que nos ha permitido disfrutar de su incombustible directo varias veces en nuestro país, y un buen puñado de reediciones, cajas recopilatorias y trabajos en vivo, mientras de fondo la voz de Robert Smith jugaba al despiste, pues lo mismo afirmaba el final del proyecto, mientras especulaba con un posible debut en solitario o amanecíamos con el rumor de un “inminente” nuevo álbum de la banda, el cual siempre parecía estar a punto de ser finalizado, pero sin llegar a concretarse en algo palpable y real. 

Una situación que muchos intuimos que podía cambiar en el marco de su última visita a España, acaecida dos años atrás, donde tuvieron a bien regalarnos algunas nuevas y sorprendentes composiciones, detalle que, ahora sí, parecía invitar al optimismo, confirmado meses atrás cuando desde su discográfica se anunciaba la fecha de lanzamiento de “Songs of A Lost World” para el 1 de noviembre de 2024. 

El interrogante que se abría era mayúsculo, pues si bien es cierto que la consistencia de su directo y el innegable talento del sr. Smith invitaban a pensar en positivo; no es menos cierto que tanto tiempo sin nuevas canciones y el flojo material presentado en entregas como “Wild Mood Swing”, “The Cure”, o “4:13 Dream”, ya mencionado anteriormente, generaban bastantes dudas sobre lo que podría ser este “Songs of A Lost World”, al que ahora, desde la calma que otorgan las escuchas espaciadas y repetidas, podemos poner en valor, pues logra ocupar no solo un lugar digno en su amplia y dilatada trayectoria, sino que bien podría ser merecedor de un sitio preeminente, algo que son palabras mayores dada la flamante historia de la banda. 

Hay en estas canciones una calmada, serena y majestuosa oscuridad que no esconde un fuego interno, pulsión arrolladora y un nervio vigoroso; un vitalismo crepuscular propio de aquel que ha vivido y ahora tiene conciencia de la sensación de pérdida. Quién sabe si observando un mundo que se desvanece, donde el paso del tiempo y las ausencias duelen, donde crueldad, destrucción y guerra campan a sus anchas. Quizás también impregnado por la nostalgia de aquel que observa una realidad triste y dolorosa que no reconoce. O simplemente puede que nada de esto sea real y sea a nosotros mismos a quienes estas composiciones nos lleven a imaginar a Robert Smith esbozando una sonrisa de franca satisfacción, la de quien sabe que quizás haya firmado un canto de cisne mucho más glorioso de lo que hasta los más optimistas pudieran creer. 

Lo cierto es que ahora entendemos el motivo de tanta demora a la hora de finiquitar esta nueva catedral gótica, ya se sabe, aquellas construcciones medievales, hoy eternas, que en su día ya maravillaron al mundo y que eran el orgullo de sus ciudades como muestra del extraordinario desarrollo urbano. Elementos que sirven de analogía a lo que bien podría ser esta presumible despedida de The Cure - pese a que ahora aparecen rumores de que la banda podría encerrarse en el estudio de nuevo el año que viene y que se pone 2029 como fecha definitiva de su abandono de los escenarios- pues da la sensación que Robert Smith realmente ideó esta última obra de arquitectura como legado personal, pues las canciones están escritas, arregladas y compuestas exclusivamente por él, algo que solamente hizo con anterioridad en “The Head on the Door”, allá por 19985, pese a que la formación que ha llevado adelante la grabación es la que actualmente conforma el engranaje de la banda, integrada por Reeves Gabrels, guitarras, y los míticos nombres de Simon Gallup, bajos, Jason Cooper, batería y percusiones, y Roger O´Donnell, teclados, toda vez que Perry Bamonte se reincorporó a la dinámica del grupo con el disco ya finalizado. 

Bajo dichas premisas ha mimado el producto, recogiendo el testigo de álbumes míticos -las sombras y la herencia de obras como “Pornography” y “Disintegration” son más que evidentes, pero también son patentes las de “Faith” o “Wish”-, llegando a incluir pequeñas pinceladas sobre los mismos en algún pasaje de las letras a modo de guiño; todo ello con objeto de entregar un trabajo más que notable, plagado de intensidad rock y largos desarrollos, sin resquicio para el pop, a ratos tenebroso; fundiendo calma y tormenta, desasosiego y ausencia, donde las sensaciones son evocadoras y los matices, tan familiares como bien tratados, se imponen con soltura en ocho cortes que funcionan por separado, pero sobre todo en conjunto. 

El disco se abre con “Alone”, cuya primera frase tan rotunda como desoladora -(“this is the end of every song that we sing”)- invita a abrir el álbum de viejos recuerdos sintiendo irremediablemente la punzada en el corazón, continuando con “And Nothing is Forever”, donde se contraponen una apertura ambiental de hechuras preciosistas y unas guitarras repletas de tensión, y “A Fragile Thing”, sin duda alguna una de las grandes composiciones de este álbum, delicada y profunda, decididamente dolorosa en su belleza; la densidad que cubre la atmósfera de “Warsong”, llamada a ocupar un lugar preeminente en sus directos, en esa franja dedicada al ruidismo y los tonos grisáceos, perfectamente enlazada con “Drone:Nodrone”, con sus hechuras a los “Fascination Street”. 

Vuelven a cortarnos el aliento con la sutileza delicada, doliente, envuelta con aromas de despedida que sobrevuela en “I Can Never Say Goodbye”, donde Robert Smith habla sobre la pérdida de su hermano mayor en una conmovedora canción, poco antes de regalarnos otro bombazo “All I Ever Am”, un bombazo directo que te arrolla de principio a fin, cerrando con los diez minutos de “Endsong”, un título que ya de por sí invita a respirar más profundo de lo habitual, que se despliega entre rotundas baterías y una extensa apertura con guitarras y ambientaciones entre las que sumergirse encantado en lo que bien podría interpretarse como la despedida definitiva de The Cure, donde no solo resuena una canción, sino toda una vida emocional bajo la empática mirada de aquel punk adolescente de Crowley que un día decidió fijar permanentemente en su rostro el maquillaje mal repartido, cardar sus cabellos y esbozarnos su mejor y más enigmática sonrisa, dejando claro que nunca nos dejaría solos en nuestras pesadillas. 

“Songs of A Lost World” es un gran disco, mejor de lo que cualquier pudiéramos imaginar. Quizás el último, quién sabe, a quién le importa. Apenas ocho canciones para las que hemos tenido que esperar demasiado tiempo, cierto, pero qué más da. The Cure son una de las pocas bandas que gozan de un estatus especial en nuestros corazones. Desde aquel encuentro clandestino en plena infancia con su vídeoclip de “Lullaby”, repleto de terror y atracción; pasando por los abismos y dudas de la adolescencia, donde sus camisetas nos reivindicaban frente a la masa, hasta el sueño adulto de disfrutarlos en concierto con un padre emocionado, o la cantidad de viajes en el coche cantando con tu hijo a dúo canciones que no son ni más ni menos que historia de la cultura europea contemporánea. Robert Smith, que al final y al cabo es quien se esconde tras la figura de The Cure, ha estado siempre presente, vigilante entre sombras y abismos, a lo largo de nuestro periplo vital, por eso no se nos ocurre mejor despedida que esta, donde se alza majestuoso, sobrado, pleno de forma y repleto de talento, sabedor que al final del camino recordaremos todos aquellos abrazos que nos ha regalado en secreto para hacernos saber que dentro de nuestra soledad estábamos un poco más acompañados gracias a su interminable colección de himnos.