Chencho Fernández: “Meridiano de Greenwich”


Por: Kepa Arbizu. 

Uno de los personajes surgidos de la imaginación de Mario Benedetti expresa su desarraigo y nomadismo emocional a través de la metáfora del Meridiano de Greenwich. Y es que paradójicamente, que esa línea imaginaria signifique la división en dos partes iguales del mapamundi y se postule como referencia para medir longitudes y distancias, conlleva que su propia naturaleza quede desdibujada bajo la indefinición, sirviendo de brújula para orientar a otros enclaves pero huérfana de un espacio propio. Una simbología que parece fagocitar el título del tercer disco de Chencho Fernández, que se presenta como una postal sonora surgida de un tiempo pretérito pero invocada repetidamente a lo largo de las hojas del calendario, alimentándose así de una embriagadora condición a la que cuesta ubicar entorno a una época concreta, porque en realidad, a su manera, es hija de todas ellas. 

Dado el lugar que ocupa este trabajo en la cronología de su autor, sería fácil, y hasta cierto punto razonable, situarlo en un punto intermedio ubicado entre sus dos álbumes precedentes. Mientras en “Dadá estuvo aquí”, debut que supuso la exportación de este músico andaluz fuera de sus fronteras, sus maneras vestían de cuero recubierto de terciopelo, su continuación, “Baladas de plata”, se ofrecía bajo un aspecto más barroco. Escenografías que depositan huellas en este actual trabajo al que sin embargo resultaría especialmente indebido calificar bajo condicionantes ajenos, porque él mismo es depositario de una fascinante identidad propia, por supuesto sumamente enrizada a las características sonoras de su compositor, pero solo catalogable en toda su extensión a través de sus particularidades. 

Transformando el habitualmente poco educativo refranero popular, detrás de todo gran solista hay una magnífica banda respaldándole. Y este caso no es una excepción, porque All La Glory sigue siendo el bastión sobre el que se parapeta el bohemio autor, haciendo que sus innegables virtudes y logros sean en paralelo consecuencia de un camino perfectamente pavimentado por una formación que, más si cabe, en un trabajo como el actual de un innegable aroma paisajista, su labor se vuelve todavía más trascendente. Familia artística al que se suman intervenciones de otro “adoptado” como Sebastián Orellana, quien con su trabajo en solitario “Dios perro” certificó ser un consumado equilibrista entre la tradición latina y el rock, o la presencia consanguínea de su hermano Álvaro Suite. Una reunión de talentos que se sientan a una mesa encabezada, en su labor como productor, por Paco Prieto, que cierra un equipo de trabajo tan bien afinado y compensado que son capaces de convertir este disco en una emotiva fotografía tintada de colores pastel, como si de un cuadro de Sorolla se tratase donde sus virginales figuras se visten con chupas de cuero y chapas de los Stones

En esa evidente condición de crooner, perseguida o hallada por ley natural, que distingue a Chencho Fernández, sus fraseos no sólo se han convertido en deletreos reconocibles, sino lo más importante, han logrado capturar el alma de aquello que cantan y cuentan. Poco importa si lo enunciado por sus palabras es ficción o relatividad, lo determinante en este caso es que suena a una verdad revelada, a la postre aspiración máxima del arte. En ese trazo costumbrista que adorna su prosa, el común denominador de este repertorio es la delicadeza con que es presentado, y pese a que siguen emergiendo de su sustrato inspiracional viejas voces como las de Burning o Lou Reed en “Sólo será pasado a partir de ahora”, su manifestación es acariciada por ese concepto de acorde sutil que menciona en su letra, asumiendo la pieza un estado de duermevela, exento eso sí de cualquier laxitud, en el que se mece una reflexión sobre el paso del tiempo.  

Si cuesta creer que un disco donde predomina, a su manera, el elemento eléctrico sea también el hogar de influencias mediterráneas y ambientales, que podrían por igual enlazar con Joan Manuel Serrat a Julio Bustamente, entonces la única forma de dar validez ha dicha afirmación es acercarse a temas como “El mar y la nada”, donde sus riffs inoculados de funk ochentero son el envoltorio para una instantánea litoral donde lo mundano y lo cotidiano, al igual que en una película de Rohmer trasladada a latitudes meridionales, asciende a valor casi metafísico. Y por extender la analogía cinematográfica y de paso también la arenosa, “Una Playa Cantábrica” parece emprender el camino inverso a la obra maestra de Erice, haciendo que rumbo viaje desde el Sur al Norte para revisar un álbum familiar a través de los sonidos retros de teclados proporcionados por Álvaro Tarik. Una presencia tangible que se suma a la brotada de unos ritmos y una épica que remite al Lapido más introspectivo, el mismo que parece dictar también “Y entonces lloré”, donde la guitarra acústica es interrumpida por un breve mohín eléctrico para rendir pleitesía a ese amor por las pequeñas cosas.  

Acentuando la conjugación femenina, los coros dulces de Pilar Angulo, que acompañan a una armonía sacada de lo más entonados Nacha Pop, suministran a “Sal de tu piel” una plasmación popera con el fin de abrir de par en par una ventana que allane el camino a los rayos de sol. Un astro que se vuelve más crepuscular en el patibulario pero delicado bolero “En la voz baja más alta de este mundo” , que hace de la desnudez su razón de ser, justo lo contrario que sucede en “Alba rey”, donde una mayor instrumentación se configura para trasladar el paisaje colorido de aquel cálido verano que con el paso del tiempo se ha ido marchitando, no perdiendo belleza, sino alterándola. Adicto a firmar finales de épica consistencia, “MG thème” alude en este caso al legado de la chanson para entonar un tema que, entre el ulular del órgano, cuenta con su particular Jane Birkin que hace de contrapunto en un colofón melancólico pero bellísimo que, aupado por una sección de cuerdas, nos sitúa frente a ese animal temido pero resplandeciente que es el amor. 

Chencho Fernández no procede de esa Sevilla de “capillitas” ni de carcajadas enlatadas, su origen hay que buscarlo cuando el sol se entumece y los turistas regresan a sus guaridas tras vampirizar el espíritu de la ciudad. Perteneciente a ese estirpe que ha quemado su juventud entre voces noctámbulas y callejuelas borradas de las guías de viajes, sin embargo en su música siempre ha sobrevivido un rescoldo de quietud y silencio, una temperatura emocional que en su nuevo disco se convierte en elemento esencial. En soledad pero rodeado de amigos y compañeros que conjugan detalles para escenificar hasta el último suspiro alojado en los sentimientos que esconden sus palabras, “Meridiano de Greenwich” despliega su relajada mirada hasta diseminarse en el horizonte. Ese destino, donde no hay tiempo ni lugar, es el hogar conquistado por unas excelentes canciones que parecen asumir aquella máxima esgrimida por Isak Dinesen, quien consideraba cura para todo mal al agua salada, ya sea el sudor, las lágrimas o el mar.