Por: Kepa Arbizu.
Todo grupo de personas que expresa una profunda afición por una disciplina creativa determinada comparte ciertos códigos de lenguaje que, como si de un ritual secreto se tratase, adquieren significantes sólo descifrables por ellos mismos. Así, en el ámbito musical, exponer que un disco se posee en vinilo, desterrando el insustancial y cada vez tristemente más extendido esnobismo, supone por un lado la preferencia por dicho formato sonoro pero igualmente el no menos esencial lazo emocional prendido por aquellos ritmos escondidos entre sus surcos. Sólo bajo dicho subtexto se puede comprender y disfrutar en toda su dimensión el primer libro de Oscar Avendaño, que bajo el explícito título de -como no podía ser de otra manera- “¡Lo tengo en vinilo!” (NeoPerson Sounds, 2024), se constituye como una selección de álbumes que, al margen de su especial aprecio -temporal o infinita- por ellos, sirven como múltiples piezas que una vez unidas reflejan la biografía, o por lo menos parte de ella, de su autor.
Puede que para los más versados en el arte de las letras, y no tanto en el musical, el nombre de quien firma esta obra no alcance especial trascendencia, pero sin embargo todos aquellos que en las últimas décadas han degustado las diferentes ofertas surtidas por los sonidos eléctricos no necesitarán mayor presentación de quien, tras dejar atrás múltiples proyectos, ahora se puede presentar en solitario, enfundado en un impoluto traje blanco para exprimir el jugo del rock and roll con The Bo Derek’s o haciendo que su bajo palpite en los míticos Siniestro Total. Un lujoso currículum que sin embargo no debe obviar que estamos frente a la figura, por desgracia no tan habitual como a priori sería deseable, de quien antes que un profesional es un apasionado y entendido del arte que el mismo despliega. Una diletante actitud que si bien desprende buen gusto y erudición, no hay más que ver la extensa y exquisita lista de discos escogida y su contextualización, es expuesta, como introduce el propio Julián Hernández bajo su habitual irónica locuacidad, con la absoluta naturalidad de quien habla en confianza y sin tapujos, consiguiendo un estado de cercanía, y confidencia, que propicia más todavía la inmersión del lector en esta particular retrospectiva existencial impresa sobre acetato.
A veces las circunstancias menos halagüeñas acaban convirtiéndose en el imprevisto escenario para posar el primer pie en un camino que nos aguarda con innumerables tesoros. Por eso, que un niño de frágil estructura ósea necesitara acudir al gimnasio no parece la inauguración más apasionante, sin embargo descubrir que mientras ejercitaba su cuerpo sonaban de fondo las irreverentes canciones contenidas en “Cuándo se como aquí”, estreno de la banda viguesa Siniestro Total, fue el descubrimiento de un mundo al mismo tiempo incomprensible (para esa edad) pero excitante, tanto como la sensación de estar escuchando aquello que unos padres nunca aconsejarían. A partir de ahí, y a pesar de que la juventud de nuestro protagonista navegaba alrededor de una escasa pericia social, el recorrido se apuntala entre los monolíticos pero vibrantes ritmos de AC/DC o unos Ramones a los que, la encomiable honestidad en la narración, exenta de todo tipo de innecesarias genuflexiones ni misticismos, convierte en un sanctasanctórum capaz sin embargo de ofrecer un desastroso espectáculo en vivo, mácula que por otra parte sigue guardando como oro en paño.
Primeras etapas de un aprendizaje -no sólo sonoro- carente de vuelta atrás y enunciado lejos de adormecedoras líneas rectas, incorporándose a una carretera repletas de curvas emprendida junto a manos amigas a las que les concederá prácticamente el don de la infalibilidad cuando de recomendaciones musicales se trata. Un ejercicio de espeleología compartido que desembocará en los pantanos donde hallar a la Creedence Clearwater Revival o que se sumergirá en oscuro ecosistema habitado por "Roky" Erickson . Trayectos que se bifurcan por igual para abrazar la majestuosidad de aquel Roy Orbison interpretando “You Got It” como si tocara a las puertas del cielo, atravesando veloz el horizonte mientras suenan los Sonics o caer rendido ante la melódica belleza de The Band. Un encuentro con la banda estadounidense generado por otra pasión ampliamente representada en el libro, ese séptimo arte que tantas veces se convirtió también en puerta de entrada para, por ejemplo, la irreverencia de los Sex Pistols en "The Great Rock 'n' Roll Swindle" o proyectar una fuerza de la naturaleza llamada Elvis Presley.
Si fue la armónica escuchada en el tema "I Should Have Known Better", primeriza aproximación a los Beatles completada por la adquisición del "Rubber Soul", lo que sacudió la pretensión de ese precoz oyente por querer reproducir dicho sonido, cada uno de los álbumes que descubrimos en el transcurso del libro significan, de una manera u otra y bajo diversa intensidad, empujones que le incitan al autor a dejar de ser un mero espectador del teatro del rock para empezar a convertirse en protagonista. En esa andadura siempre necesitada de refrentes, aquellos que se alojan más cercanos enseñan a soñar de manera más plausible, por eso encontrar en otros gallegos, Los Contentos, reminiscencias de algunos de sus grupos favoritos, parecen acercar la posibilidad, alimentada también por verbos que no necesitan ser descifrados en un ingente trabajo de exploración en las letras expuestos por Los Deltonos o Los Enemigos, de liberar ese ímpetu por emprender un vuelo de largo trayecto.
Al igual que el bagaje existencial nos ayuda a perfilar nuestra identidad, la acumulación de discos, adquiridos en un proceso evolutivo que lleva desde los grandes superficies a las rastros para acabar en tiendas especializadas, nos abre, mientras cierra otros, diferentes travesías. En esa constante y dinámica mutación, existen aquellos exentos de variación y por los que la admiración nunca fluctúa, devoción que Oscar Avendaño traslada a la genialidad de Dylan o al siempre admirable tesón, a veces irregular pero que todavía le engrandece más, expresado por Neil Young, mientras loa en paralelo particularidades menos generalistas como Violent Femmes o The Boys. Junto a esos tótems imposibles de desplazar, los amores intensos, percibido en unos Stones que pese a su desgastado fervor siempre consiguen encender la llama en sus buenos momentos; aquellos que han necesitado el mimo y la atención propia de una relación estable, léase Wilco o Thin Lizzy, o incluso quienes con su imagen y actitud, demostradas por Johnny Thunders o Andy Chango, consiguen prender la mecha, también forman parte de su acerbo sentimental. Y ahora mismo no necesariamente estamos hablando de música, o no exclusivamente.
Tan importante en esa paulatina representación de nosotros mismos resulta mostrar los afectos como lo contrario, por eso contiene un valor añadido que la poca atracción, o por lo menos no la que se podría esperar a priori, por Tom Petty no impida sus alabanzas hacia “Wildflowers”, como su animadversión actual por el personaje de Calamaro no le exima de salvar y llevar a buen cobijo “Honestidad Brutal" o la enmienda a la totalidad del legado de Guns N' Roses sólo deja en pie, pero de manera enérgica, a Izzy Stradlin en solitario. En esta cartografía, que al igual que cualquier hoja de ruta une puntos de lógica cercanía, haciendo que la constelación “stoniana" señale a los Faces, y estos a Rod Stewart o Ronnie Lane, y acoge esos focos luminiscentes de rápida combustión pero de menor recorrido, simbolizados en Dr. Explosion, Hellacopters o Black Crowes, según las páginas leídas empiezan a ser superiores en número a las restantes, el sentimiento global se encona y se vuelve más melancólico. Un tono nostálgico, espolvoreado en un precioso capítulo protagonizado por unos The Byrds servidos como analgésico contra el furor felino de una gata, que se vuelve especialmente trágico y doloroso en episodios donde sólo Nick Drake parece poder soportar el desmoronamiento anímico y Townes Van Zandt acompaña el desolador final de una relación sentimental. Tampoco el maridaje entre sexo, drogas y rock and roll, sobre todo en su repunte más álgido, encontrará en la escritura del autor un encaje que no sea una poco recomendable huida hacia adelante. Una escapatoria inútil cuando se trata de esquivar la sombra más lúgubre, recogida en los estremecedores, y al mismo tiempo sensibles, momentos donde el fallecimiento de sus progenitores cuenta con Syd Barrett y The Sadies a modo de cortejo fúnebre. Simas emocionales que acaban en la consulta psicológica durante un COVID que limita su actividad profesional y que encuentra en la rabia luciferina de Beasts of Bourbon la única forma de derribar dicho colapso.
Para muchas personas, entre las que se encuentra por supuesto el escritor de “¡Lo tengo en vinilo!” y seguro un buen número de sus lectores, no existe una clara diferenciación entre la existencia y la música, por lo que una banda sonora siempre suele ir ligada a una experiencia personal y cada acción destacable -no necesariamente encomiable- en nuestro periplo desata la melodía de una canción. Ese es el absoluto propósito del debut literario de un excelente compositor que tiene la osadía de exhibirse sin miramientos para contar una historia propia, y como tal no acepta contrariar sus opiniones, que paradójicamente se convierte en la de muchos otros. Cambiarán nombres, apellidos, consideraciones y matices, pero este extraordinario texto es también la vida de todo aquel que entiende que amigos, unos firmes y otros líquidos; amores, de mayor consistencia o de irregular naturaleza, y sobre todo el conocimiento sobre uno mismo se esconden casi siempre empacados en fundas de discos.