Por: Javier González.
Fotografías: Estefanía Romero Quiñones.
La tarde del pasado viernes 25 de octubre permanecerá de por vida en el corazón de aquellas personas que se acercaron hasta el madrileño Wizink Center para disfrutar del mayúsculo espectáculo que siempre proponen Nick Cave & The Bad Seeds.
Una emoción palpable desde primera hora de la tarde en la avenida de Felipe II, donde una nutrida representación de seguidores de la banda aguardaba con máxima expectación el momento de la apertura de puertas; su objetivo no era otro que ocupar las filas cercanas al escenario para presenciar de cerca una de las propuestas escénicas más catárticas y arrolladoras del rock mundial.
La espera fue amenizada por otra de las bandas que sirven de avanzadilla al siempre reivindicable rock irlandés, tan en boga en los últimos tiempos merced al buen hacer de creadores como Fontaines D.C., nos referimos a los voluntariosos The Murder Capital, quienes acompañan a Nick Cave & The Bad Seeds en las fechas de esta gira europea tras firmar el año pasado un álbum notable, “Gigi´s Recovery”, con el que han conseguido llegar al número 1 en su país natal. Se basan en un discurso introspectivo y manejan un post-punk de vieja escuela a través del que trataron de conectar con la audiencia que permaneció atenta a sus evoluciones en directo, despidiéndolos con una ovación que sonó a signo de aprobación, momentos antes de que el equipo de asistencia comenzará a desmontar y adecentar el escenario para el plato principal de la noche.
A la hora indicada por la organización, con suma puntualidad, las luces se desvanecieron mientras desde nuestro lado izquierdo emergían las figuras de The Bad Seeds, en apariencia simples mortales que con el correr de las canciones mostraron su verdadera naturaleza musical, la sobrehumana, representada principalmente por cuatro ángeles custodios descendidos a la tierra en formato coristas, y destacando en las labores instrumentales las figuras del “novato” Colin Greenwood al bajo, miembro fundador de Radiohead, un asesino silencioso encargado de las guitarras llamado George Vjestica y la firmeza, poliédrica y versátil que encarna el formidable Warren Ellis, con su estética bohemia tan cercana a Mijaíl Bakunin; siendo el último en aparecer Nick Cave, con un impecable traje gris hecho a medida, repeinado hacia atrás y mostrando un porte altivo que supuraba grandeza, atacando todos en conjunto los primeros fraseos de “Frogs”, los cuales fueron suficientes para modificar por completo la percepción que teníamos apenas un minuto antes del arranque, puesto que en aquel preciso instante arrancó a soplar un vendaval dando la sensación que ante nosotros se abrían las mismísimas puertas de cielo e infierno a la vez.
Golpeados por un maravilloso coro sonoro caímos en la cuenta de que la noche sería mítica, por lo que decidimos, con buen criterio, dejarnos arrastrar hasta el centro del huracán. A la tormenta emocional de un Dios salvaje y misericordioso al que observábamos en la distancia. Quizás venido desde otro plano, quién sabe si flotando, elevado sobre nuestras cabezas y prácticamente cincelado en granito como si de un héroe surgido de otro tiempo se tratase. Una fuerza antinatural, asomada al abismo, una suerte de caminante entre un mar de piedras. Y a la vez un ser cercano, de carne y hueso, predicando la palabra mientras nos miraba a los ojos con sus pupilas mojadas para tomarnos las manos y ungir las cabezas de los fieles hasta prácticamente prestarse a que fueran nuestros dedos los que comprobaran la veracidad de las heridas que decía sufrir, dejando claro que la muerte no solamente no es el final sino que en su caso ha supuesto un punto de partida, capaz de dotarle de una nueva fuerza que ahora impregna el mensaje de alguien tocado definitivamente por el espíritu de la redención.
Nos arrebataron el corazón con “Wild God”, que en directo, tal y como vaticinamos meses atrás en la reseña aquí publicada, solamente estaba destinada a crecer y crecer, algo que también ocurrió con “Song of the Lake”, antes de acometer uno de los grandes momentos de la noche, representado por la interpretación de “O Children”, en cuya presentación reclamó como necesaria la “protección de los niños”, enlazada con la fenomenal “Jubilee Street”, dotada de una cadenciana “lourrediana” y transformada en fuego abrasador, donde The Bad Seeds dejaron bien claro porqué son un combo único, yendo en su conjunto a engrandecer la canción, remando siempre a favor de obra, llenando de tensión y dramatismo el escenario tras ella con “From her to Eternity”.
Encogieron el alma de los presentes con “Long Dark Night” y “Cinammon Horses”, sobre todo cuando las pantallas filmaban a Nick Cave en el arranque de esta última, mostrando sus ojos vidriosos al borde de unas lágrimas capaces de ponernos el nudo en la garganta, paso previo a la tormenta sonora que supuso el homenaje “Tupelo”, el sincero homenaje a Elvis, donde sentimos estar inmersos en el apocalipsis, prendiendo más tarde los corazones con la llama que desprende “Conversion”, donde volvimos a surcar los cielos con esos fenomenales coros góspel con que fue arropada, y llevando al respetable al lamento con que se abre “Bright Horses”, a cargo de Warren Ellis, pero sobre todo debido al fraseo final, donde Nick hace referencia a la pérdida de su hijo Arthur y la dificultad para explicarlo, continuando con el minimalismo vitalista de “Joy” y con la dolorosa declaración de intenciones incluida en “Skeleton Tree”, llamada “I Need You”.
Hubo tiempo para mirar al proyecto que comparten Nick y Warren, rescatando “Carnage” y “White Elephant”, donde una más vez toca destacar la buena labor del acompañamiento vocal, una constante durante toda la actuación, entre una y otra hubo para disfrutar de una terna brutal, “Final Rescue Attempt”, “Red Right Hand”, sinuosa, siniestra y divertida, sobre todo merced a la capacidad de Nick para meterse al público en el bolsillo, ejerciendo como maestro de ceremonias, pidiendo palmas y marcando el ritmo de las mismas, y una dinámica “Mercy Seat” que nos invitó a mirar a aquel pasado asalvajado y glorioso al que de vez en cuando seguimos echando de menos.
Los bises no se hicieron esperar demasiado, dotando de protagonismo a una de las grandes canciones que contiene su último trabajo, “O Wow O Wow (How Wonderfull She is)”, presentada por un locuaz Nick, al que se le vio de lo más comunicativo y a gusto durante toda la velada madrileña, todo sea dicho, llegando a recomendar dejar de grabar y disfrutar del momento. Tomó el micro para explicar que el tema estaba dedicada a una persona única, una “Bad Seeds original”, evidentemente se refería a su queridísima Anita Lane, dando al público las pautas necesarias para acompañarle en los coros de una bellísima y emotiva tonada, fue el perfecto anticipo de “The Weeping Song”, donde la mirada de gran parte del público se fue directa a buscar la figura del magistral hombre del violín, mister Warren Ellis; algo que ocurrió poco antes de que el vampiro recorriera el escenario de un lado a otro, arrojándose en brazos de su masa de acólitos, que desesperadamente buscaban el contacto con él, y nos invitara a hacer nuestro un coro de sobra conocido, para posteriormente acompañar una vez más sus palmas en el marco de una brillante composición con la que ahora sí, parecían dar por finiquitada la actuación, instante que fue acompañado por una rotunda y cerrada ovación en reconocimiento por la noche para la historia que nos acababan de brindar.
Todavía habría tiempo para que Nick Cave volviera al escenario una postrera vez, lo haría en solitario para agradecer el calor del público de nuestra ciudad. Y esta vez sí que sí, ajustó la banqueta que había junto a su precioso piano negro de cola y arrancó los acordes que dan vida a “Into my Arms”, ante el silencio emocionado de un abarrotado palacio de deportes que solo acertó a acompañarle con delicadeza a los coros en el estribillo. Acarició las teclas sutilmente unos últimos instantes, mirando a sus fieles con aire satisfecho, con regusto a despedida, y regaló un emotivo beso al cielo que recogimos agradecidos, poco antes de que las frías luces blancas que anunciaban el fin del espectáculo evidenciaran una multitud de caras extasiadas, con ojos enrojecidos y gestos que se movían entre la plena satisfacción y la pura incredulidad.
Fue así como se dio colofón a dos horas y veinte minutos de una ceremonia en la que bajamos al infierno, sentimos la muerte, la pérdida y el dolor, tanto ajeno como propio, para finalmente ascender a los cielos en mitad de una catarsis repleta de fe y amor, con una intensidad y belleza tales que mostraron a unos pobres mortales como nosotros el verdadero motivo por el que Nick Cave & The Bad Seeds siguen siendo hoy día una de las pocas experiencias rockeras que toda persona, cercana o no a su propuesta, creyente o no de su credo, debería regalarse al menos una vez en la vida.