Texto y fotos: Javier González.
Es harto complicado plantearse escribir una crónica desde la objetividad más absoluta cuando de antemano tu yo más profundo sabe que esa noche se mueve en unos parámetros que poco o nada tienen que ver con el frío análisis de lo que pueda acontecer sobre el escenario.
Y es que desde el comienzo de la jornada del sábado, aún con la resaca a cuestas del imponente concierto que había presenciado horas antes por parte de Nick Cave & The Bad Seeds, mi corazón y cabeza tenían claro que la visita nocturna de Lagartija Nick tenía un doble componente emocional. Por un lado, pesaba la sensación de estar invitado a una celebración entre amigos que festejaban una efeméride más que potente. Y es que los granadinos nos convocaban a soplar las velas por sus treinta y cinco años haciendo música, toda una epopeya en un país tan complicado para la cultura como España, lo que representa todo un ejercicio de resistencia profesional en un lugar que vive tan de espaldas al talento. Por otro, la cabeza no cesaba de dar vueltas a la necesidad de acudir al céntrico recinto capitalino tan solo como un acto de homenaje, reivindicación y agradecimiento para una banda que desde el principio tuvo claro su camino y que habitando los márgenes de la independencia ha sabido crear un discurso propio plagado de referentes cercanos, a través de los que ha legado discos mayúsculos que, independientemente de la repercusión comercial que hayan tenido, ya forman parte del legado vital de una selecta minoría que ha sabido disfrutarlos en la medida que merecían realmente.
Algo similar debieron pensar otros cientos de personas que abarrotaron el Shoko, la gran mayoría embutidos en estéticas netamente rockeras, con claro predominio del color negro en las mismas, todo sea dicho; gente de mediana edad que disfrutó sobremanera con la descarga eléctrica, a quemarropa y sin una sola concesión, que desde el escenario nos tenían preparada estos bandoleros que responden a los nombres de JJ Machuca, siempre acertado a los teclados, y el espíritu ruidoso de Juan Codorníu, guitarras; y el dueto seminal, los dos pequeños de la escena nazarí ochentera que un día creyeron en comenzar a menear el rabo de esta Lagartija, el certero y siempre rotundo Eric Jiménez, aporreando con vehemencia como es costumbre la batería, y el hombre de las estrellas, el genio punk y bohemio, esa cabeza pensante tan brillante como incontrolable e ingobernable del enormísimo Antonio Arias, dispuestos los cuatro a no darnos tregua alguna durante toda la velada.
Ni por un momento pensé en anotar el orden de las canciones a sabiendas que la crónica perdería matices, pero cómo hacerlo cuando lo que ocurría sobre el escenario era tan hipnótico, cercano y real. Ante una audiencia entregada, se abrió paso el poder de una banda, de cuatro tíos sin artificios, lanzando sin cesar las imágenes certeras que dan vida a sus canciones, puras proclamas sobre un mundo en llamas, expulsadas con el brío y la convicción de aquel que pretende explorar la capacidad y resistencia de los bafles de una sala que no tuvieron un solo instante de respiro.
Lagartija Nick sonaron pletóricos, crudos y directos, fieles a su estilo, hasta el punto de casi hacer sangrar nuestros oídos. Impartieron doctrina con temazos como “Hipnosis”, un auténtico clásico, “20 versiones”, o las incontestables, “Universal”, “Rock´n´Roll Zine”, tremendo temazo, de lo mejor del rock estatal, y “Nuevo Harlem” y “Satélite”, sacadas de ese manual imbatible llamado “Inercia”; tuvieron tiempo para recordar a los caídos en el fragor de la batalla, tanto en sentido literal con el homenaje a sus paisanos maquis en “La Leyenda de los Hermanos Quero”, como en el figurado donde dieron cabida a amigos, familia y referentes ya desaparecidos, recordaron al hermano de Antonio, Jesús Arias, “Agonía, Agonía”, Joe Strummer y Federico García Lorca, “Strummer/ Lorca, y a Enrique Morente, invocando de nuevo al genial poeta granadino, en una oscura “Ciudad sin Sueño”, rescatada del magistral “Omega”.
Antonio, cariñoso, cercano y locuaz durante toda la velada, tuvo tiempo no solo para cantar tan “apretado” como acostumbra, metiendo su voz con la destreza que sólo él sabe hacer en cada canción, sino también para contarnos curiosas anécdotas. Entre ellas destacó la forma de colaborar en la letra de “Sin Salir” que tuvo su hija, Carmen Celeste, presente en el concierto, aportando una frase a la misma plena de acierto, y también de dejarnos claro que se habían decidido por rescatar del olvido alguna versión temprana que solían hacer como el “I had Too Much to Dream”, su revisión de The Electric Prunes, y otros corte propios menos habituales como “La Curva de las Cosas”, la cual tomó protagonismo en los bises.
De camino al coche caminábamos por la gran ciudad sintiendo que habíamos sido rescatados de un sueño, todavía medianamente aturdidos, con los oídos echando chispas y la sensación de haber disfrutado de un concierto distópico. Al recobrar algo de cordura, caímos en la cuenta de lo afortunados que somos por ser contemporáneos de una banda tan sincera y atrevida como Lagartija Nick, sus canciones y discos sobrevivirán en el tiempo una vez que todos nos hayamos extinguido. Aunque quizás lo realmente importante es que tras treinta y cinco años transitando un camino totalmente ajeno a la mediocridad imperante, han dejado claro que hay distintos mundos y espacios por explorar, también otras formas de hacer las cosas que son posibles y reales. Y por encima de todo, que el empeño y la cabezonería pagan con recompensas como la que anoche los tributamos cientos de personas en una cerrada y sentida ovación, repleta de cariño y admiración por toda una vida dedicada al noble arte de facturar un punk visionario, deslenguado e inteligente.