Por: Javier Capapé.
No es cosa de nostálgicos. Cuando suena el nombre de David Gilmour entre los lanzamientos de nuevos discos para la temporada sabemos que calidad no va a faltar. Sus discos son necesarios y siempre concentran un nivel muy por encima de la media, incluso si dejamos atrás sus inevitables referencias a Pink Floyd. Si en directo se ha prodigado más en los últimos años Roger Waters (tirando de revisiones de sus álbumes clásicos con los Floyd, todo hay que decirlo) en lo que a nuevas creaciones se refiere le gana por goleada Gilmour, y eso que sus discos tampoco es que hayan sido muy numerosos en los últimos veinte años. Tan solo tres con este "Luck and Strange", además de un par de directos maravillosos (el "Live at the Pompeii" de 2017 es increíble) y una incursión experimental con The Orb. Ese es el currículum del inglés en el nuevo milenio, pero nos basta si tenemos en cuenta la gratificante sensación que supone para nuestros oídos.
En su última criatura se muestran sus referencias sin miramientos, reconocemos una vez más su toque a las seis cuerdas desde el primer momento y nos deleitamos con sus atmósferas, que eso es más o menos lo que son las intros instrumentales "Black Hat" y "Vita Brevis". De nuevo la colaboración en las letras de su pareja Polly Samson se impone, pero esta vez destaca además la presencia de su hija Romany Gilmour a la voz y el arpa en un par de temas del álbum, que son de los más reseñables del mismo por salirse claramente del guión. Así nos lo muestra la pureza de la versión del dúo británico Montgolfier Brothers "Between two points", con ese arpa que la vertebra y la cálida voz de Romany conduciéndola. Una canción a la que el calificativo de dulce no le hace justicia, pues estaría mejor definirla como emotiva y deslumbrante gracias a una voz que hereda la personalidad de su progenitor. También padre e hija comparten protagonismo en "Yes, I have Ghosts", un dúo con tintes folk que ya conocimos en la pandemia y que se ha decidido a rescatar para cerrar el disco.
Bajo la producción del propio Gilmour junto a Charlie Andrew, es la guitarra, como no podía ser de otra forma, la clara protagonista, o bien en clave de blues con "Dark and Velvet nights", o virando hacia la suavidad pop con "Sings". Pero donde verdaderamente destaca es en las canciones más emparentadas con el sonido clásico de Pink Floyd, entre las que encontraremos "The Piper's Call", con ese estribillo rocoso y su solo final tan característico, o "Luck and Strange", recuperada de una Jam session de los noventa en la que participó su compañero Rick Wright a la que ha dado una vuelta con la actual producción para dejarla presentable (aunque para quien quiera sumergirse en la esencia de esa Jam encontrará la pista extra de catorce minutos con la sesión improvisada original).
"A single Spark" puede quedar en segundo plano por su ritmo electrónico más inapropiado en el conjunto, asi como cierta ligereza que podría descolocar en su primera mitad (la cosa mejora notablemente cuando ruge la guitarra eléctrica sobre un colchón de cuerdas en el tramo final), pero "Scattered" se erige como el perfecto tema meláncolico con la esencia del mejor rock sinfónico de los setenta representado en su pulso marcado, su sólido crescendo (con cuerdas incluidas), así como en el solo de guitarra final que podría recordar a la inimitable "Comfortably Numb" (combinando magistralmente guitarras acústicas y eléctricas). David Gilmour saca aquí toda su artillería para reafirmarse como el gran músico que es, representante de todo un estilo que él mismo afianzó gracias al carácter de su voz y su personal guitarra en discos clásicos como "The Dark Side of the Moon", "Wish you were here" o "Animals", en los que, aunque se imponían las composiciones de Waters, nunca dejó de resaltar su mano.
Si los setenta y ocho años de Gilmour pueden ser sus nuevos cincuenta y ocho no lo pongo en duda, porque ha sido capaz de hacer un disco que está más cerca del logrado "The Division Bell" que de cualquiera de sus escarceos en solitario. Y cuando algo suena a los Pink Floyd, por muy lejos de Roger Waters o Syd Barret que esté, es una señal de calidad muy por encima de la añoranza de un pasado mejor. David Gilmour nos ofrece su mejor disco en solitario a punto de cumplir los ochenta, presumiendo de una nueva madurez o de un extraordinario gusto por hacernos disfrutar por encima de tendencias y modas. El rock sigue vivo, y "Luck and Strange" es otra magnífica señal que lo confirma.