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MJ Lenderman: “Manning Fireworks”


Por: Kepa Arbizu. 

En un siglo XXI embebido de posmodernidad, la mística trascendente -en no pocas ocasiones impostada con el único fin de seducir a las masas- que acompaña a ese primer hallazgo musical ha sido reemplazada por el utilitarismo cotidiano. Sólo así se puede comprender que Mark Jacob Lenderman -nombre acortado para la causa artística por MJ- fuera embestido por la pasión del rock clásico durante sus horas frente a la pantalla mientras disfrutaba del videojuego Guitar Hero. Descubrimiento que si bien puede no contener un relato literario digno de la más erudita memorabilia, visto el resultado obtenido por medio de su todavía escueta discografía, resulta igual de efectiva que cualquier otra forma de ser enunciada dicha revelación. Una categoría compositiva, en el sentido más expansivo de la palabra, que si ya había quedado esbozada de manera muy notable en episodios precedentes, su actual referencia obliga a elevar todavía más el nivel de las alabanzas hasta situarlas en un estado digno de consideración extrema.

La juventud de este músico oriundo de Carolina del Norte, nacido en 1999, no es obstáculo para que, más allá de su carrera en solitario, su trayectoria se dibuje bajo trazos de remarcado talento, apoyados tanto en su participación en la banda Wednesay, donde desarrolla sus instintos más impetuosos a lomos de una formación de ruidismo indie, como en selectas colaboraciones, ligando su nombre a las no menos elogiables características representadas por Waxahatchee. Vértices de un mapa que configuran una clara afiliación a los sonidos de raíces tradicionales que sin embargo crecen embriagadas también por formulaciones de herencia más contemporánea. Cualidades que en su cuarto disco se citan de una forma tan admirable y emocionante que no hacen sino elevar la firma de su autor hasta un estrato de muy complicado acceso, por supuesto casi inexpugnable para neófitos en la materia pero igualmente dificultoso de cara a ser conquistado por voces veteranas y versadas en el arte de estampar las rutas norteamericanas en un pentagrama. 

Un perfeccionamiento en la labor compositiva que no solo compete al ámbito estrictamente musical, su lírica, siempre espolvoreada con un caótico sentido del humor plagado de referencias a la cultura popular, también aparece en este trabajo mucho más pulida y cincelada en aras de un profundo retrato sociológico del habitante medio estadounidense. Un catálogo de personajes que dirime su existencia entre una tóxica masculinidad, encubierta bajo una costra de arrebatos violentos y ensoñaciones bíblicas, que a duras penas mantiene el equilibro a lo largo del día a día cotidiano. Bajo un decorado donde conviven las referencias a Dylan, el McDonald's o a ese esteta capaz de danzar con la pelota en gravedad cero llamado Michael Jordan, su desasosegante tratado de individuos siempre salpicados por la llamada del abismo es un buen reflejo de todos aquellos maestros a la hora de convertir sus canciones en un ecosistema de envergadura literaria, llámense Warren Zevon, Randy Newman, Mark Kozelek o Craig Finn, fidedignos representantes de ese universo de voces anónimas en constante batalla contra el peso de su propio destino. 

Una recreación de ese espacio mundano siempre al filo de la detonación perfectamente atrapada en la simbología recogida en uno de los versos del tema homónimo, donde sitúa al protagonista manejando fuegos artificiales alrededor de una pira. Todo ello narrado bajo un aspecto de rasgada letanía que se moldea entre ese folk y country descrito a través de un linaje al que se incorporan desde Waylon Jennings a Bonnie Prince Billy. Una misma raza de historias interpretadas por desvalidos personajes que en “Rip Torn” parecen volcar sus heridas por medio de un sonido de violín que logra una punzada melancólica especialmente profunda. Estocada que en “You Don't Know The Shape I'm In” se aleja de los instrumentos de madera para convertir a esos diminutos magos llamados pedales, herramientas utilizadas en forma y fondo por bandas como Sparklehorse, en el ulular de un fantasma que remite a moteles baratos, aguardiente destilado en el infierno y sábanas manchadas de corrosivos sueños. 

Connotaciones eléctricas que tomarán aposento de una manera más evidente, y a la postre decisiva a lo largo del álbum, en el crepitar de las guitarras que comandan “On My Knees”, un estremecedor tañer de las seis cuerdas que abre el telón para que aparezca uno de los refrentes ineludibles en el resultado global del álbum, Neil Young. Una sombra, la del canadiense, que lejos de ser esporádica impregna buena parte del minutaje, dejando rastro especialmente visible en el empaque de “Rudolph”, un tema por el que también se hace sentir otra de esas sombras de trágica belleza que lleva por nombre Jason Molina, quien inunda una “Wristwatch” que es todo un alarde de cómo transformar la aparente fragilidad en un robusto y majestuoso bloque sonoro. Fortaleza que igualmente consigue exhibir el medio tiempo “Joker Lips”, donde su errático discurrir, en paralelo al de unos Silver Jews, sabe condensar con maestría ese dramatismo incapaz de ser sofocado por ningún tesoro material y que siempre está presto a recordarnos que la verdadera soledad es la falta de un refugio humano.  

MJ Lenderman consigue con este excepcional disco una intachable pirueta a la hora de observar la tradición del gótico sureño desde un punto de vista codificado por los elementos que definen su propia época. Una balanza estabilizada con la aparente facilidad que caracteriza a quienes solo pueden ser catalogados como genios en cuanto a entender que el carácter atemporal del rock no es tanto una suma de clichés, por muy diestra que sea su ejecución, como un idioma que ser conjugado desde perspectivas particulares. Una ecuación que se resuelve de manera tensa y trágica pero también bajo la caustica comicidad sobre la que se sostiene hasta el tropiezo más trascendente. Nueve canciones que nos miran a los ojos con el fin de despojarnos de esos disfraces inventados para distraernos de todo aquello que verdaderamente queremos ser, porque asumir que quizás nunca podamos alcanzarlo resultaría inaguantable, casi tanto como renunciar a intentarlo.