The Felice Brothers: “Valley of Abandoned Songs”


Por: Kepa Arbizu 

La interrogante que Silvio Rodríguez deslizaba en uno de sus temas acerca del destino que les esperaba a aquellas palabras que no se quedaron, parece encontrar una respuesta, a medio camino entre lo simbólico y lo tangible, en el nuevo álbum de The Felice Brothers, que consigue ubicar en el mapa artístico ese valle al que se dirigen las canciones perdidas, o por lo menos aquellas escritas por las manos de estos dos hermanos y que fueron escondidas, que no extraviadas, por no ser consideradas aptas para acompañar al repertorio escogido para sus dos trabajos anteriores. Una exclusión que por lo visto no fue una condena perpetua sino una prórroga a la espera de encontrar su momento adecuado, consideración conquistado en buena parte gracias a la intercesión de otro estilista de los sonidos de raíces como es Conor Oberst, quien al conocer aquellas exiliadas piezas no sólo alentó a la banda para que las insuflara vida definitiva, en forma de publicación, sino que añadió a la persuasión la categórica decisión de crear su propio sello discográfico, Million Stars, para ejercer de alfombra roja extendida para ser atravesada por dichas composiciones. 

Las inevitables y comprensibles suspicacias que siempre surgen sobre la calidad de un trabajo integrado por un material descartado en su momento, todavía se agudiza más cuando, como sucede en esta ocasión, resulta difícil creer que el paso del tiempo haya podido ejercer cualquier tipo de poder regenerador de manera tan inmediata sobre él. Frente a esas conjeturas, y admitiendo que sólo podrán ser resueltas de forma taxativa por el resultado definitivo que arroje el examen de calidad, conocer alguna de las motivaciones por las que han sido arrinconadas hasta el día de hoy puede servir para serenar ciertas reticencias, porque no es su naturaleza musical la que entorpeció su destino, sino principalmente ser el hogar de todo un muestrario de personajes pintorescos difíciles de hacerles partícipes de una historia global. Y paradójicamente es precisamente ese desarraigo con su entorno el que les otorga el necesario lazo sanguíneo común que les permite convertirse en protagonistas de este disco.

Tal y como queda representado en el dibujo "naive" que ilustra la portada del trabajo, las canciones, y sus actores, se desprenden de sus mortajas para coreografiar una danza desprejuiciada mientras desalojan sus tumbas. Un salto a la vida -artística- de este amplio retrato de extraviados perfiles que lejos de ser oficiado por un verbo afligido o doliente avanza con la aceptación, y por momento orgullo, de ser habitantes de los márgenes, una actitud que convierte al oyente en un observador desprovisto de cualquier ánimo condescendiente sobre ellos. Un escenario, que transita entre lo evocador y lo fantasmagórico, especialmente apto para encontrar su perfecta banda sonora en la forma musical de una banda que siempre ha escenificado su folk-rock bajo un particular y exquisito halo de inquietante belleza.

Si bien es cierto que el contenido de este disco se expresa con una evidente heterogeneidad, consecuencia directa de la naturaleza de estas composiciones, no lo es menos que la banda ostenta una identidad lo suficientemente arraigada como para evitar que el resultado global se presente de manera deslavazado o inconsistente. Tatuado en el ADN de la formación un aspecto sonoro algo desaliñado y exento de cualquier fatua afectación, dichos elementos todavía son más -pretendidamente- evidentes cuando están hechos con la intención de servir como abrigo a todo un crisol de almas errantes que se mueven por pocos recomendables localizaciones o eligen llorar sus penas mientras observan esa cara de las ciudades que no está llamada a ilustrar los catálogos de viajes. 

Señalar la influencia que ejerce sobre la banda, incluso si nos atenemos a la compartida languidez en su registro vocal, la figura de Bob Dylan no significa en absoluto que su sombra deba eclipsar aptitudes propias ni a un repertorio que se desliza por otros muchos vericuetos. Pero no pensar en el de Duluth -a través de sus diversas encarnaciones- en varios momentos sería negar parte del latido a dichas canciones. Pulsiones especialmente visibles en “Crime Scene Queen”, cuna también de la hondura de los Avett Brothers, y que despliega una turbia fotografía de ese fugaz enamoramiento causado por la cantante que pisa el escenario de uno de esos clubs donde el sitio y la hora nunca es la correcta, o el blues de aire cabaretero en “Raccoon, Rooster and Crow”, que esconde un intrigante cuento infantil. Secuencias nocturnas y patibularias que se extienden, al son del ánimo beodo de los Pogues, en piezas como ”Let Me Ride Away With The Horsemen” o “It's Midnight And The Doves Are In Tears”, que identifica esa siempre inconclusa huida cuando se trata de escapar de los propios fantasmas, e incluso, a pesar de su textura liviana y amateur, en “Younger As The Days Go By”, que se sirve precisamente de esos atributos para destapar su persuasión.

La presencia del piano como instrumento rector en “New York By Moonlight” no sólo facilita que su ambiente se vuelva más urbanita y se deposite bajo un acento crooner, sino que al mismo tiempo entable un diálogo con el icónico tema de Frank Sinatra, al que enmienda su épica dedicatoria a la "Gran Manzana" dibujando aquellos rincones que esquivan sus lustrosas luces. Pulsación de teclas que originan una bella e intimista “Stranger's Arms” como propiciarán concederle a “Black Is My True Love's Hair” una cadencia de honky tonk. Aires campestres que se dirigen hacia el folk clásico y sobrio, de nombres como Townes Van Zandt o Gram Parsons, para convertirse en el lenguaje principal de "Birdies" o que hacen de “To Be A Papa” un elegante medio tiempo a lo Wilco que finiquita el álbum iluminando esa complicidad capaz de surgir y de transformar hasta el paraje más desalentador.

Mientras que el famoso poema de Calderón de la Barca revelaba que siempre hay alguien dispuesto a recoger las sobras de aquel que considera estar alimentándose de lo que nadie quiere, The Felice Brothers se convierten en recolectores de sus propios descartes para dar forma a un disco que, más allá de su muy notable resultado final, escenifica bajo ese aspecto desaliñado que adopta el trabajo todo un ecosistema que se nutre de su propia pertenencia a los márgenes. Al igual que el origen, en principio, desclasado de estas composiciones, los residentes que moran en ellas son recompensados con un protagonismo que nunca antes habían soñado obtener, convirtiéndose de esta manera en el vehículo imprescindible para, al contrario de lo que marca su existencia, enarbolar uno de los sentimientos más nobles existentes: la belleza, aunque ésta germine en esos lugares donde nadie la supo encontrar antes.