“Música sin fronteras” en las Noches del Botánico. Salif Keïta y Santiago Auserón (y la Academia Nocturna)


Noches del Botánico, Madrid. Sábado, 6 de julio del 2024.

Texto: Guillermo García Domingo.
Fotografías: Marián Bujanda Bravo.

Las reuniones que genera la organización de Las Noches del Botánico en Madrid son estimulantes. Esta oferta musical por duplicado se ha consolidado en la noche estival de la capital, aunque hay personas que incomprensiblemente desdeñan al primero que interviene. El escenario y el sonido funcionan a las mil maravillas, rodeados de un entorno vegetal imprevisto. El atardecer del sábado en la ciudad complutense estuvo reservado a Salif Keïta y Santiago Auserón. Ambos atesoran una sabiduría bebe de fuentes que se remontan a mucho tiempo antes de que sus respectivas carreras comenzaran hace varias décadas. Sus propuestas musicales echan raíces en la música africana, afrocaribeña, norteamericana y mediterránea. Un vasto continente inasible cuyo territorio no coincide con el de las fronteras políticas. Si la música hace caso omiso de las fronteras, ¿por qué resulta imposible la asunción de las inevitables migraciones de las personas? Keïta es de Malí, donde, en el norte del país, se ha desencadenado una terrible guerra (que enfrenta a las tropas del gobierno contra yihadistas y rebeldes tuareg) de la que huyen miles de malienses. El 60 % de los inmigrantes que han llegado este año a nuestro país por la ruta de las Islas Canarias provienen de este país de África Occidental. ¿Por qué no se respeta su derecho de asilo en Europa?

Hace más de 15 años fuimos testigos del concierto que Amadou y Mariam, la pareja de músicos invidentes del mismo país de Kheïta, ofrecieron bajo un intenso aguacero en el embalse de Lanuza durante el Festival Pirineos Sur. El concierto de anoche protagonizado por Kheïta despertó el recuerdo de aquella memorable velada en Huesca. El cantante albino ha reunido a un elenco de músicos que podrían ser sus nietos. Con la ayuda de sus respectivos instrumentos, entre los que no faltaban el djembé y la kora (una suerte de laúd y arpa, al mismo tiempo, común en África), estos proyectaban oleadas arrebatadoras de sonido que zarandeaban al público. La voz de Keïta resonaba igual de juvenil, con una potencia sin merma aparente. No obstante, se tomó períodos de descanso para dejar el protagonismo a sus dos fabulosas coristas. El teclista, el guitarrista y el percusionista sucesivamente demostraron su talento cuando tuvieron ocasión de hacerlo. Los escarceos electrónicos que últimamente ha intentado Keïta fueron discretos. La expansión de la banda traía reminiscencias de Les Ambassadeurs Internationaux, el grupo con el que Keïta empezó su andadura en varios locales de Bamako.

Uno de los momentos más felices aconteció a propósito de la interpretación de “Moussolou”, la canción que resultaba familiar a quienes descubrimos el bello cortometraje de Javier Fesser, “Binta y la gran idea”. Al final de la comparecencia de la banda de Kheita ocurrió otro momento digno de reseñar. Casi una decena de espectadores fueron invitados a subir al escenario a bailar al ritmo de la música. La libertad de sus movimientos transmitía una felicidad desprejuiciada, fruto de la improvisación. El enfurruñamiento generalizado que se ha posado últimamente como una nube negra sobre nuestra sociedad se disipó por un bendito momento. 

Sería coincidencia, pero una brisa fresca también se llevó a continuación la canícula sofocante que se había adueñado de la tarde. Esta favorable circunstancia fue aprovechada por Santiago Auserón y su Academia Nocturna. Si tu intención es abordar un viaje musical perpetuo como el que Santiago Auserón emprendió después de la disolución de Radio Futura, es decisivo encontrar a los compañeros de viaje adecuados. Los que disfrutamos de este segundo concierto fuimos unos elegidos, miembros sin saberlo de la secta pitagórica. La escuela filosófica pitagórica reconoció la relación entre la música y los patrones matemáticos de la naturaleza. Nuestro maestro no es otro Santiago Auserón, quien recientemente ha dejado descansar en el baúl a su heterónimo Juan Perro, que le sirvió para irse desapegando de Radio Futura, aunque no del todo, a tenor de las canciones que sonaron al final de su concierto madrileño. En deuda con Pitágoras se sentía Platón, fundador de la Academia, a la que homenajea Auserón, doctor en Filosofía, al bautizar a su banda como La Academia nocturna, en la que enseña fuera de hora “hasta el candil de la aurora”. 

La ausencia irremediable de Joan Vinyals ha sido cubierta por el profesor Vicenç Solsona a la guitarra, miembro de un sexteto catalán (y valenciano), compuesto por David Pastor y Gabriel Amargant domeñando el viento, Isaac Coll y Pere Foved sosteniendo el timón rítmico con su bajo y su batería respectivamente, que sigue el juego a Auserón, quien demostró una brillante elocuencia antes y durante las canciones que interpretó. Sería un craso error considerarles discípulos del filósofo, pues demostraron una maestría a la altura del cantante maño. Las aguas en las que fondearon pertenecían al Golfo de México, unas veces poniendo rumbo a Louisiana, allá por la desembocadura del Mississippi, y en otras ocasiones hacia la isla de Cuba, dependiendo de la canción seleccionada. Sones, sobre todo, de “Libertad” (su disco más reciente, de 2022) y de otros trabajos previos de Juan Perro. Los presentes nos mirábamos sin creerlo, de lo que bien que llegaba hasta nuestro sitio la propuesta de Auserón y los suyos. El silencio con el que el respetable escuchaba las canciones no denotaba indiferencia sino reverencia ante las canciones que sonaban como el agua que brota de un manantial. Puedo asegurar que he asistido a muchos recitales en este lugar. Ninguno ha llamado a la puerta de mis oídos con tanta delicadeza, con menos trabas.  

Hay momentos que por sí solos justifican un concierto. La misteriosa aparición de “La estatua del jardín botánico” (1982) nos cogió desprevenidos. Después de las canciones de verbena de “Semilla negra” y “El canto del gallo”, nadie esperaba que Santiago Auserón nos condujera “a la penumbra de un jardín tan extraño”. Envolvió a la estatua con una gasa, sostenida por los acordes contenidos de las dos guitarras, que al moverse producía la impresión de que la estatua cobraba vida. Si cerrabas los ojos podías ver a los peces nadar en el fondo del estanque. Nos dejó sin aliento, porque mientras duró el rapto no podíamos ni respirar. El aplauso posterior resultó atronador, tan exigente que le obligó a interpretar otra canción fuera de plazo. Con el blues de “La ley del camino” se despidió de momento, porque el camino sigue, la curiosidad de Auserón sigue sin estar satisfecha, quién sabe cuándo se detendrá. Ojalá la Academia Nocturna permanezca abierta tantos siglos como la ateniense, ocho siglos está bien.