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Richard Thompson: "Ship To Shore"


Por: Kepa Arbizu.

Un eficaz antídoto contra el oscurantismo mediático que conlleva para tantos proyectos el copioso desembarco de novedades semanales es la de pertenecer a esa casta de ilustres autores que la sola presentación de su nombre ya genera un movimiento automático de los focos en busca de su figura. Un status constantemente denegado, por lo menos en nuestras fronteras, a un Richard Thompson al que parece no bastarle haber sido pieza esencial en la historia del folk-rock con su banda Fairport Convention o junto a su ex mujer, Linda; poseer un sobresaliente talento con las seis cuerdas o ser dueño de una escritura especialmente destacable para formar parte de esa nómina de  indispensables. Ni incluso una biografía, apilada sobre todo entorno a su juventud, aderezada por episodios que harían las delicias de los adoradores de las vidas en continuo conflicto, ha evitado que su firma estampada en su recién estrenado disco, "Ship To Shore", haya sucumbido e nuevo al anonimato impulsado por esa constante y multitudinaria regeneración de propuestas dispuestas a obtener la gracia de ser escuchadas.

Ataviado en la portada de este álbum con una indumentaria que le ofrece un aspecto de afable morador de los mares, sustituyendo su habitual gorra de sheriff ácrata por una prenda para cubrir su cabeza más acorde, sin embargo hay un rasgo profundo y seco en su gesto que esconde el verdadero ánimo de un repertorio que se maneja en aguas turbulentas. Asumiendo la continuación, en cuanto a su simbología fluvial, del anterior trabajo, "13 Rivers", sin embargo, más allá de la metáfora acuática, la identidad de este trabajo escoge un caudal que se dibuja bajo un recorrido encrespado y revuelto que significa el propio flujo sanguíneo que bombea un corazón de latido desacompasado y herido. Lo que podría pasar por un espinado diario romántico, ya que episodios sobre tal aspecto no le faltan, en realidad es el reflejo de unos ojos que han acumulado experiencias propias y ajenas a las que se hace difícil buscar un final feliz. Una sucesión de relatos encapsulados en su propia representación sonora que son expresados con la inmediatez y la urgencia, delimitada siempre por la pulcritud lírica característica en el compositor, que demanda el sentimiento brotado; y ya se sabe que uno siempre tiende a agazaparse entre la escritura para derramar lágrimas y unos cuantos gritos de rabia, incluso cuando no se trata de un ejercicio autobiográfico.

El incontable número de referencias, y eso si nos detenemos sólo frente a su trayectoria en solitario, que ha ido acumulando con los años, que ya han cumplido tres cuartos de siglo, el británico, además de ser la prueba irrefutable de no haber claudicado nunca a una continua reformulación muy lejos del estancamiento de otros veteranos, le permite tener guardadas en su currículum tantas facetas musicales como al mismo tiempo la capacidad para adaptarlas a una fascinante y reconocible identidad, que atañe tanto a su interpretación vocal como a una prestigiosa y particular manera de pulsar las cuerdas de su guitarra. De ahí que encontrarnos con un álbum de versatilidad formal resulte algo relativamente habitual, como lo es igualmente que esté atravesado por un latido común, en esta ocasión un acento primitivo que realza la enunciación de unos estados de ánimo dispares aunque con una vocación común trágica.

Introducirse en el disco con “Freeze” supone deslizarnos por esa misma madriguera que significaba la entrada a un mundo mágico, pero reflejo acertado de la realidad, por parte de Alicia, referencias nada veladas a la obra de Lewis Carroll que estructuran un primer tema que ya desde su sentencioso arranque, clavado sobre los lapidarios versos “Otro día sin un sueño, sin esperanza, sin un plan”, nos sitúa frente a una poética desesperanzada. Con paso tribal y acervo irlandés, escenificado con una todavía imponente voz de robusto ánimo trovadoresco, avanza una canción que desde su incertidumbre nos conminan a cambiar el relato de nuestra existencia situándonos ante la crucial interrogante: “¿Cómo puedes saber si estás vivo si nunca has luchado con la bestia?. Un subterfugio para intentar alterar nuestro desdichado sino que en realidad no tendrá mucha más presencia a lo largo de un repertorio que sin embargo sí deja espacio a piezas escalofriantes como “The Fear Never Leaves You”, una confesión, desarrollada sobre una cadencia funk e intimista a partes iguales, respecto a los rastros imborrables de la guerra que por desgracia podría tener muchos adjudicatarios, helando la sangre al escuchar entonar esa preferencia por no dormir jamás si el resultado es la aparición de todos esas pesadillas bélicas.. Un espacio para la perturbación que se extiende bajo la truculenta simbología caníbal de "The Old Pack Mule", refugio para ese identificativo sonido de guitarra que circula desde el inquieto palpitar a un desenlace de carácter melódico y pegadizo. Y es que cuando el hambre y la miseria se encaraman a nuestra rutina la humanidad pierde su rumbo, consecuencia directa del ensangrentado escenario al que nos remite "Life's A Bloody Show", donde las apariencias y los fastos son solo el ritual escénico de una dialéctica de la explotación envuelta en un melancólico medio tiempo.

Los lamentos exhalados a través de este álbum no sólo tienen su origen en aquellas fuerzas externas que sitian nuestro día a día, sino que son aquellas pasiones más íntimas las que también son mostradas por el compositor suspendidas en un suelo inestable e incierto. Un concepto que encuentra su lógica traslación a un entorno musical de afligido romanticismo que engalana una "The Day That I Give In", que recoge la perseverancia, probablemente fútil, en ese anhelo pasional, o señalando al paso del tiempo como única cura  contra ese dolor que parece llamado a ser eterno pero que como todos los demás acabará devorado por el olvido, tal y como traslada “What's Left To Lose”. Disertaciones que rechazan por completo la ambigüedad para declamar toda una enmienda a la totalidad al hecho romántico en “Trust”, representado por un ritmo jadeante que expone la constante huida de una tensión que no acaba nunca de despuntar, o presentando a la protagonista de “Singapore Sadie” como una de aquellas figuras femeninas que encarnan un fuego capaz de iluminar o cegar, pieza encomendada a los majestuosos trazos clásicos de Fairpot Convention. Trasiego afectivo  al que es invitada una musculatura instrumental roquera que ya tinta una “Maybe” de elegante agitación en su oda al amor platónico y se despliega en una desatada "Turnstile Casanova", que ejerce su intensidad por medio del boogie y el country como simbología de la incertidumbre pasional. 

No se trata de una boutade ni de un intento por epatar señalar que la trayectoria de Richard Thompson está capacitada para competir de igual a igual con la de cualquiera de los ilustres nombres que habitan ya el imaginario popular. Y no se trata sólo de cuantificar una dilatadísima trayectoria sin ningún paréntesis en su producción, sino la propia calidad que se acumula en unos trabajos que hasta el día de hoy no han cejado de ofrecer un excelente resultado, sin necesidad de recurrir a la nostalgia ni a panegíricos sobre su persona. En ese sobresaliente historial su actual trabajo se desmarca otra vez como un subyugante repertorio que retumba con sonido ancestral y es enunciado por una voz de honda naturaleza que desempeña el papel de conciencia emocional. Un paisaje de elegante crudeza protagonizado por el desasosiego humano, ya sea el que se cierne a su alrededor como el que suspira entre la intimidad de la alcoba.