Víctor Sánchez: “A la derecha del padre”


Por: Kepa Arbizu.

El rock and roll, pese a su categorización como un lenguaje creativo insolente y llamado a derribar normas y costumbres impuestas, también cuenta con su propia ceremonia litúrgica; una agnóstica e iconoclasta pero igualmente alimentada de imágenes sagradas; escribanos que inmortalizaron sobre papel avistamiento de milagros sonoros y hasta Mesías a los que acompaña una fiel grey que no duda a veces en combatir los actos impíos. Dentro de ese santoral constituido entre nuestras fronteras, una de las estampas que más -merecida- veneración recoge es la de José Ignacio Lapido, meritorio haz iluminador en el que no se puede obviar la presencia de aquellos que ejercen como sus apóstoles instrumentales. Uno de ellos, el siempre situado a su diestra en cada aparición pública sobre el escenario, es Víctor Sánchez, capacitado para que su guitarra declame versículos de amor fraternal o se revuelva furiosa pidiendo el desalojo de los mercaderes del templo. Una localización geográfica sobre las tablas que haciendo caso a las sagradas escrituras simboliza su propia e identificativa valía, un talento refrendado por algo mucho más importante que la letra bíblica, una deidad de contrastada y sobrada corporeidad que se llaman canciones, como aquellas que integran su nuevo disco, “A la derecha del padre”. 

Los ocho años que han pasado desde su trabajo anterior, “Sacromonte”, no hacen sino ratificar que su carrera en solitario, que cumple con éste su tercer episodio, brota de manera excepcional cuando es requerida por las pulsiones inspiracionales o al albur de la más mundana, pero imprescindible, providencia. Un espacio de tiempo dilatado pero recompensando con un álbum que nos revela al granadino especialmente entonado en todos los aspectos que confluyen en la composición. Porque si es habitual verle cómo otorga el don de la palabra, y por lo tanto de las emociones, a sus seis cuerdas a través de idiomas diversos, su vocabulario parece ensancharse todavía más y su tañer se convierte en una herramienta políglota y de dicción impecable. Una agilidad que del mismo modo asume su forma de cantar, más liberada que nunca y sobre todo sintiéndose cómoda en cada una de las tesituras y los escenarios proporcionados por cada una de las canciones, que pese al florido ramillete de sonoridades que recopilan, consiguen agruparse entorno a un clima distintivo que mantiene su temperatura alrededor de un cálido ecosistema, consecuencia no tanto de un ánimo anestesiado sino de ese estadio de calmado abatimiento consecuencia del paso de una dolorosa comitiva. 

Porque tan arriesgado como adjudicarle a este álbum la siempre grandilocuente etiqueta de conceptual, lo es no ser permeable el homogéneo acento que se hace común a lo largo del repertorio y que, si de señalar un elemento vertebrador se trata, la escucha del tema inaugural, “Realidad”, parece servir de explícito telegrama. La acústica y luminosa introducción de soleados arpegios tan identificativos de George Harrison sirve como optimista amanecer de un tema al que la comparecencia de las malas noticias, codificadas tal y como demandan los tiempos actuales en forma de tintineo que arroja el teléfono móvil, dan paso a un power pop de corte psicodélico, en sus repuntes no lejano a los envites de Paul Collins, que pone música a ese aguijón en forma de catástrofe sentimental que es causa de desaliento pero también propiciatoria para la producción artística.  

Y es que las dolorosas despedidas o los desencuentros románticos, pese a intentar ser siempre esquivados, nunca se logra permanecer inmune a ellos, una ley natural avalada por “Todo el mundo sabe”, asunción del inevitable dislate humano que no hay mejor manera de afrontar que con una banda sonora que congregue a Tom Petty y Lapido, que en cierto modo extenderá su don de la ubicuidad a lo largo del álbum, en la misma ecuación. Ambas apariciones resultarán recurrentes, como lo es igualmente el rock de melancólica armonía y elástica cadencia, encomendado al espíritu sentimental de Jackson Browne o John Mellencamp, que hace de “Malas lenguas” un increscendo con destino a una apoteosis instrumental que también posará su energía en el melódico estribillo de “Ni un minutos más”, con el ánima de Wallflowers o Quique González merodeando en paralelo a esa tensa espera por conocer si serán saciadas nuestras expectativas pasionales. Arquitectura musical de raíz americana que en “Lo vi tan claro” moldea sus fronteras entorno a un paso flexible y pegadizo que entre gruñidos de guitarra y redoble de batería dirige su sorprendente y extraordinario rumbo hacia un escenario que incluso parece estar confeccionado bajo soniquete flamenco. 

El cese absoluto de la electricidad en ciertas piezas, más allá de una alteración en el formato sonoro en busca de oxigenar y colorear el hábitat en el que se desarrolla el disco, significa también un cambio anímico en la voz narradora, sometiendo al ajetreo emocional a un paréntesis dictado por folk bucólico y por momentos místico de CRAG o Bert Jansch, probablemente el elemento más diferenciador y novedosos de este trabajo. Un ámbito del que dejarán constancia dos delicatesen como “Pequeña canción” o “Ruiseñor temperad”, las cuales profesan una vocación de interludio que dirige su mirada con ánimo contemplativo hacia la propia existencia del medio ambiente, convertido por su innata condición paisajística en el ansiolítico más eficaz, y por supuesto, natural. Manejo del trazo costumbrista que si en ambas composiciones mencionadas se filtra a través de aquello que queda fuera de las ventanas, “Sábado en Chueca” enaltece el discurrir cotidiano brotado entre cuatro paredes para convertirla en una casi epopéyica instantánea, manejo que recuerda a uno de los maestros en esta lides como es Chencho Fernández, que sublima el noble arte de no hacer nada durante una perezosa jornada en todo un ejemplo de trascendencia. 

“A la derecha del padre” respira como un disco de ritmos elegantes, relajados e incluso luminosos, pero al mismo tiempo late en su verbo el recuerdo lloroso de aquel momento en que todo se quebró. El granadino no suelta la brújula que le sitúa por afiliación natural en el rock americano, pero su ya desatada condición de contador de canciones le induce a necesitar una mayor diversidad de registros con que dar cobijo a esas historias. Cualidades que hacen de este trabajo la confirmación de lo ya atisbado con claridad en pretéritas incursiones, y es que en ese altar de ilustres compositores decididamente hay que prender una vela que lleve el nombre de Víctor Sánchez.