En una época en la que la música se resuelve con los plug-ins adecuados, manejados por alguien con capacidad para memorizar los patrones más usuales de escalas y armonías y saber qué botón los dispara, en la que, por consiguiente, los artistas son solistas, con cierta disposición a que la tecnología enmascare ciertas deficiencias, y se promocionan en Tik Tok, resulta sorprendente que se sigan diseñando estrategias que recuerdan más al "modus operandi" habitual de cuando la música era analógica. ¿Y a qué viene esto?
The Last Dinner Party es una banda compuesta por cinco mujeres que se han convertido de la noche a la mañana en el "hype" más notorio que la habilidosa industria musical británica ha sido capaz de fabricar en los últimos años, y del que por supuesto los medios escritos y visuales afines a dicha industria se han convertido en perfectos colaboradores. Y como otra cosa no, pero los británicos son expertos en manejar este tipo de "acontecimientos", lo llevan haciendo desde tiempos inmemoriales con mayor o menor fortuna, han detectado que existía un hueco dentro de los esquemas que la generación Z maneja en sus fobias y sus filias y sobre todo en aquellos componentes que habían crecido escuchando el indie de sus hermanos mayores. Demasiado sensibles para los desgarros del post punk, demasiado modernos para las canciones de tres acordes y estribillos alcohólicos y demasiado cultivados para el perreo del autotune. Las cinco componentes de la banda se han educado en el King's College y en la prestigiosa academia Guildhall School of Music and Drama. Lo de drama no es una cuestión baladí.
Y luego está la parte visual, que obviamente tiene su importancia, y que si en un principio era algo mucho más naif, con delantales y vestidos propios de una era más romántica pero más parecidos a las cocinas de un palacio que del palacio en sí. Eso también ha cambiado, o evolucionado si se quiere, a una estética que fluctúa entre la era victoriana ("Cumbres Borrascosas"), el glam más sofisticado y el vestuario de Crepúsculo, con ciertos matices de lo que allá por los ochenta, mucho antes de que ellas nacieran, se denominó nuevos románticos. Y no parece que comercios como Primark o H&M sean sus proveedores. En cualquier caso, The Last Dinner Party, o sea las chicas, ofrecen un aspecto de absoluta sofisticación que parece pensado o diseñado por auténticos profesionales del ramo. De esos que una compañía poderosa como Island Records es capaz de contratar para proporcionar un envoltorio elegante al producto que trata de vender. Una elegancia que por otra parte no desentona con el aspecto pulcro e intelectual de la música que trata de ofrecer, la música que cinco chicas cultas y estudiosas hacen y que le ha hecho apostar por ellas. Al fin y al cabo la música es el epicentro de todo esto... ¿O no?
Finalmente casi un año después de aquella inicial canción que las catapultó, se ha publicado "Prelude To Ecstasy", un título que refuerza aún más, si cabe, el calificativo de petulante utilizado por sus detractores y que, como era de esperar, fue directamente al número uno. ¿Objetivo cumplido? Para ahondar más en la sensaciones contrapuestas que las acompañan desde el principio, el disco lo abren con un instrumental adornado de arreglos clásicos y cinematográficos, que muy bien pudiera ser usado para abrir sus conciertos, y ratifica la sensación de dramático romanticismo que envuelve su música y que lo clarifican en el siguiente tema, "Burn Alive", cuando cantan: "No soy la chica que me propuse ser, déjame hacer de mi dolor una mercancía". Para colmo, y para dar más alas a los odiadores profesionales que se ocultan tras un teclado, se permiten el lujo de intercalar una pequeña oración, desarrollada con unos coro finales casi sacramentales, cantada por la teclista Aurora Nishevci en...albanés, su lengua materna por otra parte, añadiendo una dosis adicional de romanticismo victoriano incluso en el título de canciones como "Portrait Of A Dead Girl" y sus reivindicaciones más femeninas que feministas como cuando cantan "Deja que mis últimas palabras sean nuestro último baile", focalizando su reivindicación en una supuesta brecha de actitudes entre hombres y mujeres, o como cuando cantan “todo el veneno lo convierto en amor” en la más explícita "The Feminine Urge". Por supuesto que el larga duración, además, incluye todos y cada uno de los adelantos previamente publicados y está dotado de unos arreglos un tanto grandilocuentes "made in" James Ford pero contenidos y equilibrados a la vez, para rebajar el posible tono de pretenciosidad en el que en otras manos, más inexpertas, hubiera sido muy fácil caer.
Las reseñas del disco han sido, como era fácil de prever, abundantes y abarcan un amplio espectro de publicaciones, desde las generalistas y sorpresivas como el Financial Times, el dominical del The Times o The Guardian, las imprescindibles y colaboracionistas del New Musical Express o la Rolling Stone, hasta las más firmes defensoras del status quo moderno más recalcitrante como Pitchfork y sus sucedáneos nacionales como la española Rock de Lux. Y por supuesto son más abundantes las que no dudan en calificar el disco como uno de los más importantes publicados en los últimos años a pesar de las controversias desatadas, y por otra parte las más firmes defensoras del purismo indie que aunque reconocen que es un disco muy bien manufacturado, han sido incapaces, quizás con buen criterio, de eliminar los "si, pero" habituales ante un producto que puede que, por lo agotador de lo excesivo, parezca lo que no es, pero que por otra parte tiene el suficiente empaque como para que se asomen al vértigo de una equivocación histórica. Entiéndase que cuando se habla del producto se engloba al disco y a la banda. Seguramente, a estas últimas, las alabanzas que tipos como Garth Crooks, experto en futbol de la BBC, han vertido sobre ellas refuerzan su posición crítica.
Sea como sea, The Last Dinner Party, su estética visual, su lírica emocional (¿alguien se acuerda de Enya?), su forma de acomodar canciones que parecen la suma de más de una idea, su estilo un tanto ambicioso, y su más que aparente fiabilidad instrumental son, sin duda, controversias incluidas, la revelación del año. No es fácil aguantar la presión añadida a las acusaciones de producto prefabricado facturadas por puristas y odiadores profesionales, que desde luego pueden argumentarlas, y ese será su reto para los próximos tiempos. ¿Mucho ruido y pocas nueces? Bueno, aquí entraríamos a discutir cuántas se consideran pocas. No parece faltarles la convicción necesaria para afrontar ese reto y para asumir, con decoro y actitud, la pesada carga de la revitalización de un género, el indie, que parecía estar ahogándose en las olas producidas por las mareas de sus tiempos de esplendor.
“Creo que hay algo real en la autenticidad: hay que tener una historia ideal. Tiene que ser completamente independiente. La gente se confunde acerca de lo que implican los contratos discográficos y cómo funciona la industria musical” (Georgia Davies)