Texto: J.J. Caballero.
Fotografías: Manuel Torres.
La primera vez que escuchamos un tema de los Fuzztones en la radio, cuando aún era el medio más fiable para descubrir y aprender cuál era la música que nos gustaba de verdad, nadie nos habría dicho que casi cuarenta años después íbamos a tenerlos tocando justo en frente, al lado de casa y junto a otros y otras que, como nosotros, quedaron absorbidos por el sonido del garage rock que situaba a New York como la cuna de una escena que revolucionó clubes y entornos sociales en un momento mucho más propicio para el terremoto cultural que significó.
Todo empezó cuando un personaje de vida peligrosa y entregado a la causa de empuñar un mástil con seis cuerdas y ponerse a versionar con sus colegas a un puñado de bandas que guiaban sus pasos vitales, siempre impulsado por el espíritu transgresor y mirada gamberra tan necesarios para ser tenido en cuenta. Glen Dalpis, a sus actuales setenta y un años, nunca quiso dejar la música para que la música no lo dejara él, y por eso se inventó el alter ego de Rudi Protrudi con el que lleva más de media vida grabando y haciendo canciones aptas para incendiar cualquier local en la compañía de sucesivas formaciones y músicos que ha ido reclutando desde que antes de entrar en la esplendorosa década, aunque no para ellos, de los noventa, decidiera poner punto final a la primera y más prolífica etapa de la banda. Desde entonces, de manera intermitente pero con las agallas y la seguridad que a otros les faltaron, recuerda a quien quiera acercarse a sus dominios que él está dispuesto a continuar dando guerra y plantando cara a todo el que ose a poner en duda su liderazgo.
A los clásicos del garage atemporal no hay que explicarles el valor que tuvieron en su momento temazos como el salvaje “Romilar D” o “This sinister urge”, en los que combinan pedales fuzz (los responsables de su bautizo como grupo), desfases psicodélicos y energía primaria, que es la que impulsa barbaridades de recorrido irregular y eficacia probada. “Johnson in a headlock”, “Charlotte’s remains” y “Barking up the wrong tree”, escogidas entre la diseminada producción posterior, emergen como piezas salvajemente actuales, y “Ward 81” es presentada además como título del documental que está a punto de estrenarse, una cinta que por fin hará justicia a su leyenda subterránea. El discurso cómplice del líder se hace carne en la rotunda “Higway 69” mientras él, a lo suyo, aporta rasgueos y actitud entre solo y solo sin que la sombra de la decadencia parezca una amenaza real.
Antes del consabido medley con el que festejarse y festejar su plena vigencia, se recrean en una alargada y socarrona “Heathen set”, divagan lírica e instrumentalmente en la diabólica “Don’t speak ill of the dead”, invocando al mismo tiempo a los fantasmas de Jim Morrison y los Stooges, y resumen su estricnina sónica justamente en eso, en una “Strychnine” con la que vuelven a mirarse en el espejo de sus primos de sangre The Sonics. No en vano fueron la primera referencia del bueno de Rudi cuando decidió convertirse en el nuevo brujo del rock lisérgico. Desde luego, a este ritmo y tras lo sucedido en Córdoba, todo es aún posible en su aquelarre, más teniendo en cuenta que no le faltan discípulos entregados con los que prolongarlo hasta cuando haga falta. Son The Fuzztones, amigos y amigas, y esta es su ceremonia eterna.