Para muchos de sus seguidores puede que sea fácilmente comprensible la decisión que tomó hace cinco años Leo Mateos, alma mater y cabeza pensante de Nudozurdo desde el principio, cuando disolvió a la banda tras las últimas frustraciones y los escasos beneficios obtenidos en relación al esfuerzo empleado en la causa. Para otros, entenderlo después de escuchar la irrelevante aventura electro-dark del líder al frente de Acuario se antoja harto complicado. Máxime si escuchamos el disco firmado bajo su propio nombre y lo asimilamos como una continuación del proyecto original, apenas con destellos de distinción aunque, eso sí, ampliamente disfrutable. Ahora vuelve con parte de su banda anterior (el actual batería, Jorge Fuertes, formó parte de la segunda formación) y músicos que ya lo acompañaron en su álbum en solitario (Juanma López Cruz, guitarra solista) más otros de probada eficacia en grupos de cierto prestigio (los bajos y sintetizadores corren a cargo de Ojo, ex La Débil), para demostrar lo relativo de la importancia de su anterior disolución.
Nudozurdo entregan diez canciones que entroncan con su identidad, esquiva y distorsionada, y las inundan de contradicciones a base de narraciones crípticas, basadas a veces en leyendas locales moldeadas a imagen y semejanza del vocalista (“Crevillente / La industria del sueño”), con nombres como los de Beach House o My Bloody Valentine en la retaguardia y una actitud punk que revierte en un post punk, valga la redundancia, de actitud recia y espirales de locura controlada. La nueva encarnación de los madrileños los sitúa en una perspectiva de escepticismo, calidez y libertad que se expresa en proclamas a veces desesperanzadas, como las de “Angel genetics” y “La bruja”, abundando más en una mirada externa y ciertamente alejada de la autodestrucción de antaño. Es curioso cómo estas dos piezas sólo aparecen como extras en un siete pulgadas adicional, cuando la primera de ellas fue presentada como adelanto del disco.
Un recorrido sonoro que nos arrastra al primer indie rock, el que en los noventa giró la órbita de la música a nivel mundial, con un mínimo surtido de melodías cercanas al pop del que siempre quisieron alejarse, tal vez gracias a la mezcla del gran Paul Corkett –Placebo, The Cure o Nick Cave lo cuentan entre los créditos de algunos de sus discos- y a la orfebrería interna de las enormes “Soledad / Clarividencia” y “Elvira / Santuario combate”, donde se cuela la alargada sombra de PJ Harvey. Los títulos de doble dicción, a modo de paradoja o complemento, dan paso al otro gran hallazgo de este trabajo, “Bisontes albinos”, imponente en su estribillo insospechado. Tienden un hilo a su glorioso pasado, especialmente al antes y después que marcó el magistral “Sintética” (2008), con “Lo que ocultan las Arizónicas”, y emparentan la eterna intro de “La isla del diablo”, densa y macerada en la tradición noise, con la de la inolvidable “Mil espejos”. La inconcreción de unas letras personalísimas, casi angustiosas en la voz trémula de Mateos, nos sitúa al borde de un abismo conocido, íntimo y repleto de visiones de otros tiempos y lugares a los que aún no sabemos si queremos regresar. Poesía libre, de desencanto y sentimientos al borde del abismo, opresivos cuanto más explícitos, como los que habitan en la confesional “Carta a Nina” o “Cripto mundi”, un epílogo a medida de todo lo anterior, una canción de emoción indescriptible.
Dudaba antes de la necesidad o coherencia de este regreso, justo cuando olvidaba que si ha habido un grupo necesario en la trayectoria vital de tanta gente, incomprendida y rota en algún momento de su existencia, era justamente este. La vida se extiende por curvas y recodos inciertos, y sólo ellos saben enseñarnos cómo perdernos por ellos.