Richard Wayne Penniman no vino a este mundo para ser uno más, a él le asignaron la misión divina de ser Little Richard, algo que se tomó totalmente en serio. Primerísima figura del rock and roll, artista camaleónico y excesivo, precursor musical y estético de muchas figuras de talla mundial, hombre contradictorio y huracanado y a la vez un ser humano mundano repleto de inseguridades, miedos y necesitado de recibir el reconocimiento ajeno.
Marcado desde la infancia por el odio paterno, vivió una juventud triunfal, pisando con fuerza las tablas, mostrando su personal forma de cantar y moverse; compatibilizada con períodos de recogimiento vital en busca de la redención divina, pues le atormentaba una posible condenación eterna, los motivos de aquellos temores no eran menores para la época, tocar música demoníaca y unas tendencias sexuales que eran demasiado modernas para el pensamiento de la década de los cincuenta en su Georgia natal, más si cabe en una persona de color como él.
Según Elvis Presley, Little Richard era “el verdadero rey del Rock and Roll”, un título que no parece excesivo a tenor de lo que muestra el documental “I am Evertything”, dirigido por Lisa Cortés. Un recorrido de enorme magnitud por la vida de un creador único, multifacético, adelantado a su tiempo y atormentado hasta el extremo en cuyo cuerpo convivían dos vertientes contradictorias; el artista homosexual, sinuoso y juguetón que atacaba el rock como nadie, con permiso de su amada Sister Rosetta Tharpe, y el hombre terrenal temeroso de Dios que sentía pánico a arder en el infierno por sus actos.
Y es en ese particular cruce de caminos en el que reside gran parte de la grandeza de este documental, porque es el que permite acercarnos al mito, sentirnos cercanos a él, puesto que todos tenemos en nuestro interior elementos contradictorios que nos definen y con los que debemos lidiar a diario.
Little Richard padeció el maltrato en casa por su condición diferente, su padre era un pieza de mucho cuidado, capaz de ser sacerdote, regentar un club y vender whisky casero de contrabando, acabó asesinado en una reyerta por un amigo de la familia, al que por cierto su propio hijo agradeció públicamente que lo quitara de en medio.
Fue ninguneado socialmente por ser negro, ya que la moral bienpensante veía en los mensajes de canciones como “Tutti Frutti” una incitación a trasgredir la moral y un peligro, recordemos que sus conciertos eran los únicos que hacían que la población blanca y negra se juntaran en los mismos recintos, algo totalmente inusual para la época donde la segregación racial estaba normalizada.
Las compañías tampoco se quedaron atrás, trataron que el ya mencionado “Tutti Frutti” fuera cantado por músicos blancos, entre ellos Elvis, en algunas versiones sonrojantes que palidecen cómicamente ante el brillo y la naturalidad con que la interpretaba el bueno de Little Richard; más adelante tampoco dudaron en birlarle los derechos sobre unas composiciones que se vendían como churros, la eterna cantinela que persiguió y persigue a muchos músicos desde los comienzos de la industria.
El documental también deja claro que no todo fueron palos ajenos en las ruedas de su carrera, ya que en la misma hay parte de autosabotaje, abandonó la vida pública en su época de mayor apogeo para ordenarse sacerdote y facturó discos de góspel, pero la gente no prestaba la misma atención a aquellos temas, querían al Little Richard que movía las caderas y regalaba noches de gloria, repletas de proto-glam, rock and roll y falsetes imposibles. Tampoco faltó el habitual caldo de drogas variadas para acabar por enfangar el asunto del todo en determinados momentos de su trayectoria, otra tónica mas que habitual en la vida de demasiados artistas de élite.
Evidentemente no todo fueron sombras a lo largo de su carrera, ni mucho menos. Especialmente emocionante resulta ver las palabras que le dedican muchos de los miembros de su banda, quienes no sueltan ni media mala palabra del bueno de Little, pues muchos confiesan que cuando más feliz se le veía era al saber que su gente era realmente feliz.
De la misma forma que asusta, literalmente, ver la cantidad de artistas de toda índole que le profesan admiración, la nómina va de Tom Jones, The Beatles, con los que compartió escenario en Hamburgo, The Rolling Stones,-Mick Jagger confiesa que de él aprendió que se podía usar todo el escenario- David Bowie -fusiló algunas de sus ideas-, Prince… y un largo etcétera de nombres que vieron en su forma de actuar, en la calidad de sus canciones y en su estética una fuente inagotable de la que beber y saquear, a veces sin el más mínimo reparo, algo que no ha sido reconocido en su justa medida, algo que hubiera gustado a Little Richard, que no desaprovechaba oportunidades públicas llenas de comicidad para proclamarlo a los cuatros vientos cuando le era posible, pero que en las contadas ocasiones en que fue reconocido públicamente como la figura que era se derrumbaba presa de la emoción de quien en el fondo no era más que eso, un hombre que buscaba un reconocimiento como figura de primerísimo nivel.
Tras el visionado de “I am Everything” uno no puede evitar abandonar la sala con una sonrisa en los labios y una mayor admiración por el sin par Little Richard, él lo fue todo, sin más. Un precursor del rock and roll, mago sobre el escenario, provocador y un adelantado que rompió las viejas reglas raciales, dotando de visibilidad inicial al movimiento queer, tal y como se le reconoce a lo largo de todo el minutaje, y ante todo un fiel amigo de sus amigos.
Sus contradicciones, idas y venidas, no hacen sino engrandecer la figura de alguien que mostró en su esplendor todo lo que era, aunque en ese todo existieran elementos en eterna disputa, cuyo encaje condicionó su vida.
Little Richard, fue el rey sin corona durante demasiados años del rock and roll; un tipo libre al que seguro Dios habrá perdonado sus pecados; tras escucharle y saber de su vida, uno tiene claras dos cosas que son las que realmente importan: Era un genio y un buen tipo.