Por: Guillermo García Domingo
Nietzsche dedicó buena parte de su vida a pasear por senderos de montaña, apropiados para su salud siempre enfermiza. Últimamente algunos testigos aseguran que le han visto por los montes de Extremadura, donde el aire está menos emponzoñado. Señalaron incluso un lugar más preciso: lo vieron, o eso creyeron, en el Piornal. Si Elvis está vivo, no es descabellado pensar que Nietzsche (o al menos su espíritu disidente) tal vez se haya perdido por los lugares elevados donde se respira la verdadera libertad.
Si se hubieran acercado más se habrían dado cuenta de su error, ese personaje con el aspecto de un cabrero que se ha echado al monte para vivir por cuenta propia y en soledad no es Nietzsche. Es cierto que pertenece a la estirpe de Prometeo, como el filósofo alemán. Es el héroe maldito de la música española, se trata de Robe Iniesta. Y ha bajado de los altos páramos con un álbum debajo del brazo, al igual que lo hizo Zarathustra, el alter ego del filósofo en su libro más extraño e indeleble. Casi una hora de filosofía maldita (58 minutos), diez canciones que explotan como si fueran cargas de dinamita.
La senda en solitario de Robe ya ha dejado cuatro mojones, que sirven de orientación a quienes le seguimos, a distancia, no vaya a ser que se soliviante este bendito “cabrón”. Cuatro discos de estudio y un directo, “hechos íntegramente en Extremadura”.
Lo que diferencia este trabajo, publicado a mediados de diciembre (todo vale con tal de reventar la Navidad), de los demás es un vigor que arrasa todo lo que encuentra a su paso. Mirar a los ojos de este disco perjudica seriamente la salud. La antorcha que arde con el fuego robado a los dioses calcina nuestra visión.
El caudal de los anteriores discos se desviaba en meandros que provocaban que la corriente se remansara demasiado tiempo, y a veces, por qué no decirlo, se estancara. Pero desde “Mayéutica” (2021) las aguas bajan con un brío nuevo que nada ni nadie puede detener. La mayéutica socrática es el arte, la “tecné” de dar a luz. Robe ha alumbrado, no sin dolor, un monstruo. Además, por fortuna, se ha puesto en manos, desde hace varios años, de una banda castúa que entiende a la perfección al “daimon” divino que susurra al oído del carismático músico. David Lerman (bajo), Woody Amores (guitarra eléctrica), Alber Fuentes (batería), Carlitos Pérez (violín), Lorenzo González (segunda voz), Álvaro Rodríguez Barroso (piano, y es también, una vez más, el productor) se dieron cuenta de que el río venía crecido desde el anterior álbum, y han puesto a disposición de las composiciones torrenciales del extremeño una base rítmica muy consistente.
La vida asilvestrada depara muchos descubrimientos, Robe ha debido de probar el fruto tóxico de la filosofía, quién puede resistir la tentación, este “pharmakon” es demasiado dulce. La percepción de la propia vida y su escenario no vuelve a ser la misma. El iniciado regresa con un brillo en la mirada que ahuyenta a la turba “mochufa”, esas multitudes idiotas, fueron denominadas así por el escritor Santiago Lorenzo, que viven sin examinar su vida, que se vanaglorian de no saber ni pretenderlo.
La filosofía de la que reniega Robe en “Mierda de filosofía”, el segundo movimiento de “Mayéutica” es la filosofía marchita de la academia. La suya es la que fructifica y huele a miel entre los piornos, es la filosofía pendenciera, que no le aparta la mirada ni al sol. La herencia maldita, materialista, descreída y hedonista que fue silenciada por el empuje del cristianismo. Volver a lo primario, abrazar la vida, sin prestar atención a las cláusulas inasumibles que esta contiene, aunque mastiquemos tierra. En “Lo que aletea en nuestras cabezas”, su debut en solitario, hizo su primera aparición Nietzsche: “Nuestra característica será siempre carecer de temor ante nosotros mismo, no esperar nada infame de nosotros mismos, volar sin premeditación hacia donde nuestra propia naturaleza nos conduzca; ¡Nosotros, pájaros que hemos nacido libres! Donde quiera que vayamos, siempre estará a nuestro alrededor lo que es libre y la luz del sol”.
De bañarse desnudo al sol, el dios que arde sin dar respiro en su tierra extremeña, como también lo hace en Atenas, se les curtió la piel a Robe y a Diógenes, el cínico. Los cínicos (cuya etimología griega alude al modo de vida independiente de los perros sin dueño) han mordido a Robe y le han contagiado la rabia. Por eso todas y cada una de las canciones de este disco enseñan los dientes. En alguno de los temas, Robe ladra y en otra aúlla. Los cínicos eran conocidos por su defensa a ultranza de la satisfacción de los deseos naturales, muy afín a los animales, ajenos al pudor ante lo “explícito”, tal y como apostillan los algoritmos de Spotify o Amazon sobre el contenido de las canciones de Robe. La impudicia de los ingresos de estas plataformas y sus millonarios propietarios a costa de las mezquinas regalías que abonan a los músicos está “implícita”.
La poética de Iniesta no ha dejado de crecer desde la irrupción de “Lo que aletea en nuestras cabezas” donde sus canciones se consumían por el deseo insatisfecho. “Destrozares”, en cambio, se dejaba llevar por el pesimismo de Robe respecto al estado deplorable del mundo, maltratado por sus inconscientes habitantes, sobre los que se cernía una amenazante plaga, que asoló la Tierra en 2020. “Mayéutica” hizo la luz en la cabeza atormentada de Robe, la pasión del encuentro amoroso disipó las nubes y le hizo proclamar en “Coda feliz” que era un adicto distinto: “Ahora soy un adicto de ti, y del eco de tus pasos al llegar”.
La autarquía cínica es la aspiración primordial de las canciones de “Se nos lleva el aire”. El manifiesto a mil revoluciones de “Nada que perder”, no deja lugar a dudas: “No puedo perder nada/ Que vengo de la nada/ Y solo vivo provisionalmente”. La gravedad, la atracción nietzscheana y gravitatoria que ejerce la tierra, es lo que contrarresta la volatilidad que sufre el protagonista de “El hombre pájaro”, al que se le lleva el aire. Es uno de esos temas sinuosos a los que nos tiene acostumbrados el músico. La voz de aguardiente de Robe se pone al servicio de lo que la canción le exija. Este tema sirve para darse cuenta de que el violín va a desempeñar un papel muy importante en este álbum, no es un extravagante invitado, es un anfitrión de pleno derecho. Lo mismo pasa con el piano, o en su defecto, el órgano.
El hombre pájaro se deja llevar por no haber hecho caso a sus pulsiones, según proclama “Viajando por el interior”, que da comienzo con el aire silbando en las jarcias, una odisea a ninguna parte a través del firmamento, que es un mar invertido. Robe es un Ulises enloquecido y atado “con cadenas” al mástil del palo mayor de la canción. Los instrumentos suenan como truenos, y agitan las greñas de Robe, que se desgañita, víctima de la paranoia. Este tema te deja sin resuello. Y lo vamos a necesitar, porque hay que subirse en marcha al tren (la locomotora son las guitarras) de “Nada que perder”, en cuanto escuchamos la señal, que en este caso es la declaración inapelable de Robe: “volvería a mis adicciones si acaso fuese necesario”. El peor enemigo para el futuro artístico de un personaje tan carismático es la autocompasión, en la que el músico del Jerte no parece que vaya a incurrir.
“A la orilla del río”, nos permite reponer fuerzas, beber agua en el paisaje natural que evoca. El disco se empina hacia el quinto corte. Una expedición musical sin oxígeno de 9 minutos, que ya desde el primer verso nos anticipa lo que nos queda por delante: “demasiada droga solo (incluso) para mí”. Robe es humano, “demasiado humano”, apuntaría Nietzsche. Pero si el poeta de Extremadura fuera un semidiós, este tema sería considerado el decimotercer trabajo de Hércules. Aunque los magos jamás revelan sus trucos, el secreto de la ajustada métrica que demuestran las canciones de Robe tal vez consista en que trenza a la vez los dos hilos de la canción: letra y música no se disgregan en procesos sucesivos.
La anterior canción ha dejado un olor persistente a napalm en el aire encendido, (Hay algo en esta canción/ Que me atrapa/ Y es que deja en el aire un olor/ Como a napalm). Es fácil caer en la tentación de pensar que ahora ya solo queda descender. Nada más lejos de la realidad, las siguientes canciones se mantienen a una altura de vértigo. Es probable, incluso, que, debido a su duración más breve, sean temas más eficaces y contundentes, y que se ganen la vida mejor que “El poder del arte cuando salgan a la intemperie, lejos del estudio”.
“Haz que tiemble el suelo” cumple lo que promete su título, es un cataclismo. Propone un falso comienzo, el violín incita a que nos acerquemos y cuando lo hacemos, la canción nos agarra de la pechera y nos agita violentamente mientras nos escupe sus versos. “Puntos suspensivos” es la mejor expresión de la voz de Iniesta, que es “puro viento” enamorado. Los puentes tendidos hasta el estribillo son sólidas construcciones de ingeniería musical. Es la canción en la que mejor brilla la cohesión de su poderosa banda.
“Ininteligible”, con su propia idiosincrasia, es la segunda parte del manifiesto “Nada que perder”. Robe no se había quedado satisfecho, le quedaban cosas por decir. Aunque Robe no admite comparaciones, Leño adoptaría con gusto esta canción. “Adiós, cielo azul, llegó la tormenta” es la antagonista de “Puntos suspensivos”. Cuando el desengaño muerde, no hay nadie mejor que Robe para cantarlo y gritarlo.
La última canción, “Esto no está pasando” es una parodia procaz e imbatible, con la que no conviene equivocarse. Hay que tomársela muy en serio. Es una ola irreverente y rítmica que se llevará por delante a los asistentes que se encuentren en la pista durante la extensa gira que Robe y su banda, tienen previsto hacer en el territorio español.
El profeta de Extremadura ha regresado del monte como un “hombre nuevo”, sus seguidores ya lo saben y peregrinan para escuchar su incendiario sermón. Los lugares donde se presenten Robe y sus acólitos arderán durante varios días después del concierto. Estáis avisados.