Por: Kepa Arbizu
Hay en la propia naturaleza de la música popular un instinto por convertir a cada una de sus reencarnaciones en una enmienda a la totalidad respecto a lo representado por sus antecesores; arrancar de la pared las vetustas fotografías para decorarlas con los coloridos posters en los que lucir los ídolos recién llegados. Una constante regeneración de la que sólo consiguen salir indemnes aquellos nombres encumbrados por un paso del tiempo que les otorga el don de la inmortalidad en forma de papel como referentes atemporales. Sin embargo, existe un camino intermedio, mucho menos transitado, habitado por provectos -pero amateurs- representantes que logran incrustarse de manera inesperada en esa savia renovada, situación a la que hemos asistido con la aparición de Robert Finley, quien ostenta una larga hoja de servicios, no obstante su redacción comienza en 1954, digna de la más desconsolada canción de blues, donde la desdicha y la mala fortuna se alían para trabar su existencia.
Al igual que tantos coetáneos y predecesores, los primeros años de este músico, nacido en Bernice, Louisiana, se escriben bajo una pasión espoleada entre cánticos religiosos con los que tejer los primeros anhelos de triunfo, sueños que la realidad derribó con saña para señalar otros destinos de condición tan variable como representa su ingreso en el ejército durante la II Guerra Mundial u, observando la imposibilidad de activar con firmeza su carrera creativa, ejercer el artesanal trabajo de carpintero, dedicación interrumpida obligatoriamente por una ceguera. Dramática filigrana del azar que, paradójicamente, propició retomar una pulsión artística que si no hubiera sido por el interés mostrado por la Music Maker Relief Foundation, asociación sin ánimo de lucro dedicada precisamente a arropar vidas como la suya, parecía pronosticada a convertirlo en poco más que un talentoso músico callejero anónimo. Un cambio de rumbo, marcado por un arrollador disco debut (“Age Don't Mean a Thing,”) firmado a los 63 años, al que sin embargo todavía le faltaban algunas estrofas más por añadir a su particular blues vital, esta vez aliñada por el divorcio y pérdida de su hogar.
Un huracán prendido por aquel trabajo regado de soul sureño que llamó la atención especialmente al líder de The Black Keys, Dan Auerbach, quien ya ha demostrado su pasión por “desenterrar” viejas glorias, convirtiéndose hasta día de hoy no sólo en su mentor sino en elemento trascendental en la naturaleza compositiva del veterano autor, rol que vuelve a asumir en la elaboración de su más reciente álbum, “Black Bayou”. Un disco que, más allá de ponderar el llamativo organigrama formado a través de un extenso elenco de participantes, que para más singularidad su internación se ha registrado bajo una interpretación prácticamente basada en improvisadas primeras tomas sin necesidad de ningún esbozo previo, hace de su título, en referencia al pantano que se extiende entre Texas y Louisiana, el reflejo del clima musical que acoge. Y es que sus canciones parecen haber inhalado la esencia de dicho enclave, dando como resultado, pese a la intrínseca variedad sonora que le define, una perfecta asimilación de esa particular atmósfera para volcarla sobre un repertorio delineado de la forma más compacta y perfecta firmada -un membrete compartido con sus acompañantes- hasta el momento por el músico.
Teniendo en cuanta el poso autobiográfico que ha acompañado a la discografía de Finley, su actual álbum, pergeñado en el lugar donde ha nacido y reside, del que ni su cambio de status le ha alejado como tampoco de su hábito por actuaciones frente a una reducida audiencia, va mucho más allá, subvirtiendo esa condición de relato personal para tornarse en un retrato de toda una zona convertida en epítome del espíritu sureño. Un paisaje donde esas propias vivencias, y el contexto donde se desencadenan, perfectamente podrían formar partes de los libros de Donald Ray Pollock o Chris Offut, lo que se materializa tanto en renunciar a cualquier tipo de dedo acusador como de huir de loas chovinistas, simplemente expresar una representación fidedigna de las marcas que deja crecer en ciertos ambientes y momentos, consideración que atestigua "Alligator Bait" y su representación -en el sentido estricto de la palabra- del crudo y violento rito iniciático familiar, suspendido en un sobrio y profundo blues a medio camino entre Howlin' Wolf y John Lee Hooker, o la reflexión mística-filosófica recogida en "Gospel Blues", asumiendo la necesidad de atravesar el infierno para alcanzar el cielo, un trayecto musicalmente realizado entre ritmos pantanosos y de corte sureño, los mismos que glosan "What Goes Around (Comes Around)", una enfática reivindicación de sus dogmas, equivocados o no, pero los suyos, que de haber existido con anterioridad pertenecería con toda seguridad al engranaje inspiracional de la Creedence Clearwater Revival.
Siendo, más que en ninguna de sus anteriores publicaciones, el blues un elemento especialmente vertebrador, no lo es menos un lenguaje, en forma y fondo, muy ligado a esa tradición, en la que por supuesto no faltan episodios amatorios alimentados de la rudeza característica, a veces inyectados del funk de Albert King, como en "Sneakin’ Around", y otras, es el caso de "Miss Kitty", reuniendo en un misma figura el clasicismo de Muddy Waters y al latido tribal de Tom Waits. Tampoco se echa de menos esa icónica adulación por el mundo errante, haciendo de la maleta su único hogar al que rendir cuentas, en "Livin’ Out A Suitcase", esta vez alargando la sombra conjunta de la fiereza vocal de Screamin' Jay Hawkins y el groove tensionado de Clarence Carter, o el recuerdo de aquellas calle ingratas en las que ha tenido que tocar tantas veces con el silencio y el paso monótono de los ciudadanos como única recompensa, escenario sobre el que se asienta una imponente "Waste Of Time", de exuberante instrumentación, que nos traslado a esa imaginada fotografía donde Willie Dixon se parapeta tras la arenosa sección rítmica de Don Covay. Estampas costumbristas que se completan desfrunciendo el ceño, a base de dejar paso al soul más puro, para entonar una estremecedora "Nobody Wants To Be Lonely", donde libera empatía hacia sus congéneres mayores bajo el dictado de voces totémicas como Otis Redding o Wilson Pickett, o abrazando los ademanes más románticos, pero de intensa emoción, de Solomon Burke para moldear "Lucky Day"
La misma voz de Robert Finley, de potente cuerpo y la rasgadura necesaria para sonar personal y atractiva, es el propio reflejo de una vida llena de heridas y por lo tanto de cicatrices. No resulta menos significativa una condición musical que cohabita en dos espacios temporales: allí donde se despertó su pasión y varias décadas después cuando ha podido expresarla al mundo. Un viaje que ser recorrido bajo la tutela de Dan Auerbach le ha facilitado construir esa majestuosa identidad que en su actual disco se explaya con mayor profundidad y empaque que nunca. Si desvestimos a estas canciones del embalaje más individual y concreto lo que encontramos son piezas de expansión universal, no sólo en su aporte sonoro, sino a la hora de enseñarnos que dejarse tentar por el Diablo es un ejercicio de supervivencia cuando en cada cruce de caminos te acecha un nuevo infierno.