The Delines: El sueño de una noche de verano


Kafe Antzokia, Bilbao. Viernes, 8 de septiembre del 2023 

Por: Kepa Arbizu

Métodos para intentar paliar la canícula nocturna hay muchos, pero por lo visto el pasado viernes, y dada la escasa afluencia congregada en el Kafe Antzokia, no fue precisamente la elección mayoritaria acercarse a presenciar la actuación de The Delines. Mientras otros “templos” recibían la copiosa visita de feligreses en busca de refrigerio, el quinteto de Portland no sólo se preparaba para obsequiar con un exquisito concierto a sus seguidores, sino que también contaba con su  particular manera de combatir el sofoco, corporal pero especialmente espiritual, consistente en trasladar -de forma delicada pero irresistible- a los allí presentes hasta un territorio subyugante, dominado por una condición envolvente y por momentos hipnótica donde convivían la placidez y la perturbación. Un trayecto emprendido entorno a su identificativo country-soul, lo que en realidad no deja de ser un término abstracto y genérico donde se dan cita unas características específicas que incluyen el armazón eléctrico aportado por Willy Vlautin, líder de Richmond Fontaine, la serena y limpia, pero sobrada de intensidad, voz de Amy Boone o una base jazzística en la que sobresale la trompeta interpretada por su teclista Cory Gray, capaz de dirigirse imponente hasta un ambiente fronterizo o lograr entornar las cortinas para dejar pasar el halo melancólico de Chet Baker.

Aunque la excusa para traernos a la formación estadounidense hasta la capital vizcaína respondía a su gira de presentación del que es hasta la fecha su último trabajo, “The Sea Drift”, al que tampoco dedicaron una dedicación absoluta, su repertorio ejerció como una mirada más expansiva hacia lo que es su identidad global. Una presencia en la que su amable actitud con el público chocaba con una una interpretación de extremada profundidad, desarrollándose el recital por momentos bajo una ceremoniosa pulcritud recibida por el -no demasiado habitual- silencio cómplice de los asistentes, a lo que ayudaba, aunque signifique aceptar una desalentadora realidad, el escaso pero interesado número de asistentes. Tal era el embelesamiento conseguido por la concatenación de sus sugerentes viñetas musicales que los aplausos, ofrecidas como signo lógico de admiración, se sentían como una interrupción en el carácter casi litúrgico que se expandía por toda la sala.

Tras un inicial y breve preludio instrumental, que pese a su escasa extensión sirvió para emplazar al respetable acerca del peso emocional de su propuesta, “The Imperial” acabó de sentar las bases de un sonido que sustrae la esencia del soul menos desgarrado, no por ello carente de pasión, entonado por intérpretes como Candi Staton para depositario sobre una voz narrativa que, más allá de portentos técnicos ostenta el logro de saber contar a través de sus inflexiones, se desliza elegante cual Rickie Lee Jones. Predominando en ocasiones el acento sureño de Dusty Springfield ("Drowning in Plain Sight"); mostrándose como si estuviéramos ante la hermana responsable de Lucinda Williams ("He Don't Burn for Me") o arropándose en una manifestación más coral y armónica para dar forma a “Don't Miss Your Bus Lorraine,”, la esencia de la banda se mantuvo en todo momento imperturbable, incluso cuando de sacar músculo se trató, explorando una ascendencia roquera que despuntaría durante el transcurrir de “That Old Haunted Place” o proporcionando más empaque  en sus pasos a "Holly the Hustle". Si en piezas de talante más vaporoso la trompeta había cumplido con resultados sobresalientes la labor de colorear las composiciones bajo un filtro de luz crepuscular, para una vibrante "My Blood Bleeds The Darkest Blue", apoyada igualmente en un redoble de batería marcial, su papel se transformó en guía para dar forma a un tono de western, de onomatopéyicos coros, que nos situó cabalgando entre inabarcables horizontes.

Si bien la invitación al baile no es una de las efectos secundarios que contiene la apuesta de la formación estadounidense, su ductilidad y talento incluso le permitió subir el número de revoluciones a base de incorporar un latido groove a base de un deliciosamente elegante funk, como dio buena cuenta de ello "Left Hook Like Frazier", o incluso en una inédita canción llamada "Maureen Gone Missing", donde reforzaron su naturaleza cosmopolita y de comunicativo recitar. Pero siendo de agradecer la distensión que crearon dichas piezas, la consagración del recital llegaba con aquellos momentos más desnudos o intimistas que, recibidas con una veneración que incluso el leve ruido de los vidrios suponían una blasfemia, igual sonaban con la introspección, que no ensimismamiento, de Laura Nyro o bajo refrentes más contemporáneos como Joana Shelley. Un cenit emocional que despuntó, habiendo dejado sus huellas anteriormente en la sublime “Surfers in Twilight”, con la llegada de las bises, cuando de forma continuada se enlazaron la apoteósica “Waiting on the Blue” y el onírico revestimiento de “Little Earl” para desembocar en “Let's Be Us Again", un punto final escrito con  adorable nostalgia.

The Delines no necesitaron pirotecnias escénicas ni subterfugios verbeneros, la aparente cotidianidad de su puesta en escena en verdad significaba un tributo a la música que se respira, que demanda algo tan aparentemente sencillo -pero hoy en día en claro peligro de extinción- como ser escuchada con atención y sin distracciones externas. Un proceso que nos condujo a imbuirnos de los innumerables y trabajados detalles hasta caer presos de su insuperable ambientación. Un discurso sonoro hecho con mimo y sobre el que se suspende una plácida belleza tras la que se esconde un misterio estremecedor, como deleitarse ante el ocaso del sol sin saber si observamos la luz o la oscuridad, cuando en realidad son ambas cosas al mismo tiempo.