Por: Kepa Arbizu
Buscar el camino de vuelta a ese primer hogar creativo pocas veces es una tarea sencilla, ya sea porque la persona que aquellas paredes vieron nacer es ahora diferente o porque aunque se desee retroceder a ese primitivo cordón umbilical éste ha perdido su condición acogedora. Pero no siempre resulta infructuoso ese retorno cual hijo pródigo, en el caso de Grace Potter, el regreso al ámbito donde se produjo su nacimiento musical, al amparo de la banda The Nocturnals, siendo junto a ellos cuando emergió entre la mejor tradición del rock sureño, se ha certificado con un nuevo álbum de sobresaliente resultado. Si tras abandonar el cobijo grupal, su carrera en solitario creció escondiendo a buen recaudo el sonido más polvoriento y guitarrero en detrimento de una alianza con una sonoridad más limpia y contemporánea, es ahora, con su cuarto trabajo, cuando recauda lo aprendido en ese periplo individual con el fin de decorar aquellos vetustos salones donde surgió su inspiración primeriza para ofrecer la imagen actual de un perfil artístico que se maneja pletórico bajo una expresividad clásica de desgarrada y emocionante naturaleza.
No es éste el único trayecto que acompaña a “Mother Road”, como bien indica su propio título, la experiencia personal de recorrer durante un buen tiempo esa mí(s)tica Ruta 66 que se expande por la orografía de su país -a la que John Steinbeck definió como la madre de todos los caminos- en busca de un cielo abierto que le propiciara una visión global y reflexiva acerca de su vida, se tornó en una vía de escape a la que decidió enfrentarse invocando historias propias, ajenas e imaginarias. De esa forma, una vez más las grandes alamedas alquitranadas se transforman en ese oráculo inmisericorde que no duda en desvelar frustraciones, miedos y, por supuesto, el anhelo por encontrar un sentido a ese recorrido.
Como en todos los pasados episodios, la presencia de su marido, Eric Valentine, le sirve como productor de confianza, un tándem al que se incorpora una robusta formación, entre la que destaca la presencia del genial teclista Benmont Tench, aliado de Tom Petty, que exhibe una puesta en escena imponente, haciendo de perfecto acompañamiento a una forma de interpretar arenosa y curtida, identificándose todavía más con esa jungla de asfalto convertida en escenario para sus vacilantes protagonistas. Un hábitat en el que no pueden faltar mugrientos moteles ubicados en tierra de nadie, espectrales apariciones y por supuesto la consabida ración de alcohol de alta graduación, ingredientes que no son si no el sustento simbólico de una banda sonora que, al igual que la goma de los neumáticos, atraviesa la basta iconografía musical surgida en cada rincón de ese mapa.
Como todo inicio de viaje, los primeros pasos sirven para focalizar y hacer recuento de los propósitos que se persigue con dicho desplazamiento, de ahí que el tema homónimo que hace de apertura, regado de soul-sureño digno de mezclar en una misma cubeta a Bonnie Raitt y Susan Tedeschi, y su continuación, “Ready Set Go”, con ardientes riffs a lo Stones y el derroche de groove propiedad de Stevie Wonder al servicio de un espíritu desbocado, demanden la necesidad de buscar explicaciones a un mundo particular cada vez más asfixiante y limitado a través de ese inacabable acercamiento al horizonte que se refleja en el espejo retrovisor. Una puerta abierta a contemplar también a los personajes que se agolpan a los lados de la vereda, como el surtido de ellos que recoge el que significa el momento de mayor reposo, "Little Hitchhiker", un folk-country moldeado con la delicadeza de Emmylou Harris o Carole King y en el que señala la ingenua pero necesaria esperanza que alberga toda autoestopista: encontrar aquello que está buscando.
Según el cuentakilómetros va devorando dígitos también se cierne sobre él ese momento donde aparece el impulso de echar la vista atrás, y observar lo dejado atrás, buscando consuelo en los recuerdos de esos buenos viejos tiempos en los que las responsabilidades y obligaciones eran una lejana fábula que se diluía entre una visceralidad llamada a exprimir hasta la extenuación el momento presente. Una nostalgia que encuentra materialización musical en un elegante “Good Time”, donde se reúnen Betty Wright y Sheryl Crow en una misma estancia. Frente a ese inconsistente sustento que ofrece la peregrinación al pasado, los cada vez más constantes pliegues que se adhieren al mapa de carreteras son también las arrugas de un rostro por el que empiezan a pasear los primeros fantasmas, una sombra todavía incipiente que alentará al baile en "Lady Vagabond", de la mano de un funk arrollador ambientado en pleno desierto dibujado por la batuta de Ennio Morricone, pero que asomará con toda su crepuscular vestimenta en la desgarrada y sobria "All My Ghosts", que en su recitativa dicción relativiza el terror de esos monstruos frente al que genera nuestra propia conciencia. Intrigante terreno que es hecho añicos por el trepidante, y espacial, "Futureland", otra vez tutelado por los ritmos negros de mayor agitación, la misma que asoma cuando se percibe que el destino está cerca y la duda crece respecto al desenlace. Un final, asignado a "Masterpiece", que se presenta bajo una producción e instrumentación que extiende sus alas con majestuosidad para dar forma a la imposible -pero perfectamente resuelta- combinación entre el tono boogie y una ópera rock, reflejando esos años de infancia donde una joven apasionada por la música sufrió el deprecio de sus cercanos, los mismos que la recibieron entre odas tras su éxito popular. Y es que en verdad no parece haber bestia más salvaje que la fieramente humana.
“Mother Road” puede ser leído en clave de deleite musical, porque su recreación de los parajes del sonido americano, aquí incentivados con una buena cantidad de pulsión rítmica, es tan personal como arraigada en la tradición, pero al mismo tiempo es un trabajo donde encapsula, en forma de milhojas, tupidas reflexiones sobre la constante adaptación que demanda el desarrollo existencial o el salvoconducto que supone el arte de crear historias. Grace Potter nos abre la puerta de su vetusto pero remozado vehículo para acompañarle en una travesía en la que no ejerceremos de meros pasajeros sino de activos copilotos, donde más allá de disfrutar con el paisaje también sentiremos en nuestra piel la turbulenta esencia que contiene este trascendental trayecto. ¿Acaso hay algún descubrimiento que no esté sujeto por igual a la incertidumbre y la fascinación?