No engañamos a ningún oyente, habitual del artista aragonés o no, si decimos que nunca se puede emitir juicio de valor alguno ni crear expectativas mejores o peores antes de escuchar cada nuevo disco suyo. La trayectoria de Enrique Bunbury ha pasado por tantas y tan diferentes etapas musicales y personales que ya cada vez se hace más complicado ubicarlo en tal o cual movimiento o tratar de adivinar por dónde irán sus siguientes pasos creativos. Esa condición de músico único e intransferible es lo que dota de un valor extraordinario a sus grabaciones, últimamente más prolíficas debido a la dichosa pandemia y a su obligado retiro de los escenarios por una alergia a la sustancia química que es la base del humo de los conciertos (parece que no definitivo, tras anunciar diez fechas en directo divididas en dos tramos de cinco conciertos cada uno). Dicha circunstancia, lejos de amilanarlo, lo centró aún más en su gran pasión: La creación y el trabajo minucioso en el estudio. El resultado, después de dos discos importantísimos como “Posible” y “Curso de levitación intensivo” editados casi sin solución de continuidad durante el mismo infausto ejercicio de 2020, es una nueva vuelta de tuerca al sonido, arreglos y producción que puede desconcertar a más de un seguidor, por mucho valor intrínseco que tenga.
“Greta Garbo” homenajea desde la portada a la gran figura que transitó del cine mudo a los primeros tiempos del sonoro conservando su halo de misticismo, hasta que decidió retirarse del ojo público a la tierna edad de 36 años. Por decisión propia y de manera definitiva, a diferencia de lo ocurrido con nuestro hombre, forzado por problemas transitorios de salud ya parece que identificados. Revolotea por todo el disco esa misma sensación de abandono de una vida que muchos desearían en pos de un retiro aparente y profundamente orientado hacia dentro, para descubrir los resortes inasibles que provocan y mueven cualquier proceso creativo. Bunbury escribe algunas de sus mejores letras en temas meditativos como “Desaparecer”, en el que se decanta por una base de piano y despoja de arreglos innecesarios una confesión que no es sino un desnudo emocional. Es la tónica predominante en el resto del álbum, tocado por músicos franceses recién incorporados a su círculo y producido por Adam Jodorowsky de forma analógica, grabando en cintas y volcando el sonido crudo de los músicos en el estudio sin claqueta ni postproducción alguna, por lo que estas canciones quedan claramente desmarcadas del resto de su trayectoria.
El Desierto de los Leones mejicano funcionó como punto de apoyo espiritual para crear el clima exacto de composición y remate de temas desgarradores desde el punto de vista personal como “De vuelta a casa”, “Alaska”, “Invulnerables” (estos dos elegidos como sencillos previos a la publicación oficial del disco), en los que se viste con los ropajes de la new wave británica, el glam rock de su admirado Bowie e incluso el soul que inmortalizaron los miembros de la Motown. “Para ser inolvidable”, sin ir más lejos, es un pequeño diccionario del funk y probablemente la canción más bailable –si dicho término es aplicable a alguna de las creaciones del maño-, pero líricamente mira hacia afuera, a una sociedad en la que el papel del artista está cada vez más en entredicho. “Nuestros mundos no obedecen a sus mapas”, en la que alude a la libertad como guía y reflejo de toda composición, y “Corregir el mundo con una canción”, donde ahonda en sus efectos y consecuencias, forman una dupla perfecta como principio y final de un recorrido sonoro en el que no es oro todo lo que reluce: A “Armagedón por compasión” y “Autos de choque” les falta el brillo que sí tiene “La tormenta perfecta”, una impresionante letanía contra los tiempos de mierda que vivimos y las transformaciones individuales y sociales que nos están volviendo a todos cada vez más dependientes y por tanto más imbéciles. Una canción sublime, de las que el maestro suele entregar tres o cuatro por disco, que centra el tono de un trabajo más irregular de lo esperado, con una sonoridad más uniforme que nunca y absolutamente arriesgado. Esta, sin duda, aparte de gustos o inclinaciones personales, es todavía la mejor virtud de un artista esencial en la escena del rock español de los últimos treinta años. Queramos o no, es necesario seguir aprendiendo de él, que a fin de cuentas es lo mismo que él pretende. Solo que ahora nos cuenta y nos canta las cosas mucho mejor que antes.