Texto: J.J. Caballero
Fotografías: Antonio E. Molina
Crear un personaje, un alter ego, conlleva una serie de responsabilidades consigo mismo y con el potencial público que comulgue con sus características artísticas. Los hay que funcionan como un todo encima y frente al escenario, quienes establecen una clara línea divisoria entre sus mundos, y también existen aquellos y aquellas que deciden que sean los propios oyentes y espectadores quienes decidan sobre qué y cómo se ajusta a la realidad de cada momento. En cada concierto, en cada disco, en cada dimensión en que seamos testigos de dichas transformaciones, que en el fondo no lo son tanto, encontramos un nuevo argumento que esgrimir cuando nos preguntan por qué solemos apostar por artistas alternativos, creadores empeñados en reivindicarse por encima de modas imperantes, opiniones teledirigidas o prejuicios atávicos. En el caso de Tito Ramírez nunca sabremos si la verdad es lo que vemos y escuchamos cuando toca con su banda o solo atisbamos una de sus aristas, probablemente la más cercana a la autenticidad.
Aparte de una puesta en escena mucho más que atractiva, lo que presenta el personaje (la persona se llama Pedro Poyatos y procede de bandas de cierto prestigio, alejadas estilísticamente del proyecto actual, como los Granadians del Espacio Exterior) es una suerte de grupo de twist nacido y criado en Puerto Rico, un remedo de la legendaria orquesta de Xavier Cugat con la personalidad volcánica de La Lupe y una tendencia natural a orientarse con la música que quedó enquistada en la frontera entre los sesenta y los setenta. Músicos ataviados con camisas con chorreras, fajines y capas de terciopelo –la suya, en esta ocasión, púrpura como el color de los sueños tropicales-, sección de vientos con trompeta y saxofón respaldados por una eficaz sección de percusión, una base rítmica de bajo y batería siempre al servicio del ritmo y no de sí misma, y unos teclados que ejercen como hilo conductor de unos temas efervescentes en los que se baña una psicodelia mestiza en permanente estado de ebullición. Una revelación sonora que ha grabado uno de los discos más interesantes e irresistibles en lo que va de año, de título "El Prince", paseado ya por varios puntos de la geografía nacional después de dar un salto a varios puntos de la europea.
Después de un espectáculo escénico y musical de tal intensidad, lo mínimo que debemos sentir es agradecimiento. Por la estupenda terraza de la sala Ambigú Axerquía, en primer lugar, como uno de los faros que resisten a tope de luminosidad a veces en mitad de un mar revuelto en el que pocas embarcaciones se aventuran; por un público curioso y fiel a este tipo de apuestas, después, al que no le importa invertir veinte euros que sabe que serían muchos más, y mucho menos compensados, si optaran por otras consabidas ofertas de orientación única y dudosas maniobras encaminadas a la estandarización del ocio y la banalización de la música como arte, algo de lo que en esta tierra entienden bastante por desgracia. Y finalmente, porque hayamos tenido la ocasión de atestiguarlo. Tito Ramírez, desde ya un grande de España y el mundo, tiene buena parte de culpa.