Fotografías: Fer González
Con permiso de Bob Dylan, que ya impartió su lección en la ciudad universitaria, la velada del domingo fue la noche americana. La vida musical de la canadiense Allison Russell ha transcurrido en el triángulo geográfico y simbólico formado por Montreal (su lugar de nacimiento), Vancouver y Nashville. En este último lugar grabó el celebrado disco “Outside Child” (2021), a la espera del siguiente, anunciado para septiembre. A continuación, actuó Quique González, un artista único en la escena musical española, porque, como Santiago Alcanda acertó a decir mejor que nadie: “Todavía no puedo creerme que alguien cante en español como mis ídolos (norteamericanos): Dylan, Browne, Petty, Lucinda, James, J.J. Cale, etc. Y mantenga intacta su personalidad madrileña”. Al igual que su compañera de cartel, a quien elogió durante su actuación, Quique peregrinó a Nashville en 2009 para grabar, a las órdenes de Brad Jones, “Daiquiri blues”. Más adelante regresaría a “Alex The Great” para conformar “Delantera mítica”. El documental de Fernando Macaya sobre la grabación del primero refleja la admiración sin límite que Quique profesa por la música creada en la capital de Tennessee y en Memphis, la ciudad de Elvis, y que el viento llevó hasta el barrio de San Juan Bautista.
Antes de que le llegara el turno al músico madrileño salió al escenario la “Rainbow Coalition”, una banda totalmente femenina, cuyo nombre alude a los múltiples orígenes culturales de sus componentes y a su común apuesta por la diversidad sexual frente las huestes del “hombre naranja”, que se situó en abanico en torno a la figura extraordinaria de Allison Russell, ataviada con una falda interminable de motivos africanos. Ella actuó la oficiante, aupada en el doble poder de su voz y el de su clarinete (como puede verse en la foto que acompaña a esta crónica), de una ceremonia especial. Junto con el público que estaba más cerca del escenario formaron un círculo, al que ella se refirió en uno de los parlamentos que hizo antes de las canciones. Al principio, los asistentes situados en la pista, las gradas estaban demasiado vacías, no se dieron por enterados, hasta que les resultó imposible ignorar la belleza de las canciones que estaban interpretando en el escenario. Al poco de empezar el recital se fueron sumando adeptos, que se olvidaron del vaso de cerveza y la charla intrascendente. En el interior del círculo, Russell y sus hermanas musicales, levantaron el altar de sus canciones/oraciones, a saber, "Nightflyer”, “4th day prayer”, “Hy Brasil”, o “Poison arrow”, para depositar en él el trauma de la vocalista, quien sufrió el crimen ominoso del abuso sexual entre los 5 y los 15 años a manos del canalla de su padre adoptivo. La mayor parte de las canciones interpretadas pertenecen al disco “Outside child”. En la supervivencia física y mental de una mujer que ha vivido una situación tan abrumadora, además de la música, tuvo que ver la aparición benefactora de otros seres humanos. La canción más hermosa y dulce en el atardecer del Jardín Botánico resultó ser “Persephone”, dedicada a la adolescente que la rescató del inframundo, después de que fuera raptada por el terrible Hades. A nadie le extrañaría que Quique González hubiera estado en el backstage siguiendo con los pies el ritmo de este tema deliciosamente country. Incluso en el infierno puedes encontrar una mano tendida que te saque a toda prisa de allí. Allison Russell, con el banyo en ristre, no perdió la oportunidad de decirle a su hija Ida y a los que estábamos presentes que “You’re not alone”. Así es como se llama la canción del proyecto colectivo “Our Native Daughters”, que ella misma fundó con otras mujeres artistas. “De l'Afrique à l'Acadie/ De l'Europe aux Amériques/La musique nous réunis/Une Famille”. Los versos pertenecientes a este mismo tema, enunciados en francés, porque la canadiense es de Québec, nos recordaron que no hay fronteras para el viaje que propicia la música. Que el viejo mundo y el nuevo mundo tenían una cita en el jardín.
Hay una anécdota muy reveladora a la hora de entender la manera en que el detective González concibe el ejercicio de la música, que leí en el magnífico libro de conversaciones con el cantante madrileño que escribió Arancha Moreno, de Efe Eme. Cuando era adolescente, su padre le prometió una guitarra si le ayudaba en la tienda de juguetes que regentaba. Cuando Quique terminó, su padre le regaló una guitarra…de juguete. Y el chaval se enfadó. La música nunca fue un juego para Quique González, quien se presentó con una bonita americana verde con ribetes negros en la ciudad universitaria con la intención de no darnos ni un respiro y aprovechar cada segundo que le concedió el festival para noquearnos, tal y como hizo en un momento dado del concierto lanzando los puños figuradamente contra Edu Olmedo, el sabio baterista que regresó una vez más, y van tantas, a la escena del crimen.
El rockero ha defendido con fiereza sus canciones cuando se han visto amenazadas por los adoradores del dinero. Y lo ha hecho “peleando a la contra”. Así es como tituló Quique González, en homenaje a Bukowsky, la carta abierta que difundió en 2003, hace 20 años, una vez supo de las jugadas sucias de las multinacionales, anunciando que era preferible ser un “pájaro” libre, aunque fuera “mojado”, que uno enjaulado.
El boxeo, los billares y las barras de los bares que dan cobijo a las almas solitarias evocan no solamente el orgullo de barrio del que siempre ha hecho gala, sino el reverso de la cultura americana en torno a la cual siempre ha girado el planeta “personal” de Quique González. Es un hijo de América en todos los sentidos. Algunas de sus letras son destilaciones sobresalientes del género hard-boiled, resultado de sus negrísimas lecturas. Él dice que es un detective frustrado. Nadie lo diría al escuchar “Nunca des tus datos a la chica de la lavandería…”, el inicio de “Avería y redención”, que formó parte del recital. Se le podía haber ocurrido a Raymond Chandler. Mientras que “Su día libre”, “Trucos fáciles para días duros”, “Cuando estés en vena”, o “Conserjes de noche” (no nombraré ningún tema en esta crónica que no fuera revisitado en el recital del pasado domingo) son joyas cinematográficas en las que Quique González saca el máximo partido al recurso de la elipsis. Al talento de este músico le hacen falta muy pocas palabras para desenfundar una canción y hacer sangre de verdad en quien la escucha.
A propósito de voces, la voz de Quique durante el concierto merece unas cuantas líneas de esta crónica porque ardió a “39 grados”. Juro que me recordó a las actuaciones de un Elvis desatado. El de Madrid está cantando mejor que nunca, lo cual es decisivo para alguien que es, sin discusión, el dueño del “medio tiempo” del rock español. Consciente de ello, Quique González se ha hecho secundar de los mejores equipos. Sigue apostando por la doble experiencia de Edu Olmedo a la batería, al que ya hemos mencionado antes, y el bajo de Jacob Reguilón, cuya identificación con las canciones de Quique es total. Su situación discreta en la escena es engañosa, pues su protagonismo es incuestionable en todas las canciones. Desde nuestros asientos se advirtió que gozaba de cada nota. Toni Brunet ha sido decisivo en su papel de productor en el último período musical de Quique. Su guitarra solista presta una elegancia impagable al conjunto, y posee la virtud de mejorar las canciones desde dentro, sin llamar la atención, y sin hacerse notar con soliloquios fuera de lugar que sacarían de quicio a las delicadas creaciones de Quique. Raúl Bernal vale por tres teclistas, le salía trabajo por todos lados y él lo atendía y lo mejoraba. Durante el concierto nos dio un pasaporte hacia los lugares emblemáticos de USA donde se ha fraguado la mejor música del siglo XX. Lapido y tantos otros lo saben. Sin contar con “Jean Paul”, el heterónimo bajo el cual se ocultó este músico fuera de lo común, Raúl Bernal ha estado haciendo el bien en trabajos propios y ajenos, la última entrega de Vasallo, Lapido y, sobre todo, haciendo que las alas de poeta maldito de Rafael Berrio levanten de nuevo el vuelo en “La vida que amo”, el homenaje al cantautor donostiarra en el que Quique González no podía faltar, con la aportación de “Considerando”.
Como ya es costumbre, una buena costumbre, el concierto concluyó con la comunión que propicia “Vidas cruzadas”. Desde luego, fuimos afortunados el día en que Quique González se cruzó en nuestras vidas, nos silbó desde su Ford Capri y nos ofreció que compartiéramos el viaje con él. Desde entonces recorremos la Highway 61, qué otra si no. A quién le importa dónde vayamos con tal de que suene su música desde el salpicadero.