Guadalupe Plata nunca fueron la alegría de la huerta. Asumámoslo igual que ellos ya lo hicieron hace tiempo. Nunca les hizo falta justificar lo raquítico de su sonido con capas y más capas de efectos, reverberaciones, guitarras dobladas y cuerdas ecualizadas a la manera de un bajo que dejó de sonar oficialmente en sus grabaciones desde que el tercer palo del tenderete sonoro decidió emprender otro camino alejado de focos y escenarios. Ahora el dúo ubetense sabe perfectamente cómo debe comportarse para hacer todavía de su carrera algo digno de continuación más o menos periódica. A esa oscuridad consciente de su sonido, a la idea primigenia de alejarse de toda brillantez en arreglos y trasfondo grisáceo se suma ahora una más reciente tendencia folclórica que los hace abrazar palos esencialmente alejados de sus evidentes motivaciones artísticas. Por fin el blues pantanoso marca de la casa deja de ser el leit motiv esencial en sus composiciones para dejar respirar otras capas de igual trascendencia, hasta ahora plasmadas solo en fogonazos o momentos concretos de su discografía.
Era quizás el momento, después de cuatro años sin noticias de la banda plasmadas en formato largo, de volver a un formato de grabación bautizado muy elocuentemente por ellos mismos como Estudio Ataúd en el que los sonidos se volcaron desde la primera maqueta a una serie de cintas analógicas en solo cuatro pistas, lo cual resulta en la atmósfera tan particular, tras la mezcla correspondiente en el entorno profesional de La Mina y la mano maestra de Raúl Pérez, de piezas como “Calima”, instrumental pleno de aridez y vientos insinuantes, emparentado esta vez con los más étnicos “El cóndor pasa” (acertadísima revisión del clásico andino) o la también folclórica “Tía Tragantía”, reflejo de la cercanía del dúo a las leyendas de su tierra natal, esta vez marcada por la presencia de una princesa mora hija del rey Baltasar de Cazorla. Historias y buenos basamentos para contarlas no les faltan, es evidente.
El giro hacia pasajes poco o nada frecuentados hasta ahora les sienta especialmente bien en “Al infierno que vayas”, corte en el que hermanan sin solución de continuidad los tempos más acompasados de Bo Diddley con una suerte de toná flamenca con percusión de yunque incluida. Idéntico camino, o al menos paralelo, el que siguen en “Zapateado”, para volver a lo suyo con el psychobilly de “En mi tumba” o una “Ruina” en la que relatan un largo y etílico paseo desde el bar del que fueron desahuciados hasta la zona mágica del Sacromonte granadino, un lugar que le suele servir de excusa al bueno de Pedro de Dios para narrar sus pequeñas desventuras, es cierto que aquí, y a nivel general del disco, a un ritmo menos acelerado de lo habitual, aunque con puntuales arrebatos de boogie e infeccioso rhythm and blues en “Nunca llueve como truena”, paradas en el repertorio básico de Howlin’ Wolf en “No hay dónde ir”, sucias jugarretas de saxo y slide en “Y.N.T.M.A.”, vuelta a las claves del sonido tradicional de la banda en “Maleficio” y perspectiva histórica al retratar al Cristo de las Tres Caídas que tantas veces vieron desfilar en “Stabat Mater”, un poema franciscano al que ni ese mismo dios al que elevaba su plegaria original podría reconocer. El lucimiento de Carlos Jimena y su prodigiosa capacidad para encontrar el punto justo de ebullición en las percusiones, yendo más allá del mero acompañamiento, es otro de los puntos más notables de un disco más sencillo en cuanto a interpretación pero mucho más sentido y trabajado en cuanto a las fuentes y las ramificaciones de un estilo único, por mucho bagaje clásico que deje adivinar. Guadalupe Plata son en su encarnación de 2023 algo más de lo que eran en su penúltima aparición en la escena discográfica, y representan mucho más que la oposición radical a cualquier ritmo marcado por el afán mercantilista de los que nos rodean de forma inmisericorde a poco que nos dejemos acorralar. Son una banda culta, sobradamente preparada y, ahora más que nunca, profundamente inspirada. Brillantes, en definitiva.