Kafe Antzokia, Bilbao. Sábado, 20 de mayo del 2023.
Texto: Kepa Arbizu
Fotografías: Lore Mentxaka
Todos los conciertos, por su propia naturaleza, llevan implícitos una capacidad para trasladar y extender un sentimiento de comunidad, haciendo del recinto en que se celebra durante unos cuantos minutos el hogar de un número indeterminado de personas que comparten, aunque sea solo durante ese breve lapso de tiempo, un destino común. Características que si son extrapolables, en mayor o menor media, a todos y cada uno de dichos eventos, ciertas coyunturas, como el consabido paréntesis consecuencia de las restricciones sanitarias, han conseguido que determinados reencuentros alcancen el carácter de auténticas liturgias. Tal es el caso, tras un lustro sin poder observar a Lapido y su banda sobre un escenario, de lo sucedido con la llegada -auspiciada por la siempre loable e incansable labor de WOPMusic- del granadino al Kafe Antzokia de Bilbao, acogida con una entrada media pero cualitativamente fervorosa que ejerció en todo momento de entregado comité de bienvenida en honor a uno de los más finos estilistas que habita el rock hecho en nuestras fronteras.
Una actuación en la capital vizcaína que suponía un nuevo paso dentro de la gira que está sirviendo como presentación de su especialmente inspirado nuevo trabajo, “A primera sangre”. Un álbum que ha propiciado, dado su exquisito contenido, que a la propia añoranza por degustar una vez más sus hechuras de intimista y reflexiva lírica se haya sumado la necesidad de constatar "in situ" el momento de gracia creativa que delata su grabación. Elementos que anunciaban, como así se confirmaría más adelante, que lo que a priori tenía trazas de un emotivo recibimiento a un -en absoluto díscolo- hijo pródigo, desembocara, como así sucedería a la postre, en una reencarnación del mejor sonido americano bajo el acento rotundamente identificativo de quien formara parte esencial de la -orgullosamente reactivada- mítica banda 091.
La estruendosa ovación brindada a la presencia sobre las tablas de la formación no era simplemente el rutinario y obligado saludo al “invitado”, sino más bien un cálido abrazo entregado a quien se echaba de menos y ha realizado su regreso con las mejores y más exquisitas galas. Y no me refiero a la habitual elegante sobriedad al atuendo de su cantante, más bien a la imponente puesta en escena que, como nobleza obliga en estos casos de presentaciones del nuevo vástago, puso parte del foco en desentrañar su contenido, lo que en realidad iba a ser parte de un itinerario que iba a albergar una vocación mucho más global y expansiva a la hora de recabar los méritos acumulados por su distinguida discografía.
Como si de un jinete al comando de su lustrosa caballería se tratase, Lapido dirige desde hace mucho tiempo una cada vez más compenetrada y hercúlea banda donde cada identidad particular consigue brillar refulgente bajo ese destino común. De esa manera, la siempre impulsiva guitarra de Víctor Sánchez, las bases rítmicas de Popi González y Jacinto Ríos, cual vibrante latido del combo, y el verso libro de genialidad que siempre imponen los teclados de Raúl Bernal, ejercieron bajo una pautada confraternización en pro de concebir un imponente espectáculo.
Fueron unos oscuros y misteriosos flirteos instrumentales los que dieron paso a la sugerente intensidad de “Antes de morir de pena”, tema que se alió con el envite directo de “No digas que no te avisé”, la imponente electricidad supurada por "Luz de ciudades en llamas" o el dinámico rock and roll, fogueado de contundentes riffs, de "Lo que llega y se nos va", para servir de entremés, con el ánimo de afianzarse sobre las recién conquistadas tablas, respecto a la determinación de desglosar sus nuevas composiciones. Una recapitulación que encadenaría de manera sucesiva la belleza crooner a ritmo de vals con que es ejecutada "Arrasando"; la sobriedad celebrativa de "Curados de espanto" o el imponente estribillo sobre el que se asienta "Uno y lo contrario". Un primer repaso, previo estancia, acústica en ristre, en la casi canción de cuna que es "De cuando no había nacido" o la más melódica "Antes que acabe el día", que finiquitaría la corajinosa llamada al blues, de la mano de Hound Dog Taylor o Muddy Waters, efectuada por "Malos pensamientos". A partir de ahí se irían espolvoreando a lo largo del concierto otras de las más recientes creaciones a base de impregnar de la desértica psicodelia de "Creo que me he perdido algo" o de mecerse entre el clasicismo del piano de Bernal con "No hay nada más".
Todas ellas funcionaron a la perfección, lo que delata su inequívoca calidad, a la hora de integrarse con total naturalidad en el desarrollo de un concierto que se configuró como una retrospectiva global de los frutos dados por la carrera -en solitario- del músico. Y si profética se presentó “No queda nadie en la ciudad”, que agitó el ánimo de baile del público, ni mucho menos hay que significarla como una excepción en su acostumbrado discurso lírico de iluminado y atemporal diagnóstico. Dando muestras de una absoluta solvencia para intercalar sin solución de continuidad pasajes de efervescencia ("Lo creas o no") con aquellos inyectados de estremecedora nostalgia ("Por sus heridas"), la noche, ya cerca de la frontera que limitaba con la madrugada, encaró un recta final donde iban a confluir incuestionables himnos que, como es lógico, auparon hasta su cénit la actuación.
Un tramo que se encargó de llevar en volandas la siempre efectiva, que no efectista, "Cuando el ángel decida volver", y sus cambios de intensidades, o uno de sus primeros pero todavía invencibles icónicos temas, "El Dios de la luz eléctrica", momento para el cual el respetable ya se encontraba embebido de euforia. El colofón, dividido en dos vueltas al escenario cada una con su cuota individual de estruendosas algarabía, volvió a repetir la fórmula, que por otro lado resulta idiosincrásica en las maneras del granadino, de rondar por climas rítmicos diversos, ya fuera la hermosisima "En la escalera de incendios", apoyada solo en voces y piano, la majestuosidad de "En el ángulo muerto" o el pellizco vitalista que insufla "Cuando por fin". El tránsito entre las luces apagadas y las iluminadas le correspondió a "La antesala del dolor", una de esas canciones que por su propia naturaleza epopéyica no solo ostenta el poder de coronar en todo su esplendor un repertorio sino de servir como impoluto resumen de una trayectoria.
José Ignacio Lapido y su banda recaló un sábado noche cargados de emotiva intensidad y acabaron consagrándose un domingo a base de sublimar todas sus virtudes, exhibiendo un cariz impetuoso pocas veces visto o engrandeciendo su intimista y recogido acento. Tal es así que con su actuación convirtieron, o mejor dicho reafirmaron, al rock and roll como una de las bellas artes. Y probablemente no exista salvoconducto creativo alguno que logre instaurar la paz absoluta en el alma humana, pero lo que sin duda existen son autores -como los que ocuparon durante más de dos horas el escenario del Kafe Antzokia- capaces de, suministrando ese veneno que al mismo tiempos se convierte en antídoto, manifestarse como un gozoso bálsamo contra esa irreparable zozobra existencial.