Por: Skar P.D
Habían pasado treinta y dos años sin publicar material nuevo cuando The Long Ryders lanzaron a primeros del 2019 el excepcional "Psychedelic Country Soul", ese álbum del que la afamada revista Mojo escribió que los volvía a colocar en la cima de un mundo que ayudaron a crear. De nuevo resituaba a The Long Ryders en la memoria colectiva, como si fuera 1983 o por ahí, con Greg Sowders sentado en la batería detrás de sus compañeros, Stephen McCarthy a la derecha del escenario, a Sid Griffin en el medio y a Tom Stevens a la izquierda. Ocurrió que un par de años después, el de la izquierda del escenario decidió, probablemente contra su voluntad, abandonar para siempre su lugar en el escenario, por lo menos en los escenarios terrenales, y estas cosas, quieras que no, en bandas en las que sus miembros son capaces de respirar al unísono, como si compartieran los mismos pulmones, no sólo dejan un evidente vacío, sino que además, como no podía ser de otra manera, tienden a condicionar los caminos por los que debería circular su continuidad, y no sólo en el aspecto humano sino también, por lo menos en los primeros momentos, en el aspecto musical. De ahí que el espíritu de Tom Stevens, el George Harrison, o mejor el Chris Hillman, de The Long Ryders, el del lado izquierdo del escenario, fluctúa en mayor o en menor medida entre las pistas de este reciente "September November", el quinto álbum de estudio de la banda que puso su granito de arena y algo más en el diseño de eso que se llamó Parsley Underground y que tan emparentado está con otras etiquetas como alt-country o, incluso, con la Americana.
Ahora son tres y en ese sentido la portada del disco lo deja claro, pero si no fuera por esa imagen que refleja la ausencia, ésta no se adivinaría en "September November Sometime", que es una de esas canciones que identifican inequívocamente a sus autores. Nada mejor que el señor Sid Griffin a los mandos de la apertura del disco sacando la energía y el descaro propios de las canciones canónicas de la banda y a la que el violín de Kerenza Peacock, compañera en su aventura bluegrass denominada Coal Porters, le añade cierta sensación paisajista. De esos paisajes abiertos en los que The Long Ryders se mueven como pez en el agua, al igual que en "Seasons Change", que muestra la otra faceta de la banda, haciéndoles deudores de The Byrds, y que el señor Stephen McCarthy borda tan a menudo.
Se vuelven más serios, o mejor, más adultos, en "Flying Down", lo que se traduce en una vuelta por el country de carreteras polvorientas y fronterizas al igual que en "Hand Of Fate", con esas guitarras acústicas y mandolinas de las grandes baladas de la música americana, y entiéndase esto como un ejercicio de estilo, no como una reivindicación nacionalista, más bien todo lo contrario, como cuando rememoran al predicador inmoral de la película que Burt Lancaster protagonizó en "Elmer Gantry Is Alive And Well", donde ajustan cuentas con personajes como Donald Trump y de forma muy explicita: 'las únicas personas que te vieron ganar, son mercachifles, estafadores y charlatanes". Y siguen comprometidos en "Song For Ukraine", elocuente instrumental, y no sólo en el nombre de la canción, en la que el violín se encarga de poner en relieve las emociones que destila. Las guitarras vuelven con fuerza en "To The Manor Bon", un ejercicio de blues rock que se acentúa y se vuelve mucho más evidente en "Country Blues (Kitchen)", que es exactamente eso, un blues para tararear en la cocina mientras te preparas un sándwich de mantequilla de cacahuete.
El pequeño y ligero divertimento jazzistico de "Thats What They Say About Love" sirve para mover ligeramente los pies de un lado a otro, sobre todo con el ritmillo que imprime, otra vez, el violín que, como es obvio, a estas alturas del disco consolida su cuota alícuota de importancia en él, algo que por otra parte no es nuevo porque ya la tenía en el anterior larga duración.
En un disco en el que The Long Ryders tienen que reinventarse como trio, aunque sólo sea emocionalmente, que la última parte del disco, la cuarta, sea un homenaje a su compañero desaparecido tiene todo el sentido, y que se incluya el emotivo homenaje, "Tom Tom", compuesto y grabado a distancia, por la pandemia, por los otros tres miembros del grupo y por su productor de cabecera, Ed Stasium, es de una lógica absoluta a pesar de haber sido lanzado como single al cumplirse el primer aniversario de la muerte de Tom Stevens. Las partes del bajo en el disco han sido grabadas por el propio Stephen McCarthy y por el bajista Murry Hammond, de los nunca suficientemente bien valorados Old 97's. Emotiva y sincera, en el tributo a su compañero, descarta la idea de que los recuerdos tengan fecha de caducidad. Y que la continuación sea la minimalista "Until God Takes Me Away", y que suena a declaración de amor, parece la presentación perfecta para cederle todo el protagonismo a su compañero fallecido y propiciar un cierre más que emotivo y conmovedor al disco recuperando el "Flying Out Of London'" -cantada y tocada por Tom Stevens junto a los coros de su hija- de su disco "Homes" del 2006, tamizada, eso si, por unos sutiles arreglos de la banda que no desvirtúan en absoluto ese lamento que escribió para descubrir sus sentimientos cuando la banda decidió suspender sus actividad allá por 1987. Lo que pasa es que esta vez su ausencia es irreversible.
Dice Sid Griffin que este "September November" es "dos tercios del alt-country que ayudamos a fundar en la década de 1980, un tercio del aventurerismo del Paisley Underground pero sazonado con una pizca de nuestra propia alma enloquecida". Quizás sea cierto, pero sustancialmente este quinto álbum de The Long Ryders está concebida como una colección de canciones que, es verdad, puede que no llegue a la exquisitez del "Psychedelic Country Soul" anterior, entre otras cosas porque, por el medio, han ocurrido circunstancias que de alguna u otra manera han contribuido a que esto no sea así, y la desaparición de su bajista no es la menor de ella. Esta forzosa reconversión al nuevo formato de trío no es algo baladí en bandas que habitan en la memoria como un todo pero, por otra parte, este trabajo es algo que más que un sentido homenaje al amigo que ya no va a ocupar la parte del escenario que le correspondía, es un conjunto de canciones que ahondan en percepciones más intimistas y por lo tanto menos descaradas con alguna que otra excepción. En cualquier caso sirve para que The Long Ryders apuntalen ese edificio que parecía que no podría sufrir reformas porque ya estaba todo construido y que las complicidades surgidas hacen más de cuarenta años sigan siendo perceptibles aunque con un cómplice menos.
Tom Stevens, el hombre tranquilo que bailaba en lado izquierdo del escenario ya no está, pero las carreteras polvorientas, melancolías aparte, por las que circulan The Long Ryders siguen estando transitables