Por: Kepa Arbizu
El desaforado ritmo al que en los últimos tiempos parece girar el planeta musical muchas veces nos impide velar como se merecen las ausencias momentáneas. Pero la falta de José Ignacio Lapido, del que nos hemos visto desprovistos de sus composiciones en los últimos seis años, son ese tipo de carencias imposibles de subsanar por mucha superpoblación que se agolpe en la interminable lista de novedades que cada semana pretende llamar la atención de nuestros oídos. Ni siquiera la celebrada resurrección de 091 ha conseguido paliar el síndrome de abstinencia causado por su baja, ya que no olvidemos que para una parte significativa de sus seguidores fue el descubrimiento de su persona la que les guió de su mano hasta su mítica banda matriz.
A pesar de que la propia denominación de este proyecto, bajo su nombre personal, es suficientemente elocuente para recordarnos su naturaleza particular, y hasta cierto punto individual, pocas bandas pueden presumir de mantener tal nivel de estabilidad en cuanto a personal, y eso que para esta grabación sufre una pequeña fractura al no contar entre la nómina de músicos con el extraordinario guitarrista Víctor Sánchez, tomando el protagonismo en dicho ámbito el propio Lapido. A pesar de ello, y al igual que unos son capaces de recitar sin atisbo de duda la alineación histórica de su equipo deportivo favorito, otros son capaces de hacerlo con la formación que acompaña al granadino, sin que suponga ningún esfuerzo nombrar de forma ininterrumpida a Raúl Bernal,
Popi González y
Jacinto Ríos. Todos ellos, a pesar del evidente papel hegemónico de su factótum, constituyen una unidad sobre la que recae mucho del mérito que supone la majestuosa personalidad que exhibe el proyecto, siempre ligado a ese imaginario norteamericano clásico pero bajo una interpretación tan personal e identificativa de ese universo que ha llegado a instaurar, cuanto menos, un idioma cooficial dentro de ese rock nacido en suelo estadounidense.
Sin ánimo de achacar al, por otro lado lógico, entusiasmo generado por el final del demasiado extenso lapso de tiempo sin noticias de Lapido en solitario, su nueva publicación se presenta deslumbrante, y si bien es cierto que lo hace recabando y utilizando los elementos comunes que han configurado sus ocho álbumes previos, en esta oportunidad nos encontramos con una de las cumbres en cuanto a sonoridad se refiere, auspiciada por una versátil dinámica decorada por un gusto exquisito para canalizar una amplia colección de detalles instrumentales que, más allá de la dimensión reducida y completista que su propia naturaleza les otorga, están capacitados, como queda demostrado a lo largo del repertorio, para convertirse en la administración del aporte exacto para lograr que una canción, u once, se catapulten hasta cotas insuperables.
Como si de una pauta premeditada se tratase, aunque con seguridad no sea así, se antoja una actitud compartida por estas composiciones a la hora de elegir acercarse al oyente con sigilo, emprendiendo un camino de puntillas, guardando un reverencial cuidado a la hora de llamar a la puerta del oyente para, eso sí, una vez abierta, hospedarse eternamente con él. Esa función parecen tener el piano clásico, interpretado con el talento habitual por Raúl Bernal, a la sazón responsable de una esbelta producción, que junto a la entrada de la guitarra acústica se presentan como una leve pero caladora lluvia de melancolía con la que provocar uno de esos, no por habituales, menos magistrales medios tiempos (“Curados de espanto) que, en este caso, resulta una celebración con la que brindar por aquellos pequeños incendios que todavía somos capaces de generar. Y es que a pesar de su atronador titulo, “Arrasando”, que no se arredra a la hora conquistar el terreno sembrado por Dylan, haciendo aullar a los teclados o tañendo con evocador pulso una pedal steel que esparce el aroma campestre, elabora un intimista y emocionante recuento de todas esas hojas de calendario acumulados a nuestros pies. Trágica fugacidad que también será el paisaje de la sobrecogedora puesta al día sobre esos esqueletos que vagan en nuestra mente llevado a cabo por la desnuda “Tiempo muerto” o la defunción de la esperanza que dicta un piano de hechuras clasicistas, trasladándonos hasta otro maestro como Rafael Berrio, y que derivará en la épica electricidad de “No hay nada más”.
A pesar del envidiable trazo lírico que puebla las letras de Lapido, no olvidemos que su herencia es puramente roquera, lo que le hace no olvidarse de esos arquetipos conceptuales que, eso sí, son presentados de manera impoluta y sin atisbo de lugares comunes. De ahí que la habitual nocturnidad entre la que sobrevive, o malvive, según se entienda, este género, quede evocada tras el vestido de rapsoda romántico en “De noche la verdad” o realice un llamamiento a los instintos carnales a través de unos tribales tambores que desatan a los próceres del blues en una encarnizada “Malos pensamientos”.
Siendo cierto que el granadino parece tocado por un don especial para engendrar canciones de un tempo reposado y capaces de hacer afligir al alma más pétreo, no significa que ciertos entornos más vitalistas le sean un territorio ajeno, derivaciones además siempre necesarias en aras de encontrar más colorido a un disco especialmente atinado en desprenderse de ningún achaque monocromo. Aptitudes que incluso consiguen que la sobria intensidad con que se desplaza “De cuando no había nacido” explosione bajo un pegadizo estribillo sacudido por el dibujo juguetón inspirado en los Beatles. Pero más allá de tal anécdota, el escenario más versátil recae en temas como “Creo que me he perdido algo”, que impone un sonido ensoñador de efluvios psicodélicos donde parece trasladar a sus ademanes los ecos de bandas como Doctor Divago, o “Nadie en su sano juicio”, declaración de intenciones desde su título que se inicia saludando a la efigie de Dr. John para posteriormente recolectar las melodías de 091, siendo “Uno y lo contrario” el momento más rabioso y a la postre necesario en un contexto donde priman aquellos parajes sonoros de reflexiva condición.
Sin ningún ánimo premeditado por actuar como evangelizador ni mucho menos mostrar alardes de profeta, sin embargo el granadino solo puede ser catalogado como uno de esos virtuosos capaces de revalorizar con su talento el concepto del rock and roll, trazando con líneas maestras un lenguaje propio que nos induce a la siempre dolorosa pero imprescindible necesidad de cuestionar tanto la realidad que nos rodea como a nosotros mismos. Y si las portadas de un disco tienen como finalidad sintetizar de la manera más estricta posible el contenido musical que albergan, la escogida para “ A primera sangre” contiene la simbología exacta para convertir a ese esgrimista de atinado envite en el reflejo de un repertorio magistral que bajo una coreografía de armoniosa y elegante belleza consigue asestar una estocada letal.