Fino Oyonarte: “Arrecife”


Por: Kepa Arbizu 

En muchas ocasiones, las anécdotas, los hechos aparentemente nacidos de la casualidad o ese repentino destello que sacude nuestra mente son la manera escogida por aquellos conceptos más trascendentes -a veces férreamente enterrados en nuestra psique- para hacer acto de aparición. Un buen ejemplo de ello reside en la explicación dada por el propio Fino Oyonarte respecto al origen del título de su segundo disco en solitario, “Arrecife”, que tras largas disquisiciones y una extensa lista de posibles nombres, fue una fotografía de la costa almeriense que le ha acompañado durante décadas frente al ordenador donde trabaja quien determinó la elección. Ideas, elementos, sensaciones que, tal y como canta en uno de los temas, “de tan cerca como han estado se han hecho pasar por inadvertidas”, lo que no significa que llegado el momento, más tarde o más temprano, decidan recordarnos que están ahí y son parte esencial de nosotros. 

Dicha anécdota no solo nos serviría quizás para desentrañar el concepto, o parte de él, que acoge este álbum, un recorrido en busca de esa memoria más íntima ligada en cierta manera inevitablemente a su localidad natal, sino incluso podríamos realizar el ejercicio de extrapolarlo a una todavía incipiente carrera en solitario, que sin desmerecer notables experiencias como Clovis o Los Eterno, ha supuesto el punto culminante para encontrar una siempre anhelada voz propia que en este caso dormía instalada precisamente en su propio interior, lista para brotar sin mayor aditivos que dejando fluir lo que parece una innata capacidad para contar bajo aparente sencillez aquello más relevante.

Es evidente que este nuevo trabajo no puede ser entendido, ni formalmente ni como continuación de su trayectoria individual, sin su magnífico debut, “Sueños y tormentas”. Allí, más allá de dejar muestras de cuál era el ámbito musical escogido en el que desenvolverse, también se manifestaba bajo el logro de construir una atmósfera  de embriagadora -a veces doliente otras delicada- sustancia. Si en aquella inauguración sus canciones navegaban entre un proceloso océano de mansos caudales y turbios encontronazos, su nueva referencia elige, quizás con la clarividencia que otorga la sinceridad, un clima más soleado para realizar ese recorrido entre los recovecos de su ánimo. Decisión que puede resultar paradójica dada la época en que han sido escritos los temas, donde al consabido derrumbe general ocasionado por la emergencia sanitaria se sumó el fallecimiento casi sin solución de continuidad de sus padres. Pero no es la primera vez, ni será la última, que los seres humanos, y sobre todo aquellos dotados de la gracia para catapultar sus sensaciones modeladas bajo la creatividad, se alzan capaces de prender una lumbre entre los escombros. 

Si continuista en cuanto a su concepción artística se presenta “Arrecife” respecto a su predecesor, igualmente elige serlo, con el tino que suele ofrecer el consejo de no alterar el equilibrio de aquello que funciona, a la hora de apoyarse en la producción de César Verdú, quien ya demostró su sinergia con el proyecto y que parece haber perfeccionado el color de las vestimentas que necesitan las canciones, y en el no menos significativo trabajo de Philip Peterson a la hora de construir un emotivo lenguaje con la ubicua sección de cuerdas. Todos condimentos indispensables para hacer de compañía, e incluso más exacto sería decir de fusionarse, con una voz de Fino que parece brotar no tanto de la realidad sino de un lugar más desconocido a los ojos de los humanos, con esa resonancia que se presenta entre una copiosa, pero no abrumadora, instrumentación en la que sumergirse.

Que nos encontremos ante un trabajo que decide, a veces como un ejercicio de fe necesario para propiciar la transformación de la realidad, imponer un ánimo vitalista en su lírica, no supone que su construcción sonora altere ese bagaje de pop ornamentado con acento melancólico, a pesar de encontrarnos pasajes de naif, bucólico y coral espíritu, acorde con la esencia de bandas como La Buena Vida, en “Tan lejos”. De ahí que los llamamientos a esquivar la tragedia para no cejar en nuestro recorrido existencial con que se inaugura el álbum, por medio de “A tu lado” y “Avanzar”, encuentren su cuerpo musical, el primero -entronado sobre un impetuoso piano- adoptando a partes iguales el tono evocador de unos The  Zombies como la melódica psicodelia de Miguel Ángel Villanueva, mientras que el segundo escoge desarrollarse entre guitarras que, si en momentos parecen cargar con la congoja de Elliott Smith, es finalmente la luminosidad de George Harrison, entre la que parecen hacerse huecos ciertos requiebros vocales del propio Josele Santiago, la que impone su naturaleza. Incluso si “Naufragar” podría devolvernos la fotografía del fracaso por su titulo, o por esa épica tempestuosa y tribal que lleva hasta el borde del más agreste paisaje a Pentangle, capaz de ahogar entre su oleaje la voz de Fino, su significado es casi el opuesto, lanzando un bote salvavidas en forma de reivindicación para aprovechar el momento.

Pero en todo aprendizaje vital es imprescindible evaluar los daños, las frustraciones o los esqueletos de sueños por conquistar dejados en su impasible discurrir por el paso del tiempo. Un reloj de arena que en su agonía no siempre conlleva reflejarnos tal y como nos hubiera gustado, ni nosotros mismos ni todo aquello que nos rodea, como relata “Espejo”, un cristal en el que rebota el sonido del fingerpicking acompañado de un desenvuelto fraseo para clamar por una necesaria aceptación que en “Forma de ser”, sostenida por todo ese esbelto traje sonoro tan al estilo Beach Boys, sirve para iluminar aquello que somos, esa parte innata que ni el zarandeo más virulento de los años puede cambiar. Y si una manifestación especialmente terrorífica conlleva la impenitente caída de las hojas del calendario es verlas transformadas en mortaja, en este caso aplicada al homenaje que rinde a sus padres finados, dos cortes, encargados de iniciar cada una de las caras, que escogen un paisaje descubierto y falto de maquillaje, haciendo de la guitarra, como un Leonard Cohen de condición romántica y amable, guía de “Amor”, siendo el piano el que adopte ese papel, a modo de una de esas grandes baladas a lo Beatles, para cerrar el disco con "La vida es un sueño", escribiendo el mejor epitafio que uno puede imaginar, pletórico en una rendida pasión que induce a compartir lagrimas entre autor y oyente.

Tomando de forma libre, y alterada, uno de los estribillos de su banda, Los Enemigos, somos felices (artísticamente) cuando Fino nos da su dolor, pero también cuando nos ofrece su mirada más tierna y cálida, por supuesto no exenta de cicatrices ni de tener que realizar un ejercicio por solventar  demasiadas piedras en el camino, pero teñida de una reparadora melancolía. Porque ese niño nacido en Almería, ahora, décadas después, posa en la portada de este exquisito y precioso disco vestido de blanco puro en una habitación semivacía decorada con enseres empaquetados. Y es que las mudanzas no dejan de ser el cambio de entorno de nuestros efectos personales queridos, teniendo que optar por abandonar algunos para escoger aquellos que nos acompañarán en nuestro futuro camino. Una exacta simbología de ese retrato biográfico e íntimo que contienen estas once canciones, donde entre los oleajes producidos por la memoria -pretérita y presente- resuenan las palabras de amor depositadas por aquellos ausentes, al igual que todas las que, seguro, están por llegar.