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Joe Henry: "All the Eye Can See"


Por: Kepa Arbizu 

Dentro de esa población mundial que permaneció enclaustrada en sus hogares con motivo de las restricciones adoptadas como consecuencia del COVID-19, no sería difícil encontrar a una multitud de personas que respondieran al nombre de Joe Henry. Sin embargo, solo hay uno que, aunque también compartiera esa zozobra colectiva y sintiera que su capacidad de movimientos no era
mucho más inspiradora que la poseída por el reo en el patio de la cárcel, utilizó esos días de confinamiento para escribir un ramillete de emocionantes canciones agrupadas finalmente con el nombre de “All the Eye Can See”, lo que significa el nuevo disco de este extraordinario músico, capaz de exhibir sus cualidades tanto en lo que respecta a su propia creatividad como puestas al servicio de los demás, ejerciendo, sobre todo, de estilista y talentoso productor, como puede atestiguar una extensa y brillante lista de intérpretes, desde Solomon Burke a Bonnie Raitt pasando por Allen Toussaint o Rhiannon Giddens.

Probablemente llegará el día, quizás cuando el paso del tiempo consiga hacernos ver esta época incierta con mayor perspectiva, en que podamos acceder a una extensa discografía que haga las veces de retrato emocional de todo lo sucedido, convirtiéndose prácticamente en un (sub)género en sí misma. Una etiqueta que por descontado estará ligada a las fechas en las que fueron concebidos dichos trabajos, pero igualmente a una serie de características que les hagan identificativos como reflejo del ánimo instaurado mayoritariamente durante esos días. Un formato, más allá de las aptitudes particulares de cada creador, donde primará una puesta en escena espartana y sobria -directa consecuencia de las limitaciones de movimientos- cubierta de un sentimiento de incertidumbre. En ese catálogo de canciones inspiradas entre estadísticas necrológicas y el anhelo de una vida fuera de cuatro paredes, sin duda estarán las recién publicadas por el músico estadounidense, pero del mismo modo, y dando por supuesto un nivel de calidad al alcance solo de los más dotados, existe en dicho repertorio un intento por lanzar un mensaje vitalista, inevitablemente vestido de duelo, pero envalentonado de cara a reclamar el ritmo con el que marcar nuestro presente y futuro.

Una reflexión que no ha surgido exclusivamente como resultado de la pandemia, ya el trágico suceso que sacudió la vida hace unos años de Joe Henry, al detectarle un cáncer en estado avanzado, alteró la forma de entender su existencia. Pese a que los peores designios no se cumplieran, eso no significó un retroceso en su determinación por no claudicar ante el miedo, retirándole el papel protagonista de narrador. Algo que ni la consabida alerta sanitaria ni, otro importante varapalo como la reciente pérdida de su madre, a la quien dedica el disco junto a la figura de John Prine, unido a él por un afecto personal y profesional, han derribado su sobresaliente capacidad lírica para adentrase en ese túnel de angustias con una vela prendida en la mano. Y es que cuando la esperanza pende de un hilo, solo queda aprender las artes del funambulista.

Mientras ciudadanos de todo el planeta hacían comunidad reunidos desde diferentes lugares del mapa frente a las pantallas o buscaban su mejor ángulo para ofrecer una imagen inquebrantable, aunque fuera impostada, al interlocutor que se encontraba al otro lado de algún tipo de dispositivo, Joe Henry hacía lo propio, siendo sin embargo los destinatarios de sus mensajes, en forma de esbozos de canciones, sostenidas por un esqueleto mínimo pero ya consolidado, una lista de músicos de postín a los que convidaba a sumar su aportación a dichas composiciones. A modo de red tendida a lo largo y ancho del mundo se fraguaba todo un flujo de notas, arreglos musicales o ideas que lograban sustituir la imposibilidad de acercarse a ese campo de sueños que siempre ha significado para el productor un estudio de grabación. Sumados a sus habituales acompañantes en la tarea instrumental, entre los que se encuentran su propio hijo, Levon Henry, o el prestidigitador de la sección de cuerdas, Patrick Warren, el elenco se expande con una veintena más de músicos (Bill Frisell, Mark Ribot, Daniel Lanois, Allison Russell, The Milk Carton Kids...) que comparten, en mayor o menor medida, responsabilidades a la hora de fraguar un álbum emocionante y, desde su aparente sobriedad, rico en detalles.

La puerta de entrada al disco, representada por una breve e inquietante pieza instrumental desde su minimalismo (“Prelude to Song”), que tendrá su continuación en otro tema (“Prologue to Song”) a modo de epílogo repitiendo el mismo modelo, nos avisa de la llegada a un paisaje de naturaleza turbulenta. Como sí se tratase de recrear un álbum fotográfico con el que plasmar sensaciones y reflexiones ocasionadas durante ese tiempo de encierro, que interpelan bajo un magistral trazo poético a las deidades, la naturaleza o por supuesto el devenir de las fechas, la fórmula seleccionada incrusta la tradición sonoro norteamericana en una todavía más vetusta representación que linda con la música de cámara, obteniendo un particular pero excelente híbrido. Porque el piano con que se inaugura “Song That I Know”, coescrita originalmente con el talento en ciernes que es Heath Cullen, no se aleja mucho de un réquiem que, gracias al tono de voz más rasgado y profundo que el paso del tiempo le ha otorgado, le permite convertirse en un Tom Waits carente de su diabólica exaltación pero enmarcada en delicados ritmos zíngaros Atmósferas intrigantes que despuntan cuando el título señala a la gran cantante “Karen Dalton”, de la que recoge su ánima para ser invocada desde el paisaje creativo asociado a Los Apalaches, mismo destino del que se nutre el desértico y penetrante “Small Wonder”, donde el sitar tañido por Marc Ribot se conjuga con unas impetuosas percusiones para delinear un espacio noctámbulo y enigmático.

Joe Henry se vale de esas cuerdas vocales más agrietadas no para presentarse a modo de huraño intérprete sino para ejercer con sabia madurez de rapsoda, abogando por un cariz recitativo en su entonación de sobria naturaleza en “Near to the Ground” o decorada entre la compañía de una majestuosa sección de cuerdas, impulso necesario para asentarse sobre una melódica narración, que sin dificultad podría convertir a “O Beloved” en el punto álgido de una banda sonora de algún cuento de Disney, a pesar de contener en su bucólica apariencia la asunción de la extensa pérdida de hojas del calendario. La desnudez, y un emocionante fraseo, escogida en “God Laughs” le permite al autor manifestarse en primera persona para enfrentarse con sorna a esa broma pesada que el destino, representado aquí en Dios, se empeña en jugar constantemente. Un espacio austero y sombrío que seguirá siendo el decorado que acompañe al tema compuesto para la película "Downtown Owl", con el que continúa vagando por sus episodios vitales de ayer y hoy.

Pero si de recuperar o ensalzar las memorias individuales y colectivas se trata, “Kitchen Door” es sin duda el momento culminante en ese sentido, ya que no es otro que el recuerdo de su madre finada recientemente el anhelo de sus acordes. Un rastreo en busca de ese último aliento que contiene su belleza precisamente en la nostálgica calidez que traslada. Melancolía pero de condición afectuosa, alcanzada en parte por la aportación de unos violines ensoñadores de tierras escocesas y el contrapunto vocal femenino, es la que reside en una “Yearling” que descifra entre los bosques signos del imparable recorte de la longevidad. Será ese reiterado recurso, manejado con tanta sutilidad como éxito, de apoyarse en tonos procedentes de mujeres el que nos sirva posiblemente el momento más ligado al imaginario sonoro estadounidense, dándose cita en “Pass Through Me Now” la cadencia del folk-county con un esqueleto de acompañamiento jazzístico.

El exquisito manejo de la lírica le impide a Joe Henry convertir un disco como "All the Eye Can See" en una enumeración de lamentos ni mucho menos en ningún vacuo ejercicio de despreocupada felicidad. Lo suyo consiste en retratar un tiempo a través de un almanaque, convertido en catálogo de piezas musicales de extremada belleza e intimismo, donde a veces ejerce de bardo, otras de juglar o incluso de narrador de postales cinematográficas. Todo ello para rendir homenaje a los ausentes, enfrentarse a la tragedia que dificulta tachar otro día del calendario o aceptar el inevitable aliento del final. Realidades que no le impiden observar su existencia bajo un verbo cálido, perfectamente traducido en una templada orquestación, que renuncia a quedar aterido por el miedo. Al contrario, sus nuevas canciones encaran la tragedia desde una convicción por contar, y cantar, todo lo que nuestros ojos son capaces de ver, porque incluso bañados en lágrimas mantienen la facultad de divisar el futuro.