Kafe Antzokia, Bilbao. Viernes, 9 de diciembre del 2022.
Por: Kepa Arbizu
Resulta curioso que dos propuestas impulsadas por el mimo lenguaje, en este caso el del punk, e incluso expresadas bajo un similar dialecto, el compuesto por unas influencias comunes, puedan alcanzar manifestaciones de un carácter tan diferente. La primera de ellas, encargada de abrir una torrencial velada contemplada por una muy notable afluencia en el Kafe Antzokia bilbaíno, fueron el combo local Campamento Rumano. Ataviados con estricto uniforme consistente en bolsas de basura, lo que les proporcionaba un aspecto como si de unos Devo de mercadillo se tratase, su actuación sublimó hasta el extremo la inmediatez “ramoniana”, comprimiendo su repertorio hasta unos escasos quince minutos. Un espacio de tiempo en el que se agolparon sin solución de continuidad unas canciones que priorizan un sentido lúdico empaquetado bajo deslenguada ironía, aptitudes que primaron frente a una puesta en escena donde sonido y voz no fueron los más exquisitos, algo que es fácil suponer tampoco se presenta como uno de sus principales propósitos.
El quinteto, siguiendo la máxima de llegar, tocar y marcharse, encadenaron piezas de un todavía escaso repertorio al que atacaron con el espíritu de los primeros Siniestro Total, los encabezados por Germán Coppini, o los más contemporáneos, también en su particular sentido del humor, La Stasi. Referencias válidas no solo por unas formas musicales comunes, sino por sus irreverentes versos, entre los que se encontraron menciones a dictadores (“Sigue Sigue Kim”), costumbrismo ideológico (“Comunista) o ripios gamberros (“Coca Cola en Angola”). Dentro de esa uniformidad estilística, la utilización de unos teclados con ánimo burlón sirvieron para descongestionar algo esa atribulada rotundidad y de paso tender puentes con otro tipo de bandas como The Revillos. El resultado, coronado por el lanzamiento de pasquines a la que nos sometieron, fue conciso, directo y descarado, tres adjetivos que seguro firmarían sin poner ninguna pega en cuanto a sus aspiraciones musicales.
Manejando unos mimbres parecidos, incluso algunos idénticos, la apuesta representada por Biznaga sin embargo resulta diametralmente opuesta, alcanzando una mayor enjundia sonora e ideológica. Virtudes de sobra volcadas en una admirable discografía que amplifica todavía más sus bondades cuando se enfrenta cara a acara con el oyente. Un torbellino, porque esa es precisamente la sensación que desplegaron, que se hermanaba con una noche lluviosa para conformar el paisaje idóneo para que este cuarteto madrileño de ascendencia malagueña tomara al asalto las tablas. Sin ofrecer concesiones, salvo algunas charlas con el respetable por los imponderables del directo, su fulgurante conquista, quién sabe si espoleada por el estado febril en el que confesaron encontrarse, llegó, como es costumbre, de la mano de unas bases rítmicas que hacen de latido de una pulsión incendiaria que extiende sus llamas entre rotundas guitarras, una de ellas portada con exultante solvencia en esta ocasión por una jovencísima incorporación, la de Álvaro en sustitución de Pablo.
Abrigadas sus espaldas como es habitual por una pancarta que contiene algunas de sus diatribas, la propia presencia de la banda consigue irradiar la impetuosa naturaleza de su propuesta. Uniformados como si de unos Clash se tratasen, aunque es inevitable no ver en su cantante, al margen de cierta evocación a Joe Strummer, la poderosa y visceral actitud del Springsteen más lozano, la formación se revolvió furiosa desde el primer instante. Prescindiendo, como es lógico en una representación en vivo, de ciertos detalles y sutilezas que adornan sus grabaciones, se afianzaron en esa, por otra parte mayoritaria, condición más envalentonada, extraída de diferentes sustratos en los que conviven Parálisis Permanente, el alborotado rock radical vasco o agrupaciones coetáneas como La URSS o Ídolos del Extrarradio. Ecuación de la que no se excluye un poso melódico que termina por convertirse en elemento esencial en la configuración de su sonido. Porque incluso en esa empresa que desarrollan por desarbolar las infinitas caretas con que la realidad oculta su monstruoso rostro, hay momentos para entonar dichas miserias bajo coros de épica comunión.
Teniendo en cuenta que en su viaje hasta la capital vizcaína no cargaron en las maletas con su último disco, por la orgullosa razón de estar agotado, dicho suceso se convirtió en una alegórica casualidad para desvelar que ni mucho menos estábamos únicamente ante una presentación de su nuevo álbum. Aunque evidentemente muchos de sus temas desfilaron a lo largo de la noche, la prioridad fue ejercer toda una concisa pero imponente panorámica de una carrera que acumula, más allá de una buen número de himnos cosidos en la memoria de la concurrencia, una trayectoria impoluta y todo un tratado de cómo avivar la parte más reivindicativa de la creación musical sin caer en imposturas ni en cómodas soflamas. Feroces pero ilustrados.
“Una historia de fantasmas”, con ese primer tramo que enuncia la faceta más aferrada al rock abrasivo, léase el de Replacements o Hüsker Dü, resultó la encargada de abrir, aunque paradójicamente cierre el actual álbum, un repertorio en el que le acompañarían otros cortes de ese “Bremen no existe”. Es digno de admirar la rapidez con que varios de esos temas se han incrustado con vehemencia en sus seguidores, como se pudo comprobar con “Espíritu del 92”, donde su pegadizo ritmo consigue colarse con agilidad en los cerebros. Pero no fue ni mucho menos una excepción, porque todas las paradas en el más reciente repertorio obtuvieron la implicación popular, ya sea en “La escuela nocturna”, que no deja de ser una mirada personalizada a ese microuniverso que nace cuando las luces se apagan; la desazón, quizás producida en muchas ocasiones por esa misma querencia por burlarse de los horarios diurnos, que domina “Domingo especialmente triste”, o sobre todo ese auténtico aldabonazo, respondido como se merece por el público, de explícito título que es “Contra mi generación”. Porque si The Who fueron capaces de retratar el choque entre épocas, Biznaga no lo iban a ser menos. Para ese momento, quedaba de sobra consolidado otros de los elementos distintivos del grupo, esa capacidad para interpretar bajo un desafiante paso casi recitativo, antesala de una deflagración en forma de coreables estribillos.
Completando ese crisol de certeras andanadas camufladas entre su coraje musical, la intensa velada iba a completar su dieta extrayendo pequeños bocados de sus discos pretéritos. Trabajos que pese a contar cada uno con un hilo conceptual propio, vistos en retrospectiva, completan el puzzle de una sociedad definida y limitada por múltiples grilletes. Algunos incluso con la facultad de convertirse en algoritmos o en pantallas digitales, así “2K20” o la áspera “Motores de búsqueda avanzada” merodearon por esa dictadura 2.0. La atropellada, pero perfectamente coordinada, “Héroes del no” sirvió de preparación para uno de los momentos de mayor ebullición con el enervado desgarro de “Máquinas blandas”, haciendo sonar su batería como una auténtica declaración de guerra, que se disputó el galardón de los instantes álgidos con “Mediocridad y confort”, entonada a lo John Lydon y empujado por las maneras de la Polla Records, introducción a la apoteosis final que previo paso por “Madrid nos pertenece” aterrizó en “Una ciudad cualquiera”. Y con ella el momento de la despedida y cierre, sin bises ni ceremoniosos soliloquios, y es que el natural carácter pirómano de la banda nunca ha necesitado de fuegos artificiales.
Casi con toda seguridad la mayoría del público que abarrotó el Kafe Antzokia no ha podido vivir "in situ" el auge del punk británico, probablemente tampoco el militante rock radical vasco ni incluso los versos libres y ácratas que incordiaron a la Movida Madrileña. Pero no es necesario, porque el concierto ofrecido por Biznaga sintetizaba, y al mismo tiempo nos hizo partícipes, de lo que pudo significar, en todos los sentidos, incluidos pogos, rotura de cuerdas y cervezas surcando los aires, tomar parte de aquellos episodios míticos. Este cuarteto acumula la capacidad de hacernos sentir, durante el tiempo que se sitúan en el escenario, que son los portadores de la perfecta y ruidosa banda sonora del abatimiento con el que carga nuestra generación, tan abollada como probablemente las que la han precedido, pero que, al igual que todas ellas, también necesita contemplarse protagonista de, al menos, canciones de furia y lucha.