Por: Kepa Arbizu
Si hiciésemos el ejercicio de imaginar qué tipo de voz podría adoptar el universo para comunicarse, una opción perfectamente plausible sería escoger la ostentada por Bill Callahan. Su profundo tono barítono, apabullante pero nada invasivo, y la mesurada rotundidad que desprende, contiene un componente casi sobrenatural que le convertiría en un idóneo representante de aquellos territorios inexpugnables para el ser humano. Pero las aptitudes de este músico norteamericano no terminan en ese descomunal uso de las cuerdas vocales, su dilatada carrera, desde aquellas iniciáticas grabaciones casi amateurs registradas en cintas de casete hasta su aportación bajo su propio nombre o tras el de Smog, son el reflejo de una interpretación -con sus variaciones y diversos pliegues según la ocasión- del sonido de raíces tocada por una sensibilidad y hondura realmente imponentes, capacitadas para erizar el bello por la congoja que transmite como de procurarnos la más absoluta placidez.
Asiduo a construir su cancionero alrededor de un sobrio y delicado entorno, su noveno disco, de aparente enigmático título (“YTILAER”), al que solo hay que enfrentarlo a un espejo para que nos muestre el nombre de “Reality”, escoge partir de esos parajes sonoros desnudos para decorarlos de floridos detalles musicales -tarea en la que intervendrán un considerable número de colaboraciones- con los que delinear todo un mapa de sensaciones y ánimos, que fluctuarán desde las más heladoras a aquellas envueltas de un bucólico carácter. Porque así, y no de otra manera, es como se nos presenta la vida cotidiana ante nuestros ojos, y más todavía en un tiempo como el actual, donde prolifera la orfandad de certezas y amanece cada nuevo día cubierto de novedosas incertidumbres que se apilan junto a las ya eternamente instaladas.
Edificadas sobre ese suelo inestable, las nuevas composiciones de Bill Callahan pueden dar la impresión de querer evadir ese paisaje para conquistar el territorio de los sueños, un espacio que sin embargo acabará por transformarse en la narración más exacta y clarividente de nuestra actividad rutinaria. Con esa dicotomía entre cielo y tierra, lo tangible y lo inmaterial, como punto de partida conceptual, estas doce canciones, engañosamente regladas por un esquema único que las obliga a nacer bajo una absoluta frugalidad, serán dueñas de acogerse al desarrollo que consideren más apto en cada momento. Así, algunas se mecerán tranquilas, otras se revolverán sobresaltadas y todas juntas, desde su propia identidad particular, revelarán la disparidad de percepciones que es capaz de ofrecer el mundo que nos rodea.
Alineado con artistas capaces de expresar la perturbación con sutilidad y elegancia, ya sean clásicos de la talla de Nick Drake o John Martyn, como contemporáneos no exentos de talento, léase M. Ward o Bonnie "Prince" Billy, su folk de penetrante recitación inicia el paso con una ensoñadora pero firme “First Bird”, trabajada desde el que será un característico condimento instrumental de aparente liviandad pero a la postre poseedor de una ostensible rastro. Un mesurado transitar que atravesará las dunas de desiertos pintados por la ululante sobriedad de “Everyway”, bajo esquemas casi jazzísticos en “Coyotes” o el minimalismo de contundentes silencios que palpita en “Lily”, y que finiquitará su andadura en una “Last One At The Party” de soleada melancolía iluminada por un vivaz ritmo acompañante.
Pero hay en la música de este estadounidense un continuo aleteo que nos alerta de que la tranquilidad puede convertirse súbitamente en tensión; la calma en tormenta y el canto bucólico en rasgado lamento, de ahí que poco necesiten los susurros abrazados por esa atmósfera a lo Joe Henry de “Drainface” para devenir en una exhortación eléctrica o alimentar “Partition” con un inquietante y repetitivo ritmo del que irán surgiendo ramificaciones frenéticas hasta configurar un entorno de trazos alocados. Y si las guitarras de “Bowevill” recrean riffs de rock and roll que al amparo de unas percusiones rotundas evocan un carácter tribal, en el caso de “Natural Information”, el acento sureño contenido, a lo JJ Cale, parece trasladarnos a esa otra orilla hecha de estribillos pegadizos.
Bill Callahan tiene un don divino instalado en sus cuerdas vocales, uno al que además el paso del tiempo le está dando un carácter todavía más impactante. Su voz resuena de una manera tan escalofriante que parece brotar desde un ente sobrehumano, cuando en verdad representa justo lo contrario, porque haciendo honor al título del disco, lo que se presenta como un jeroglífico ilegible es ni más ni menos que las huellas de la realidad. Recurrir al caladero simbólico que oferta la flora y fauna o dejarse caer en los brazos de los sueños y la imaginación no es una forma de huir de la cotidianidad del individuo, es simplemente trazar un recorrido a través de unas majestuosas baldosas musicales con las que invitar al oyente a desprenderse de su coraza corpórea y mirar más allá, porque posiblemente es cuando conseguimos enmudecer las leyes de la existencia cuando somos capaces de acercarnos algo más a su entendimiento.