Sala Ambigú Axerquía, Córdoba. Sábado, 19 de noviembre del 2022.
Texto y fotografías: J. J. Caballero
Cuarenta años después de su llegada a este mundo, uno de los discos fundamentales en la historia del pop español no solo sigue luciendo y sonando con la misma contundencia, sino que además tiene la tremenda virtud de estar más vivo que nunca, en concepto y efectos colaterales, en los oídos y el recuerdo de quienes asistimos a su alumbramiento con más escepticismo que predisposición. Son errores de juventud, claro, en un momento en que la inconsciencia y las ansias de rebeldía podían más que cualquier otro ímpetu vital, y son esos mismos errores los que subsanamos tanto tiempo después, cuando el paso de los años pusieron en su sitio, en el que le correspondía, a un grupo de canciones a las que toda la (escasa) atención que les prestamos en su día es y será insuficiente. “El acto”, aquel esplendoroso trabajo en el que Eduardo Benavente, alma y mentor de Parálisis Permanente, se erige como el monumento que es cuando su coautora, la lucidísima Ana Curra, a la sazón consorte e inspiración estética número uno del malogrado genio, lo vuelve a poner en escena con la pasión y actitud de antaño.
Cuatro décadas bien empleadas en su caso, que no es otro que el de una mujer sabia, inteligente y coherente con una trayectoria profesional impecable. Profesora titular de piano en el Conservatorio de Música de San Lorenzo de El Escorial, de trayectoria intermitente en los estudios de grabación y giras esporádicas pero intensas, decide con este retorno a la escena revivir y, en lo posible, recuperar el espíritu de aquella mítica grabación, sobre todo porque las nuevas generaciones no merecen quedarse sin saber cómo empezaron tantas cosas y cómo han evolucionado después, en la mayoría de casos a peor. Lo hace con una banda joven, formada por músicos que podrían ser sus nietos, dando protagonismo a la batería de Iván Santana y la guitarra de Iñaki Rodríguez, secundados por el veterano bajo de la gran Pilar Román y reservándose por derecho propio el rol principal a los teclados, haciéndose dueña y señora del escenario desde su aparición con la misma peluca rubia de la portada del disco, conservada como icono imperecedero. Así, vestida de cuero y transparencias que dejan adivinar un cuerpo maduro y fibrado, con su presencia rotunda y los ases que ya no se guarda bajo ninguna manga, grita el inmortal “Quiero ser beata” y advierte de que “Vamos a jugar” en su propia liga durante casi dos horas mientras le da otra y más brillante vida a joyas imborrables en nuestra educación musical como “Nacidos para dominar”, “Te gustará”, “Esa extraña sonrisa” y “Tengo un pasajero”, marcando territorio y apropiándose de un legado que le pertenece por derecho propio. A esas alturas y antes de meterse en el repertorio propio, el grabado bajo su nombre artístico o con esa otra banda enorme que bautizó como Seres Vacíos, ya intuimos que estamos asistiendo a un concierto con un aura especial. Histórico casi, aunque solo sea para los que aún conservamos un poco de oscuridad en el corazón.
Antes de hacer que nos preguntemos de nuevo si su versión del “Héroes” de Bowie es la mejor que se haya podido hacer jamás, a este y al otro lado del océano, disfraza de glam siniestro el “Ghost rider” de Suicide y le da un repaso a un puñado de temas que no deberían caer en el olvido; “Hiel”, “Ratas”, “Aprendiz de bruja”, “Pájaros de mal agüero” o un descomunal “Aphrodita la monarca” que sitúa justo en medio del set list para situarse en el punto medio exacto de su currículo. Y desde ahí vuelve al principio, tocando “Quiero ser tu perro”, “Sangre” y un “Adictos a la lujuria” rabioso y animal, y toca y retoca para justamente dar en la tecla con las tremendas recreaciones de “Jugando a las cartas”, “Todo el mundo” y “Unidos”, otro pequeño himno que precede al éxtasis colectivo que supone cantar con ella como si solo importara lo que fuimos y no lo que seremos: “Autosuficiencia”, un tema que suena poderosamente actual con su incitación a la determinación individual; y “Un día en Texas”, la plasmación de cómo un triste suceso narrado en la prensa de ayer o de hoy transformado en canción puede llegar al alma y universalizar un sentimiento de complicidad eterno. Eso es tener clase, sencillamente.Una artista con halo de mito, entusiasta de su legado y generosa en compartirlo después de tantos años, que nos dejó con la sensación de que los únicos culpables de que en todo este tiempo no hayamos aprendido gran cosa no somos sino nosotros mismos. Por haber obviado un patrimonio tan valioso, más que nada, pero a la vez reconfortados por el hecho de tener delante a alguien que nos recuerda que siempre estamos a tiempo de rectificar. Gracias, Ana, nada habría sido lo mismo sin usted.