Por: Guillermo García
En el cambio de siglo, George Steiner encabezó su libro “Gramáticas de la creación” con la siguiente frase: “no nos quedan más comienzos”. Una afirmación que se propuso desmentir en las páginas siguientes. Aunque “Cómo componer una canción” de Jeff Tweedy (Traducción de Elvira Asensi para la Editorial Contra) es un libro muy distinto al ensayo de Steiner, sin embargo, ambos están de acuerdo en que la fuente de la que mana la creación artística ni mucho menos se ha secado. Aún nos quedan muchos “comienzos”. Tratándose de Tweedy, la duda ofende. Después de que se le ocurriera escribir “The ashtray says you were up all night”, el primer verso de “A Shot in the Arm” (1999), ha compuesto decenas de comienzos (y los versos siguientes) memorables en las dos décadas del siglo XXI, acompañado de Wilco o sin su compañía. De modo que hay pocos compositores tan capaces de escribir el libro que es objeto de esta reseña.
Las primeras páginas son un alegato bienintencionado y muy persuasivo a favor de la imaginación creadora que todos poseemos, incluso sin ser conscientes de ello. Tweedy suscribe lo que el poeta Léon-Paul Fargue defendía, que todos llevamos un poema en el bolsillo. Que alguien apueste por la inteligencia al servicio de la creación, en detrimento de la inteligencia productiva, es un grito inútil, pero no por ello menos necesario. Todo el mundo tiene algo relevante y nuevo que decir con su propia voz, y Tweedy, haciendo uso de un estilo coloquial, nos convence de ello en la primera parte del libro y desactiva eficazmente cualquier excusa que podamos aducir para no ponernos a la obra, cada uno a la suya.
A continuación y hasta el final del libro, el de Chicago no solo nos permite observar a través del ojo de la cerradura de su vida artística, sino que nos abre de par en par la puerta de su casa y de su estudio (el Loft que comparte con sus amigos de Wilco) para revelarnos el secreto que hay detrás de la composición de sus canciones. Tweedy ha encontrado una “máquina” de hacer canciones que guarda muchas similitudes con la “máquina” de hacer poemas de Raymond Queneau, uno de los fundadores del taller literario OuLiPo, que surgió en Francia en la década de los años sesenta del siglo pasado. Los miembros de OuLiPo, según Hermes Salceda, “al genio inspirado y al escritor alucinado oponen el modesto artesano que en su obrador manipula la lengua como materia prima”. Precisamente a esto se dedica el cantante en su taller. El plan es clarividente y se desarrolla en tres momentos: “hacer acopio de palabras”, borradores, retazos de escritura libre; después grabar música, proyectos de canciones, melodías y “puentes” y por fin el emparejamiento feliz de ambos elementos. En la parte II es todavía más explícito y propone los ejercicios, quizá sería mejor decir juegos, gracias a los cuales consigue “salirse de los caminos habituales y trillados del lenguaje” para improvisar incipientes letras, futuras canciones. La técnica de los recortes y su variante del “robo de palabras de un libro” le permiten trabajar en su taller de construcción con “módulos móviles de lenguaje”, pues, según él, “siempre (me) resulta fascinante la vida que llegan a adquirir los versos que he escrito cuando puedo tener una simple experiencia táctil reorganizando el orden y la sintaxis de los versos y frases” (p. 92) ¿Me estoy volviendo loco o los recortes (cut-up) también fueron un recurso utilizado por David Bowie?
No hay nadie tan proteico como Bowie en la música popular española a excepción de Kiko Veneno, que en 1977 incluyó “No pido mucho” en el imprescindible disco “Veneno”. El cantautor adaptó un poema en catalán de Miquel Martí i Pol en el que éste intercambia en la segunda y la tercera estrofa los verbos y los complementos que ha utilizado en los versos iniciales. El resultado es formidable. Estas improbables asociaciones de palabras que, según el surrealismo, son sugeridas a menudo por los sueños, lo que el propio Tweedy corrobora, hacen saltar chispas y lanzan destellos en todas las direcciones. Es el objetivo del ejercicio 1, denominado “escalera de palabras”, en el que el compositor de Wilco saca a bailar a parejas improbables de sustantivos y verbos (en el 4 ensaya con adjetivos en lugar de verbos). Gianni Rodari ya conocía lo que podían dar de sí los “binomios fantásticos” de palabras muy alejadas semánticamente, tal y como lo explica en su “Grammatica della Fantasía” (1973), el libro del pedagogo italiano en el que enseña a inventar historias y a poner a punto la imaginación desbordante de los niños.
Es probable que estas conexiones insospechadas entre la literatura experimental, el surrealismo, Rodari y las canciones de Tweedy desconcierten a aquellos que se han pasado la vida entera buscando el significado de muchos textos de las canciones de Wilco. Pero los mejores libros son aquellos que son capaces de desmitificar algo y poner luz sobre un asunto oscuro sin que por ello el asunto deje de despertar interés. Lejos de decepcionarnos la revelación de que Tweedy mantiene un laboratorio surrealista en Chicago del que salen cadáveres exquisitos que reviven gracias al aliento de la música no puede ser más estimulante.