Abstract Artimus: La irreverencia como arte


Sala Ambigú Axerquía de Córdoba. Viernes, 7 de octubre del 2022.

Texto y fotografías: J.J. Caballero

Llamarse Artimus Alexander Pace, haber nacido un 21 de junio –que aparte de significar la entrada a un nuevo verano, en USA es la fecha elegida para celebrar el día de la música- y tener el nada dudoso honor de ser hijo de un antiguo miembro de la banda de Jimmie Van Zant, o lo que es lo mismo, de los mismísimos príncipes del rock sureño Lynyrd Skynyrd. A eso es a lo que podemos llamar suerte. Pero también habría que invocar a ese ente inmaterial llamado talento. Porque de él, y a las pruebas escénicas nos remitimos, anda sobrado este jovenzuelo barbado, con sombrero vaquero de quita y pon y look de leñador tatuado hasta el corazón.

En mitad de una pequeña gira española que lo pasea por salas de pequeño y mediano aforo y que le ha dado ya algún mínimo susto en forma de suspensión, llegaba a Ambigú Axerquía en desigualdad de condiciones por el amplio despliegue de eventos culturales que en un par de días concentra una ciudad cada vez más viva y más dispersa. Con todo, el grupo de nuevos fans que desde ya le haremos hueco en la agenda cada vez que se aproxime geográficamente disfrutamos con un despliegue mínimo pero de una intensidad abrumadora. Habituado a hacerse acompañar en sus tours hispanos por músicos locales, en esta ocasión reclutó a un batería de aspecto nada rutilante para aporrear a conciencia los riffs asilvestrados del bueno de Artimus, nada proclive al virtuosismo pero sí al salvajismo, correspondiendo a pildorazos limítrofes con el stoner rock como “Ghosttown” o “Snakes”, y poniendo el contrapunto necesario a la más reciente “The city arrives”, tema titular de su último trabajo, que por si alguien no lo sabía está producido por el enorme Javier ‘El Meister’ Vielba (líder de Arizona Baby o Corizonas entre otros proyectos). El músico afincado en Nueva York se libera de ataduras, aunque es difícil tenerlas cuando lo único que manejas es una guitarra afinada siempre en tonos menores, y deja salir la rabia propia de un adolescente criado entre vinilos de garage y despiporre sesentero, ahora vomitados entre “motherfuckers” y “fucking songs” evidentes en las afinaciones residentes entre las balas de “God is mad”, “Memusela’s thyme”, “Just got paid” o “While I break my bread”. Todo en un suspiro, disparado a bocajarro, envuelto en brincos, sudor y sentido del espectáculo, después de subir escaleras hasta la barra, engullir los licores variados ofrecidos por los más afines, encaramarse a los hombros de su valedor y provocar el asombro más absoluto entre todos aquellos que asistimos, atónitos, al show –porque eso fue, además de un bolo tan fugaz como esclarecedor- de un músico de registros mucho más amplios de los que su aspecto y raigambre dejan entrever.

El lujo que supone ver y escuchar cómo algunos clichés del rock americano más baturro se desmembran y amplían delante de tus bigotes con solo una guitarra inalámbrica y una batería rotunda no es una cuestión baladí, ni algo que seamos capaces de olvidar de inmediato. El efecto Artimus perdurará en la memoria y en las orejas durante un tiempo que, una vez transcurrido, solo será la antesala de un nuevo encuentro con el yanqui loco que una noche de octubre nos enseñó que la buena educación también puede significar irreverencia y plenitud.