Por: Kepa Arbizu
Existe una selecta y extremadamente restringida lista de discos, entre la que se encuentra sin duda "Nebraska", que parecen haber sido delineados con matemática precisión en todos sus aspectos, de los más externos a los estrictamente musicales, con el fin de convertirse en obras envueltas de un aura irrepetible y merecedoras de un sitio privilegiado y exclusivo en la historia. Paradójicamente, este tipo de realizaciones suelen brotar desde la espontaneidad, e incluso improvisación, fruto de un salto sin red acometido por el autor de turno, enfrentándose al riesgo ante el que sus más íntimas y escondidas pasiones le postran. Un ejemplo más de que el arte suele asaltar sus cotas más elevadas de creatividad cuando en su envite está igualmente presente la posibilidad de un fracaso estrepitoso.
Por muchas veces que haya sido relatada la genealogía del que fuera sexto álbum de Bruce Springsteen, “Nebraska”, editado el 30 de septiembre de 1982, ésta no deja de ser fascinante. Convertido el de Nueva Jersey, gracias a su exitoso y mastodóntico “The River”, en todo un icono del rock and roll y salvaguarda de sus virtudes, la preparación para su nuevo asalto al reino de los Dioses, en este caso un politeísta mausoleo donde habitan de Elvis Presley a Bob Dylan, le llevó a recluirse en su casa y grabar en su humilde estudio, alejado de todos los destellos de la fama e incluso de la compañía de su propia banda, una serie de piezas encaminadas a priori a convertirse en el contenido de “Born in the USA”. Recogidas en una cinta de cuatro pistas, grabadas en la intimidad de su dormitorio acompañado casi exclusivamente de guitarra acústica y armónica, las sobrias y austeras maquetas que deberían ser convenientemente aliñadas y coloreadas por su E Street Band, sin embargo, y bajo la sabia indicación de su mano derecha Steve Van Zandt, terminarían por ser el inmaculado material que configuraría su primer álbum en solitario. Mientras el mundo esperaba otro soplo enérgico y vitalista de su nuevo gurú eléctrico, éste les ofreció un sobrio y sombrío retrato de esas almas perdidas que invisibles para la amplia mayoría pueblan el universo de las barras y estrellas. Mientras los focos esperaban deseosos acoger una nueva remesa de himnos para las masas, Springsteen decidía, casi sin casi hacer ruido, abrir la puerta de atrás para colarse en las alcobas del oyente.
Son los años ochenta, con todo lo que eso conlleva para un joven norteamericano que ya ha mostrado sus grandes dotes para poner banda sonora a los desposeídos de la tierra y que observa cómo las urnas dictan sentencia de muerte a las clases populares otorgando el poder a Ronald Reagan. Pero más allá de los grandes titulares que arrojan los periódicos, la mente de Springsteen sufre su propio trauma interno en forma de depresiones y ataques de ansiedad. Si el escenario que observa en la calle no es nada halagüeño, los fantasmas que se agolpan en su cerebro lo son aún menos. Un panorama que, pese a haber dejado huellas en algunos subtextos de su flamante “The River” pero sobre todo en el olvidado pero magistral “Darkness on the Edge of Town“, acaba por diluir definitivamente su verbo impetuoso y decidido a honrar el esfuerzo del héroe anónimo en una tupida niebla de insatisfacción. El ser humano que lucha denodadamente contra su propio presente ahora se ha convertido en morador solitario de la noche, en delincuente o en una nota a pie de página insulsa y anodina.
Atravesando en dirección contraria las leyes imperantes en el modelo de producciones musicales de la época, e incluso en lo tocante a su propia discografía, “Nebraska” se retuerce en su extrema austeridad, dejando sobrevivir solo lo esencial, alejado de los esmerados y reforzadas acompañamientos con los que había vestido a sus anteriores composiciones. Una desnudez que llega a sublimar la propia intención de su creador a la hora de que nada ose a eclipsar los textos y su interpretación. Porque estamos ante un disco de relatos, de esos breves cuentos que plasman en papel Flannery O’Connor, John Steinbeck, Tobias Wolff o Lorrie Moore, donde rastreando los personajes de esa otra América llegan a construir una fotografía global del desarraigo. Por primera vez de forma expeditiva los viejos escritores de canciones que usan el folklore, en sus diversas manifestaciones, como lenguaje musical, llámense Pete Seeger, Phil Ochs, Hank Williams, Johnny Cash o Woody Guthrie, aparecen en toda su majestuosidad en la obra de Springsteen. Y lo hacen para ponerse en paralelo a él, siempre como maestros, pero compartiendo una misma estirpe de bardos que focalizan su mirada hacia quienes como mucho la vida les depara un breve en la página de sucesos de algún periódico olvidado en una desconocida estación de tren.
El muestrario de esos espíritus errantes y díscolos que recoge “Nebraska” se inaugura de la manera más expedita posible, retomando la historia verídica de Charles Starkweather y Caril Ann, una pareja de asesinos que retrató la película “Malas tierras”, de Terrence Malick. Como en aquella filmación, Springsteen tampoco juzga (no lo hará a lo largo de todo el álbum), tanto es así que se transfigura en uno de ellos, utilizando una primera persona a la hora de narrar esa sangrienta travesía que agrava todavía más el sobrecogedor y árido paisaje sonoro impulsado desde una armónica que transfiere a la perfección esa gélida amoralidad. Con tono rasgado y profundo, su interpretación consigue situarle ya desde el primer instante como un contador de historias sublime y emocionante. Una tarea que ejercerá con igual talento resolutivo en “Atlantic City”, a través de ese toque épico que se convertirá en característico a lo largo de su obra, aquí canalizado de forma impetuosa pero febril donde el juego y la violencia aparecen como metáfora de una endeble redención para su personajes, o en una "Highway Patrolman" que encuentra en su carácter apagado y desanimado el escenario idóneo para el conflicto moral que sacude la relación entre el hermano responsable y servidor de la ley y el díscolo y pendenciero.
Si defenestrados o abocados a caminos sin salida resultan los protagonistas que se asoman en estas canciones, el clima emocional no aminora cuando sus trazos pretenden dirimir conflictos intimistas. La nostalgia -perfectamente guiada por una voz susurrante y un ambiente vaporoso- que inunda "Mansion on the Hill", en la que al igual que el Gran Gatsby contemplaba esa luz encendida como aspiración inalcanzable en este tema la evocación de la infancia se viste de sueños truncados, se tornará en una acongojante letanía autobiográfica en "My Father's House", por donde supura la incapacidad de cerrar heridos por medio de los recuerdos. Imágenes pretéritas tan potentes como las también esgrimidas por "Used Cars", que remueve una niñez arrinconada y reflejo de las desigualdades sociales que siguen afligiendo el alma del músico.
Se podría pensar que la entrada en escena de composiciones con un esqueleto más afín al rock and roll podrían derivar en una articulación más luminosa o desafiante frente a las leyes de la realidad, pero en esta ocasión la inmersión en el género supone el reverso de lo hecho hasta ese momento por Springsteen. Tan escuálidas en cuanto a acompañamiento como las demás, su esencia más rítmica las conduce, como en el caso de "Johnny 99", a seguir imbricando a la perfección las biografías delictivas consecuencia de la desesperación con un sonido donde el primitivo y por momentos rabioso golpeo de cuerdas aumenta el estado de angustia. Si en piezas como la mencionada las figuras de pioneros en este estilo, como Roy Orbison o Buddy Holly, ofrecen su simiente, la fascinación que por aquel entonces causó la banda Suicide en el compositor se deja notar en la espectral "State Trooper"
, refugio para el susurro y el chillido visceral.
Toda representación de paisajes sombríos y nublados suelen tener su punto de fuga, su vela tímidamente prendida que en algún momento nos induzca a girar la cabeza en busca de una escapatoria. Y se podría decir que este disco también las posee si no fuera porque en ellas retumba un sabor amargo que nos induce a considerar que a veces la creencia en la esperanza se puede convertir en una soga todavía más opresiva. Porque sí en "Open All Night", y su cadencia urgente, podemos atisbar ese resquicio de fe que sobrevive a la esforzada jornada laboral, el aparentemente optimista cierre con el folk-blues de "Reason to Believe", más bien parece abocarnos a un escenario donde la creencia en ese aliciente para confiar en el mañana es una idea ilusoria, posiblemente necesaria, pero falsa al fin y al cabo.
“Nebraska” queda configurado así por todos los miedos que atenazaban por aquel entonces a su autor, un sobrecogedor desfile de fantasmas y recuerdos enconados que convirtieron su habitual épica en un rosario de vidas escritas sobre renglones extremadamente torcidos. Un descenso a los infiernos, individual y colectivo, que como si de las fotografías en blanco y negro de Walker Evans o Robert Frank se tratara, consigue hacer de las profundas cicatrices cotidianas un ejercicio extraordinario de emocionante talento. De esta manera, Springsteen se apropió para siempre del nombre del gélido estado de Norteamérica para construir uno de esos enclaves míticos donde todos, de forma perenne o transitoria, hemos habitado alguna vez y hemos sentido la necesidad de ser rescatados, al menos, en forma de canción.