Por: Guillermo García Domingo.
Solamente hay dos personas suficientemente acreditadas para hablar del fenómeno musical de “Dire Straits”, y son Mark Knopfler y John Illsley, los dos miembros de esta banda británica desde su inicio en Deptford hasta que en 1992 dieron por concluida su exitosa aventura en el último concierto de la gira de su disco “On Every Street” en ¡El estadio de “La Romareda”, en Zaragoza! Ahora el segundo compinche ha tenido la feliz idea de contar su experiencia en “Mi vida con Dire Straits” (editado por Libros Cúpula) con un resultado notable. Si ha habido un género en el que han destacado los británicos en los últimos tres siglos, desde la publicación de la “Vida de Samuel Johnson” de James Boswell, ha sido el de las memorias y las biografías. Illsley, el bajista de “Dire Straits”, no ha dejado en mal lugar a sus compatriotas.
Las primeras 80 páginas están dedicadas al descubrimiento de la música popular y juvenil durante su adolescencia en una población cerca de Leicester en el centro geográfico de Inglaterra. A través de la radio de galena construida por su hermano les alcanzó el eco de la voz de Elvis, rebotada desde Radio Luxemburgo, y ya nada volvió a ser lo mismo en la vida de John. “La música se quedó en mis huesos y ahí se quedó para siempre. Mi reacción a la música, tumbado en la cama, era intensamente física. Estaba literalmente conmovido y estremecido por ella”.
Una de las razones por las que no pude resistirme a leer este libro cuando mi hermano Javi me lo ofreció, fue que los dos habíamos conocido en la adolescencia una experiencia como la que describe Illsley en la página 36 de su libro, precisamente con la música de “Dire Straits”. Qué otra canción sino “Sultans Of Swing” podría haber sido la responsable de una reacción semejante. En las vacaciones escolares de Navidad, mi hermano (que es 5 años más joven) y yo, cuando mis padres no estaban en casa, sacábamos de su funda el disco “Alchemy”, encendíamos el equipo de sonido Marantz, que disponía de un amplificador potente al servicio del tocadiscos, mientras con la mano temblorosa por la excitación, buscábamos con la aguja el surco correspondiente a esta bendita canción. Lo que venía después de darle un buen manotazo a la rueda del volumen era un rapto físico. Una suerte de espíritu, el del rock, nos poseía, de modo que ya no éramos dueños de lo que hacíamos; tan pronto saltábamos, nos contoneábamos, como empuñábamos a nuestra a manera la guitarra que nos prestaba Knopfler. Al final de nuestra particular interpretación, naturalmente, sudábamos como él. Por esta razón se puso la cinta en el pelo, tal y como relata Illsley en el libro.
Nuestros padres no se enteraban de nada, a no ser que se lo contaran nuestros vecinos. Según el bajista, sus padres tampoco estaban al tanto, lo que da fe de una ruptura generacional que la música que viene de USA y la que empieza a emularla en UK, propicia en los jóvenes de su generación. Sus padres habían sido educados en las privaciones y sacrificios que conlleva una guerra como ninguna otra. Varios profesores contribuyen a este despertar adolescente. La mente adolescente siente la avidez del descubrimiento. Londres se convierte en la tierra de las promesas para Illsley. En el año 1977, en Deptford, en el número 1 de Farrer House (en la orilla sur del Támesis), un bloque de pisos de protección oficial, se encontraron Illsley y el bueno de Mark Knopfler, que dormía apoyado en una silla, agarrado a su guitarra: “Conectamos de inmediato. Había un aire dulce y natural en él, y se notaba que pensaba mucho antes de responder a una pregunta. La conversación viró hacia la música, con lo que él acabó cogiendo su Gibson y comenzó a tocar…tenía un curioso estilo fingerpicking”. A todos los que admiramos a esta banda nos resulta familiar esta descripción. A partir de aquí la radio vuelve a ofrecer su efecto benefactor para llevar los acordes insuperables de “Sultans Of Swing”, el primer sencillo del grupo formado por los dos que ya sabemos, el hermano de Mark, David Knopfler y el batería Pick Withers, hasta el último rincón de Gran Bretaña, y, sobre todo, hasta los despachos de mejores casas discográficas del país. La “situación desesperada” (esa es la traducción de “Dire Straits”) empieza a mejorar cada día que pasa, al menos para los cuatro de Deptford, porque su país estaba tocando fondo en aquel “invierno del descontento”.
Las memorias realmente interesantes deberían insinuar las líneas maestras ocultas de un proyecto vital, personal o colectivo, como es este caso, que solo se comprenden de manera retrospectiva, cuando se hace por recordar con la debida inteligencia y honestidad, características que este libro demuestra. Una de ellas es el papel protagonista de Mark Knopfler, que Illsley reconoce no solo por el valor de su guitarra solista sino por su capacidad para componer en mitad de las giras interminables que realizaron, que nunca fueron capaces de enturbiar su apacible carácter. La carrera posterior de Knopfler, sin banda, así lo atestigua. La cualidad de Knopfler para erigir buenas canciones se desbordó después de que “Dire Straits” llegara a la orilla. Cuando todo terminó, se sacó de la manga el increíble “Golden Heart”, al que siguieron otros buenos discos como “Sailing To Philadelphia”, y hace no tanto nos ofreció un álbum como “Tracker”, lo que demuestra que todavía tiene mucho que decir a la edad de 70 años.
El guitarrista de Newcastle y su cómplice al bajo formaron además una sociedad del todo fiable, tanto para los que tenían la misión de publicar sus discos como la de organizar sus giras. Es verdad que contaban con la masiva aprobación de sus seguidores, pero estos tipos merecían confianza. De no ser así otras tantas estrellas internacionales del rock y del r&b no habrían abierto las puertas de sus camerinos y de sus estudios a unos recién llegados como ellos. Es asombroso que nada menos que Bob Dylan confiara en la guitarra de Knopfler (cuando el grupo, a mediados de 1979, ni siquiera había publicado su segundo disco) para grabar en Alabama “Slow Train Coming”. Se habían conocido en una noche memorable después de una actuación de “Dire Straits” en el Roxy de L.A., en su primera gira norteamericana (el capítulo 14, de los más inspirados del libro, da cuenta de ello). Probablemente al legendario cantautor el modo en el que Knopfler pellizcaba las cuerdas le recordó a J.J. Cale.
A la descripción de las giras, largas y extenuantes, cada vez más ambiciosas, que el grupo hizo desde 1978 hasta 1992, John Illsley dedica el mayor número de páginas del libro. Los lugares van pasando demasiado deprisa por delante del atribulado lector, sin embargo hay reflexiones muy relevantes, que dejan huella. A fin de cuentas, esta banda fue una de las pioneras a la hora de proponer giras internacionales, por todo el planeta, sin dejar de lado Canadá o las Antípodas, a medida que crecía su repertorio y mejoraba su sonido. El bajista (y ahora escritor) no ha pasado por alto la importancia de las giras. La leyenda de “Dire Straits” se fraguó en los directos. Tuve la suerte de asistir a uno de ellos, en su gira postrera, en el añorado estadio “Vicente Calderón”. La generosidad de su sonido, la perfección de sus técnicos y la confianza en los avances tecnológicos hicieron el resto. Illsley capta muy bien eso que el filósofo Walter Benjamin denominó el “aura” de las obras artísticas cuando se contemplan sin intermediarios. La música en vivo interpretada por artistas con talento genera este aura. Los que asistieron a los dos conciertos celebrados durante el mes de julio de 1983 en el Hammersmith Odeon (hoy es la sala Apollo) de Londres, pudieron experimentar, sin asomo de dudas, este aura. El propio Illsley reconoce que “los Straits rara vez han tocado mejor que aquellas noches”. Estas noches inolvidables dieron lugar al doble álbum “Alchemy” (1984). Ese disco que nos hizo tocar el cielo a mi hermano y a mí, y a tantos otros, porque “rara vez” se ha grabado un directo tan excelso. Illsley, que entró en contacto con muchas personas influyentes en la música popular y en la sociedad en general, recuerda sobre todo el papel que en su vida jugó el artífice de la portada de este disco, el pintor australiano Brett Whiteley, a quien conoció en su primera gira por aquel continente. En aquella gira del disco “Love Over Gold” (1982) ya no estaban ni el hermano de Mark ni el batería Pick Withers, que habían abandonado la banda rendidos ante la exigencia de las giras y las grabaciones.
Mientras tanto la pareja Knopfler/Illsley, seguía adelante, sin mirar atrás, y sumando al proyecto a músicos extraordinarios, que siempre encajaban a la perfección. Después de tantos años, sin embargo, el miembro fundador de los “Straits” admite que debían haber caído en la cuenta de lo que las deserciones les estaban advirtiendo. La tensión emocional (y física) que alimentaba al grupo y lo sostenía en la excelencia, al mismo tiempo consumía la energía de sus miembros. Illsley no tiene noticia de una pulsión autodestructiva en el grupo, las adicciones peligrosas no hicieron diana en ninguno de ellos, pasaron de largo. Las “birras” en el pub y los “canutos” en Nassau no cuentan. La única droga, entonces, que “causó estragos en la vida privada de los músicos” era tocar una y otra vez en directo, como reconoce él mismo en las primeras líneas del capítulo 24. Fue el torbellino desatado por su música y por las expectativas que ésta generó universalmente, conviene decirlo, en sus seguidores, lo que se llevó por delante la vida íntima y familiar del bajista (perdió dos matrimonios por el camino del éxito musical) hasta que, a finales de 199,2 se despertó después de haber hecho casi mil conciertos y solamente seis discos de estudio, formidables, eso es verdad, que fueron grabados, tal y como explica detenidamente en el libro, con un primor y respeto difíciles de concebir hoy en día.
Los dos primeros discos transmiten un sonido limpio, en el que la guitarra (y el bajo de Illsley, por cierto, cuyo papel destaca especialmente en “Once Upon a Time in The West” o en “News”) se expresan sin interferencias y con una naturalidad sorprendente con la intención de rendir homenaje a la música que escuchaban cuando eran adolescentes. A partir de “Making Movies” (1980) y, sobre todo, en las cinco monumentales canciones de “Love Over Gold”, la introducción decidida de los teclados, la asunción de nuevas guitarras, pedales e instrumentos, y la anteposición de estimulantes preludios transforman sus canciones en tupidas sinfonías del rock. A la postre, el libro de Illsley abunda en algo que nunca deberíamos dar por sentado, que aquello que se hace con amor y dedicación extremos es lo que realmente perdura.
“Dire Straits” se fue, como un grandioso globo, al espacio simbólico que ocupan las estrellas imperecederas de la música. A pie de tierra continúan John Illsley, que ha publicado 8 discos discretos y ha pintado decenas de cuadros en absoluto desdeñables, y el chico de ojos azules, Mark Knopfler. De vez en cuando los “sultanes del swing”, por separado, todavía se echan a la carretera, ya no por dinero sino por amor (a la música): Love over Gold.