Germán Salto: “Germán Salto”



Por: Kepa Arbizu 

Tres discos largos, contando el recientemente editado, son los publicados por Germán Salto desde que puso inicio a una carrera en solitario que sin visos de exageración alguna solo se puede definir de rutilante. Trabajos que, al margen de su altísimo valor musical, han sido capaces de ir tejiendo una identidad global representativa al mismo tiempo que cada uno de los episodios particulares ha logrado desmarcarse bajo una significación propia. Sin abandonar nunca ese espacio creativo común ideado por el madrileño, donde el rock de raíz estadounidense se funde con un pop sugestivo, su producción sigue dando la espalda a cualquier espíritu acomodaticio para dejarse guiar por el libre instinto y la inspiración.

A pesar de que no se percibe un ánimo extremo por celebrar una ruptura con sus pretéritos capítulos, la decisión de utilizar su nombre completo (Germán Salto), y no únicamente el apellido como hasta ahora, para bautizar su nuevo álbum, ya induce al oyente, conscientemente o no, a buscar en él singularidades y novedades. Y haberlas las hay, desde luego. La primera y más evidente es el paso al castellano como idioma expresivo, que más allá de ponderar como se merece sus grandes aptitudes letristas, conlleva además un cambio en el registro interpretativo, siempre distinguido por una elegante sensibilidad, emerge aquí insuflado de una delicadeza todavía más patente. Un tono de andares sigilosos y cálidos que casa a la perfección con un sonido que amplía su carácter melódico y por encima de todo su acompañamiento barroco. Una tarea de orquestación, en la que hay que subrayar la labor en la producción de Iñigo Bregel, miembro de Los Estanques, que se convierte en el mullido soporte sobre el que recrear ambientes que trasladan esa reconocida querencia por la psicodelia del autor hacia un trayecto de paisajes evocadores.

Apoyado para esta noble y hermosa misión en nombres como el habitual Gabi Planas o presencias tan reconocibles como la de los integrantes de los exitosos Morgan (Paco y Nina) o un Santi Campos del que se valdrá puntualmente de su excelsa capacidad escritora, a la sucinta pero elocuente apertura del disco (“Vals inicial”) le basta medio minuto, tan escaso en tiempo como colmado de emotividad, para reflejar muchos de esos elementos mencionados y que por supuesto se desarrollarán y ampliarán a lo largo de los cortes. El remanso construido por la sección de cuerdas, junto a una atmósfera casi mística, nos sirve para presentarnos la primera página de un álbum de fotografías o diario personal que incita sin remisión a ser degustado en su totalidad.

Las novedades que se acumulan en estas canciones no contemplan la función de sepultar y/o marginar todas esas otras connotaciones que han adornado pretéritos trabajos, al contrario, el cometido es concebir un nuevo escenario en el que conviva toda esa savia nueva con las ya clásicas referencias convertidas en idiosincrasia del compositor. De ahí que piezas como “Solo el tiempo” sean capaces de manifestarse, bajo un poso melancólico pero de latir intenso, como una natural mezcla entre sus adorados Honeybus y Los Brincos, o en “Cuando no tenia sed” desplegar ese sonido de fuerte cariz melódico pero impulsado por potentes guitarras, una mezcla perfectamente encarnada por formaciones como, por ejemplo, The Left Banke. Unos arrebatos eléctricos que a la postre se han constituido con firmeza en pieza clave de esta propuesta, más allá de la habitualidad en su presencia o el contexto concreto en el que lo hagan.

La manera de irrumpir en el universo creativo del madrileño de esa frondosa orquestación delata su acercamiento a los predicamentos de maestros en estas lides como Burt Bacharach o por qué no, y sin ningún ánimo chovinista sino basándonos en un objetivo reflejo del contenido, de los arreglos de Juan Carlos Calderón. Una ornamentación que en “Nada que hacer” se presenta con traje liviano y nada ampuloso, recorriendo trazos esbozados por Solera o CRAG, que sin embargo será agitado por la aparición de fugaces tormentas de verano en forma de desbocado rock setentero, sensaciones contrapuestas que se convertirán en un atinado ardid en buena parte del trabajo con el propósito de hacer de cada tema una experiencia variada y única, algo aplicable a “Arder, humo y desaparecer”, que su delicioso y discreto aspecto trovadoresco, muy en consonancia con Magna Carta, muta en una segunda parte sometida a una deflagración orquestal. 

Una nómina de composiciones construidas con diversas, y en ocasiones antitéticas, capas a las que se pueden añadir "Solo el tiempo II", sostenida sobre una base de inquieto funk la cual será espoleada por un imperial juego de instrumentación, dando como resultado una de esas piezas que clama entre la modernidad y la tradición y que sería un festín jugoso para cualquier grupo de los que se encuadran en el desdibujado epígrafe del “indie”. El cierre con “Vals final” apunta a continuación de ese baile iniciático encargado de abrir este trabajo, pero que como todo buen final, mantiene un as guardado en la manga, en este caso transmutándose en un ritmo casi ochentero y discotequero seducido por una fuerte brisa racheada de violines.

A veces, sin la conveniente sentencia ejercida por el paso del tiempo, cuesta mostrarse categórico a la hora de valorar discos coetáneos a nosotros, pero de igual manera existen ocasiones en los que se hace inevitable no señalar la excepcionalidad con la que nacen ciertos trabajos, como le sucede a este álbum homónimo de Germán Salto. Capaz de traspasar las coordenados del tiempo -tan cerca de la tradición como del presente- y el espacio -varado tanto en orillas anglosajonas como locales-, el madrileño ha creado, abastecido con frutos de variable procedencia dentro de la música popular, su propio periplo en la forma de romance del siglo XXI. Si aquel viejo y utópico hidalgo cabalgó enfrentando su utopía a la realidad, siglos después Salto se embarca en una aventura dictada por trazos costumbristas, irónicos, metafísicos o de opulencia lírica, acometiendo su particular contendía contra unos gigantes disimulados entre el transcurrir cotidiano. Cosas veredes, amigo Germán, que harán hablar las piedras.