Sala Mozart del Auditorio, Zaragoza. Viernes, 8 de abril del 2022
El viernes pasado sopló sur en el valle del Ebro. En la ciudad del viento. Un aire suave que imprimió carácter a todas las canciones que escuchamos en el Auditorio zaragozano. Unas canciones que se nos regalaron con la misma calma y delicadeza que derrocha el último disco del madrileño. "Sur en el Valle" guió la velada, la condujo por caminos más reposados que nunca y nos hizo deleitarnos con los silencios y los detalles sutiles. En definitiva, podríamos decir que nos mostró la cara más cercana a Tom Waits de González, justamente la que quiere enseñar ahora. Éste es Quique en este momento, el del cancionero crudo y desgarrador, al que le gusta recrearse en cada acorde, el que sabe que con la sinceridad más sentida siempre suma. No busquen al Quique más rockero (aunque siguen estando presentes en el repertorio algunos de esos momentos que nunca fallan como "Vidas cruzadas" o la versión acelerada de "Kamikazes enamorados"), pero estoy convencido de que si se dejan llevar por la sutileza que recorren los nuevos arreglos de "Caminando en círculos" o "Pájaros mojados" tampoco lo echarán en falta.
Al igual que en su más reciente trabajo, "Sur en el valle" abrió la velada, seguida de "Lo perdiste en casa" y "Amor en ruta". Calcado al disco, pero inmenso en su manera de encarar los silencios. Quique y su banda (muy renovada para esta gira) se crecen con la pegada suave, así como con el color de la guitarra española o el apoyo del Hammond. Esa banda, en la que ya casi no queda nada de los "Detectives" (tan solo Edu Olmedo a la batería), le sienta de nuevo como anillo al dedo a las intenciones de González. ¡Qué ojo ha tenido siempre para armarlas! Desde Carlos Raya en sus inicios, pasando por esos miembros que les marcaron carácter como David Gywn, Javi Pedreira, Edu Ortega, Toni Jurado o Jacob Reguilón, que, aunque vuelve a acompañarle esta vez, no pudo estar en el concierto de Zaragoza y fue sustituido por Diego Rojo. En el quinteto reunido para encarar las presentaciones de "Sur en el Valle", brilla con sus colchones de Hammond o sus toques de acordeón el mismísimo Raúl Bernal (conocido por ser mano derecha del maestro Lapido), pero por encima de todos, la banda se sostiene en el cada vez más imprescindible Toni Brunet. Girando con Coque Malla ya nos mostró sobradamente su maestría a las seis cuerdas, pero ahora con Quique González consigue hacer grande lo pequeño y permite recrearnos en la belleza de lo que parece sencillo. Un maestro que se crece aportando justo lo que la canción necesita. Ni más ni menos. Algo que ya ha hecho con la producción del disco, pero que en directo nos lo muestra con el resto de canciones interpretadas como si fueran una extensión del mismo. Los que ya pudieron verle en la gira interrumpida de "Las Palabras vividas" o deleitarse con la fantástica colección de canciones que daba forma a aquel disco (lástima que no sonara ninguna de ellas en Zaragoza) sabrán de lo que hablo, y es que Toni Brunet lleva imprimiendo carácter a la música del madrileño con gran atino desde entonces. Y de él mismo es el mérito de conseguir que estos nuevos "Detectives" sean lo más cercano a los "Heartbreakers" que hayan rodeado nunca a Quique, ni siquiera en ese intento premeditadamente más americano que fue la gira de su "Daiquiri Blues".
"Pájaros mojados" arrancó con toques de finger picking y sonó más Wilco que nunca, al igual que "Caminando en círculos", que se transformó como pasada directamente por el filtro de Tom Petty. "La fábrica" quedó más desprovista de su rabia para ir acorde con el resto, similar a lo que hizo con "Parece mentira", y un rescate como "Betty", del reivindicable "Avería y Redención", supo a gloria por inesperado. Una de las grandes bazas del músico, que siempre busca sorprender con alguna canción que aún valiendo su peso en oro ha ido quedando relegada, pero es que son tantas canciones de altura ya, que es inevitable que grandes joyas se queden fuera. ¿Cuánto darían muchos por una cuarta parte de un repertorio como éste?
"Daiquiri Blues" casó perfectamente por su tempo con otras que le sucedieron como "Alguien debería pararlo", "Jade" o "Te tiras a matar", todas ellas nuevas incorporaciones. Un tempo que lo mostraba quizá algo más plano que en otras giras (el disco en sí mismo es también uno de los más homogéneos de su discografía), pero no por ello menos certero. Sus nuevas canciones funcionan como un ejercicio de recogimiento y reflexión, y así lo sentimos durante toda la noche, en la que tuvimos el tiempo necesario para degustar con la calma que necesitan canciones dolientes como "Tornado", mimadas como "Detectives" o refinadas como "Su día libre" (sin dudarlo una de sus mejores composiciones y de las que mejor están aguantando el paso del tiempo).
Quique González no soltó la acústica ni siquiera en los momentos más rockeros de la noche (tan solo empuñó su vieja Telecaster en la última canción de la velada), como al afrontar "Kamikazes enamorados", una de las que más entusiasmó al público. Me atrevería a decir que por encima de la previsible "Salitre", que sigue poniéndonos los pelos de punta, pero que puede llegar a perder su capacidad de sorprender, algo que sí ocurrió con "Clase media", composición bellísima y con un final explosivo irresistible. "Se estrechan en el corazón" pretendió levantar al público, pero fue la ranchera "Dallas Memphis", otro de sus clásicos más recientes, la que lo consiguió alzando los puños de esos "ejércitos del rock" que seguimos a Quique allá donde desee llevarnos. La canción nos estremeció, aunque la palma se la llevó el cierre con "La casa de mis padres", que no deja de hacer que sintamos una punzada en nuestro interior cada vez que la escuchamos.
Una larga ovación y un público que no se cansó de pedir los bises consiguieron que la banda volviera a escena pletórica para encarar una recta final que supo a gloria. "Los conserjes de noche" sonó más comedida y en ella resaltaron los dibujos que Brunet trazó a las seis cuerdas en las estrofas. Un arreglo totalmente nuevo para un clásico del madrileño, mostrando así que siempre intenta ir un paso más allá, no conformarse. "Puede que me mueva" se mostró con sabor a canción de las que perdurarán en su repertorio futuro y antes de terminar, una nueva inesperada, "Miss camiseta mojada", que nos hizo tocar el cielo, sentirnos vivos, casi tanto como con "Vidas cruzadas", con todo el público ya en pie sintiéndose en casa. Y es que Quique González es para muchos de los presentes uno más de la familia. Alguien que sentimos que conocemos de toda la vida. Sus canciones han hecho que esté siempre presente, en muchos de nuestros momentos decisivos, porque con ellas se nos da y por eso lo sentimos como uno de los nuestros.
He perdido la cuenta de las veces que he visto en directo a Quique González. Y casi podría decir que cada una ha sido diferente. Desde las que se nos ha presentado con toda la actitud reivindicativa del rock, a aquellas en las que nos ha sobrecogido con los mínimos elementos (¿quién no recuerda el efecto que tuvo "Peleando a la contra"?). Desde esas en las que le bastaba el tú a tú para convencernos, a las más americanas y las más castizas. Incluso ahora nos presenta una nueva faceta, una en la que se nos muestra más sosegado que nunca, no por utilizar menos elementos, sino por hacernos sentir las canciones con menos urgencia, con más pausa y detenimiento. Quizá no sea correcto decir que Quique González está en un momento de clara madurez (un término demasiado previsible), pero si raya la perfección instrumental y el sosiego escénico. Disfrutamos por lo que escuchamos más que por cómo lo escuchamos. Nos emocionamos por su fondo y no por su forma. Y claramente eso nos hace que le veamos más feliz. Reconfortado. Seguro de estar dando lo que de verdad quiere. Con toda la libertad del mundo, como ese viento del sur que acaricia sin molestar y puede transformarlo todo, llevándonos exactamente dónde queremos estar. A estos conciertos únicos en los que esa brisa se colará e inundará todos los rincones de la sala donde escuchemos a Quique sobre esa carretera dibujada encima de cada escenario, en la que se esboza un precioso atardecer en cada nueva parada del camino.