Por: Kepa Arbizu
A la música popular, precisamente por su propia naturaleza, siempre se le ha arrogado la capacidad, con un mayor o menor grado de voluntariedad según el caso, de convertirse en retratista de la generación en la que le ha tocado desarrollarse. Siempre bajo la disposición particular de cada creador por asumir, o no, esa tarea, también es cierto que en esta época contemporánea resulta mucho más difuso tanto sentirse parte de identidades colectivas como conseguir delimitar sus características, dada la continua floración en la que están inmersas. Precisamente por eso la banda Biznaga, que su carrera es un aval más que consistente como demostración de su nula intención de rehuir enfrentarse a la realidad, esconde en su nuevo disco, bajo lo que a priori puede suponer la fotografía de los avatares concernientes a un determinado conjunto de identidades, una instantánea que aleja su zoom hasta recoger las particularidades de un tiempo concreto en el que conviven, a modo de muñeca matrioska, diferentes generaciones. Y como no podía ser de otra manera viniendo de la banda surgida entre Madrid y Málaga, su análisis -especialmente explícito en este caso- resulta tan afinado como afilado. Una radiografía expuesta sobre la luz para poder contemplar en toda su intensidad y nitidez las taras de ese ente.
“Bremen no existe” no esconde ni en su título ni mucho menos en su portada, la evidente referencia que hay en su iconografía a la historia (“Los músicos de Bremen”) escrita por los hermanos Grimm, llevada a la pequeña pantalla en forma de serie de dibujos (Los trotamúsicos), en la que unos animales instrumentistas huyen de su lugar de origen, en el que se sienten marginados, en busca del respeto y la consideración que les debería ofrecer la ciudad alemana. Una meta que no tendrá tanta relevancia como el propio camino emprendido a la hora de construir su crecimiento y realización personal. Pero como se desliza del imaginario desarrollado en el álbum, en el que observamos la materialización de esos protagonistas bajo una condición y aspecto menos agraciada y optimista, todo nos induce a pensar que mucho más cerca que de la didáctica de los autores alemanes la banda se encuentra de aquellos versos de León Felipe en los que sentenciaba: “el llanto del hombre lo taponan con cuentos”.
Biznaga siempre ha funcionado como un solo cuerpo, por lo que no tiene sentido desligar su actitud y planteamiento conceptual a su manifestación musical, ligada por lo general a los sonidos más incisivos y corrosivos derivados del punk. En ese sentido este cuarto disco entronca a la perfección con todas las entregas anteriores, pero en paralelo contiene un aspecto revelador y diferenciador, ya que si en pasadas grabaciones su estilo se generaba entorno a las diatribas instrumentales corajudas e inmersas en la mejor tradición de bandas irredentas como Parálisis Permanente, Eskorbuto o La Polla Records, ahora alteran esa fórmula ascendiendo en el rango a lo que antes era un latente tamiz pop (entre enormes comillas) hasta situarlo como eje central de un disco que, si bien altera algo su acento, no sufre cambios en su idioma. Unos condicionantes, perfectamente compartidos por el sabio pulso en la producción de Raúl Pérez en su estudio La Mina, que sin embargo no alterarán sustancialmente esa forma personal de interpretar, salvaje y envalentonada, que encuentra en su “nuevo” contexto una particular dicotomía que no rebaja en absoluto su carácter desasosegante, cual hombre embutido en ropas negras en plena solana.
Sí los primeros segundos del álbum nos enfrentan a esa característica imposición de una tensionada naturaleza, interpretación de Álvaro García mediante, pronto observaremos que el habitual radical empeño por envestir cede espacio en "Líneas de sombra" (título de nada velada mención a Joseph Conrad) a unas estructuras que, pese a mantener su nervio intacto, discurren por espacios menos afilados, allí donde se produce la confluencia de referencias como The Cure, The Sound e incluso The Smiths, formaciones que sabían jugar con las armonías sin olvidar su abrigo lúgubre. Establecido ya desde el tema iniciático un planteamiento que arremete contra las miserias definitorias de una generación, igualmente ciertas constantes estilísticas se podrán expandir a la melancólica "Espíritu del 92", poseedora de un espectacular y melódico estribillo que dinamita ese jubiloso futuro que se vendió como si del timo de la estampita se tratara, o lo más parecido a un medio tiempo que puede salir, a día de hoy, de las manos de la banda en un anárquico sentido de la recuperación de las ilusiones y los espacios en "Madrid nos pertenece" ("yo quiero ver Madrid arder, tal vez así consiga emocionarme").
A pesar de que el decadente costumbrismo, espejo del ánimo juvenil, de "Domingo especialmente triste" mantiene el decorado de guitarras punzantes pero luminosas, sobresale en él un fraseo de un calibre tan arrebatador, a pesar del contrapunto más sensible aportado por la aparición de Isa de Triángulo de Amor Bizarro, que empuja la composición hacia preceptos realmente contundentes. Algo similar le pasa, pero en dirección opuesta, a "Contra mi generación", que pese a exhibir una crudeza interpretativa y su golpeo nihilista sea férreo, no se puede obviar ese toque cálido que emana del abrazo entre desheredados. El ejercicio de "spoken word" no será el único efecto sorpresivo de "La escuela nocturna", pues destacable resulta igualmente ese espíritu ochentero y bailable en el que se citan entre sus líricos recovecos la pluma de John Keats o la negación antropológica de Beckett. "Todas las pandemias de mañana" dirige su distorsión como si de unos Replacements se trataran aliñados por un estribillo idóneo para el noble arte del pogo y donde por si cupieran dudas respecto a la repetida interrogante surgida en estos tiempos sobre si lo sufrido nos hará mejores personas, en su respuesta no parece haber indicios de titubeo : “nosotros somos el puto virus”. El cierre con “Una historia de fantasmas”, al margen de ser una perfecta sinopsis a la hora de plasmar esa situación en la que el presente se percibe encallado entre el imperceptible pero irrompible lazo con el pasado y la imposibilidad de encontrar puerta alguna que lleve al futuro, reúne buena parte de la idiosincrasia que la formación ha vertido en el álbum, ofreciendo esa faceta más desahogada para desembocar en un frenético desgarro.
Podría parecer que “Bremen no existe” escenifica una suerte de paradoja al contener por un lado probablemente sus consideraciones más crudas, mientras que su aportación musical respira menos asfixiada por el punk más furioso. Pero la realidad es otra, y es que si por un lado esa unión resulta excelentemente formulada para funcionar con ejemplar precisión, también es un resorte para transmitirnos esa dicotomía entre desesperación y una cierta ilusión por no hincar la rodilla. En ninguna de las proclamas expresadas por la formación hay existencia de ese pecado tan habitual de quien posee el micrófono en su poder y tiende a mirar desde arriba el paisaje bajo una superioridad moral, la banda asume su condición como parte del colectivo y se incluye en esa generación de indeterminado apellido pero de veredictos comunes, agregando, si lo necesitaran, un extra a su credibilidad. Canciones que son el fiel, y ruinoso, reflejo de todos esos castillos en el aire que se nos han prometido repetidamente y que en realidad no han sido a la postre más que pequeñas habitaciones sin ninguna vista al cielo; suerte que por lo menos tienen espacio para poder hacer sonar alto y claro los discos de Biznaga.