Por: Kepa Arbizu
No hay misterio en el origen de este nuevo proyecto denominado Victimas Club. Su germen se encuentra en la despedida del magnífico grupo que fue Sumisión City Blues; siendo tres de sus integrantes, “Pela”, Joseba Baleztena (más conocido con el nombre artistico de Joseba B. Lenoir) y David, quienes con el “cadáver” todavía caliente, decidieron alargar su colaboración poniendo en marcha esta apuesta a la que se fueron sumando Osoron y Julen hasta conformar la plantilla actual. Así, en formato quinteto, presentan un disco de debut que si bien suelta amarras con aquellos antecedentes, sin embargo no olvida lo que parece más bien una idiosincrasia propia de sus autores, una heterodoxia y falta de estima por honrar fórmulas establecidas, manifestado aquí en un punk-rock que, siempre portando la antorcha de una actitud fiera y malencarada, es capaz de expresarse fuera de los cánones estrictos de dicho género tanto en forma como en fondo.
Quizás el elemento concreto, aunque no el único, que de manera más expresamente nos remita a dicha irreverencia estilística, y por extensión aquel que contribuye a generar una excepcionalidad en la forma de plantear el aspecto musical de las canciones, es la presencia del piano. Un elemento no demasiado dado a integrarse en bandas asociados a este tipo de géneros, pero si Radio Birdman o The Saints no tuvieron reparos en hacerlo, por qué lo iban a tener estos vascos irredentos. Pero sería insuficiente, y reduccionista, poner el foco en un único instrumento como generador de la originalidad y audacia con la que nace esta apuesta. De ahí que haya que reseñar igualmente el trabajo de Baleztena, no ya en su acostumbrada genialidad con las seis cuerdas, sino en este caso blandiendo los galones de productor, una tarea en la que destaca por el impulso contemporáneo aportado y sobre todo por el hábil manejo de todas esas posibilidades que le otorga la distinta maquinaria con la que cuenta a su alcance, un aspecto que acabará por ser determinante a la hora de aportar una personalidad realmente distintiva a la puesta en escena.
Si durante el transcurrir del disco iremos descubriendo toda una gama de matices e influencias que echan por tierra cualquier intento por constreñir entre dogmas su sonido, algo parecido va a suceder en el aspecto lírico. Sin obviar en ningún momento su perfil incendiario y crudo, su prosa se va a alejar de cualquier panfletarismo evidente, haciendo crecer sus palabras entre afiladas cuchillas o envueltas en una hojarasca decadentista y cuasi apocalíptica. Destacable actitud que al margen de aportar distinción al conjunto deja en manos del intrépido oyente la tarea de intentar descifrar unos contenidos que, por encima de todo, trasladan a la perfección un retrato suburbial abierto a interpretaciones y sensaciones.
Y si el castigo es colectivo, como reza el título del álbum, la culpa probablemente también lo sea, tal y como plasman en la inicial “Farsantes contra farsantes”, donde sus disparos se dirigen indistintamente a todos los bandos -sean cuales sean estos hoy en día- con un armamento basado en esa cortante electricidad a lo Suicide puesto al servicio de una sombría contundencia. Guitarras en máxima excitación que en esta propuesta encontrarán al extraño, por poco habitual en estas lides, pero determinante sonido del piano como aliado para construir en “Pandemia Revisited”, de la que obvia explicar su contenido, un tipo de rock urbano de mayor profundidad y clasicismo. Si alguien ha soñado o ha imaginado por un momento descubrir a unos Eskorbuto acompañados de teclados, en “Profesional” encontrará la respuesta a sus plegarias. Pero para sorprendente un título como “Cristo nacido en Judizmendi muerto cerca de Lazkao “, una denominación tan llamativa que solo podía hacerse acompañar de un no menos sorprendente contexto, compuesto por un armazón chirriante pleno de distorsión que acoge a un punk de vena melódica.
Si llegados a este punto ya hemos sido, muy gratamente, sorprendidos por toda una cohorte de registros, de mezclas inverosímiles y de una acracia digna de alabar, el tramo final del disco se presenta como la explosión de todo lo planteado en esos primeros pasos. Así, el espíritu ruidista toma su mayor grado de expresividad con la peculiar banda sonora en que se convierte "Número 6" a base de estridentes e inconexos loops -propuesta que tan magistralmente ha llevado a cabo Low en sus últimos trabajos- solo interrumpida por la lectura de un breve extracto de canalla costumbrismo, o a través de los diez minutos durante los que se explaya la canción final, “Cortando encía”, explícita recreación de la lucha de clases entre un derroche de sintetizadores. En el otro extremo, la faceta pop, y sí, han leído bien, aquí hay pop y del bueno, del que pega su soniquete en nuestros cerebros, osará a interrumpir una rugiente “Nueva normalidad” aportando un luminoso estribillo o se impondrá bajo una vestimenta tropical en la intrigante virulencia que emana de “Mamashima”.
Era de esperar, conociendo la carrera de los integrantes que forman Víctimas Club, y al margen del resultado concreto, que su propuesta iba a optar por abdicar de dogmas y filiaciones varias en detrimento de una libertad creativa que les permitiera poder chapotear en charcos muy diversos. Esa es precisamente la esencia punk que siempre han defendido estos protagonistas: invertir valores, compaginar ideas a priori antitéticas... en definitiva, subvertir el orden establecido también en el ámbito musical. Una actitud siempre loable pero que en este "El castigo es colectivo" además alcanza a construir todo un poliédrico, complejo y rabioso entramado sonoro que sirve de espejo al delirante mundo en que vivimos. Haciendo buena la sentencia de Antonio Machado, que consideraba peor que ver la realidad negra el no verla, este quinteto no retira la mirada ante el turbulento paisaje emergido a nuestro alrededor como al brotado desde nuestro propio interior, porque si de algo anda escaso este disco, es de mentiras, por mucho que a veces las necesitemos para subsistir.