Los motivos recurrentes, y mucho menos repetitivos de lo que parece, en la música de Guadalupe Plata no son otros que los propios fantasmas que el folclore popular ha arrastrado por las avenidas contaminadas del blues a lo largo de la historia del género más pegado al lado emocional del ser humano. Las suyas son canciones con el recorrido justo, con las referencias exactas y el desapego de cantarlas, vociferarlas más bien, sabiendo que lo que cuenta es el envoltorio y las formas. Las mismas que los han llevado, ahora definitivamente asentados como dúo tras la marcha de Paco Luis Martos –sí, el mítico hombre del barreño- a bañarse en los pantanos más florecientes de Norteamérica e incluso en alguno menos fangoso pero igual de profundo cuyas aguas brillan en el mismo continente que los vio nacer. Desde su Úbeda natal, Pedro de Dios y Carlos Jimena cabalgan un corcel en el que lo que cuenta es la energía, los zarpazos de batería a contramano, el cencerro diabólico que desde el sentimiento de un rotundo “Duermo con serpientes” hasta la “Tormenta” reveladora de otro horizonte cenagoso nos arrastra al epicentro animal de nuestros más turbios deseos. Bañados en el sudor contagioso de la chaqueta del guitarrista, un superdotado capo de bajo perfil, nos complace latir a cada golpe de bombo como metáfora perfecta de un sentimiento universal, y casi único, que hace que cada noche, a la hora señalada, asistamos a una nueva ceremonia de exorcismo guiados por las enseñanzas del mismísimo demonio. Un sacerdocio ejemplar, aunque en absoluto nos gustaría reconvertirnos a las buenas enseñanzas. “Tengo el diablo en el cuerpo”, ya lo dicen ellos mismos. Y para nada queremos que salga de ahí.
A la hipotética gira conjunta con Mike Edison, su más reciente asociado en lides sonoras, no le podría ir mejor el título del álbum que los unió para la causa común, un “The devil can’t do you no harm” en el que el ex Pleasure Fuckers se explaya hasta el infinito. Y a fe que la ráfaga de riffs y ritmos punzantes no podría ser más demoníaco. Más folclórico en “Calle 24”, puramente animal en la pulsión carnal de “Baby me vuelves loco”, agresivo en “Rata” y su derivación natural “Huele a rata” y de nuevo visceral en “Serpientes negras”. Se puede comprobar, ya ha quedado dicho, que esta gente tiene sus propias fijaciones, y que aunque no sean exactamente las nuestras, les sientan estupendamente. Con el paso de los años y su devenir en escenarios de variado tamaño y espectro, el funcionamiento de la mínima maquinaria necesita ya de poco engrase para sonar a pleno rendimiento. No en vano hemos escuchado tantas veces aquello de “Milana” bonita y preciosa, y no en boca del grandísimo Paco Rabal en “Los santos inocentes”, y siempre con un renovado disfrute. Que en algún momento se eche en falta el colchón del bajo o, en todo caso, que algún grave que otro nos resitúe en el contexto, no significa gran cosa cuando ves a más de media sala trotando al son de “Demasiado” o dejándose poseer por el frenético “Boogie de la muerte” como colofón a una misa negra en la que danzar o morir casi se convierte en un lema mortífero y genial.
Es, o debería ser, motivo de orgullo y satisfacción saber que contamos con una banda de las características y talento de Guadalupe Plata. Sus conciertos son tan arrebatadores como caóticos, puesto que carecen de set list previo y se basan en la intuición para, partiendo de una base en la que sus mejores cartas siempre son mostradas, dejar fuera temas que les son reclamados casi antes de empezar, e ir incorporando otros menos previsibles con el fin de sorprenderse a ellos mismos un poco cada día. En su nueva visita a nuestra sala de cabecera, y las que les queden, no fueron los mismos que la primera vez que los vimos, pero sí fueron lo mismo, solo que mucho mejor. Y eso, tratándose de ellos, ya es mucho decir.