Por: Kepa Arbizu
Aunque pueda sonar a una mera matización gramatical, a la postre resulta sustancial marcar la diferencia entre aquellos músicos que se acercan esporádicamente a tratar temas de carácter social y los pocos que hacen de su actividad creativa la correa de transmisión de un posicionamiento ideológico. Es evidente que Billy Bragg pertenece -siendo uno de sus máximos valedores de hecho- a ese segundo grupo de autores; concretamente a los esforzados que enarbolan un pensamiento critico con el que, como mínimo, señalar los desmanes con los que convivimos a diario. Una determinación que, incluso en sus discos donde la balanza se inclina hacia un carácter más personal, como sucede con su actual publicación, nunca renuncia a ofrecer un contenido que de una u otra manera acabe por involucrarse en lo colectivo.
Si tendemos puentes comparativos entre este “The Million Things That Never Happened” y su anterior trabajo, “Tooth & Nail”, del que ya ha transcurrido casi una década, es fácil encontrar varios paralelismos. El primero es que en ambos, en apariencia, se da prioridad a un escenario más intimista, y mientras que en el predecesor se significaban los sentimientos bajo un cierto hastío y casi rendición, ahora, esa astenia emocional se transforma en una actitud autocrítica frente a todo aquello no logrado; la eterna diatriba entre lo que a uno le gustaría alcanzar y lo que la realidad indica. Un cuestionamiento influido irremediablemente por la aparición de una crisis sanitaria global convertida en terror cotidiano, un miedo, escenificado de manera nada evidente e incluso solapado, al que sumar otro tan inevitable como el rodillo en el que se convierte el paso del tiempo. Situación que al inglés parece haberle invitado a adoptar un perfil de songwriter de calmado espíritu, lejos de ese enérgico inconformista que sin embargo mantiene intacta su capacidad para sobresalir a la hora de plasmar sus pensamientos. Un status que por lógica le ha impulsado a dejarse embriagar por los sonidos clásicos del rock, árbol genealógico que sigue escalando en este disco.
Más allá del valor musical, que lo tiene, aunque difícilmente ningún seguidor encontrará aquí cimas compositivas de su carrera, este álbum sobresale en su concepción global, destacando la inteligente y sutil forma en la que edifica un discurso valiéndose de diferentes niveles a través de los que proyectar otros tantos planos. Asentadas sobre el terreno quebradizo que ha impuesto la situación pandémica actual, las canciones pasarán casi de puntillas por ese trémulo escenario, valga como ejemplo la inicial "Should Have Seen It Coming", donde bajo un country-soul de contemporánea presencia interpela a la dejación de la que hemos hecho gala hasta llegar a la situación actual. Una sentencia tratada con la suficiente ambigüedad como para dirigir nuestras interpretaciones hacia múltiples lugares, y probablemente todos válidos. Más precisa, a pesar del ejercicio poético que supone, se muestra "Lonesome Ocean", esta vez sí retratando, por medio de un folk de apabullante sobriedad, a lo Bill Fay, los espacios huérfanos de vida y de cualquier certidumbre que todos hemos contemplado recientemente. Una parquedad formal que asumirá igualmente el tema homónimo pero enfocada desde un espíritu espectral realmente sobrecogedor, estructura más que idónea para volver a verter la nostalgia por todo lo inalcanzado.
Si exceptuamos el eléctrico rock de aspiración épica, "Mid-Century Modern", con el que nos hace de nuevo añorar aquello que algún día deberíamos llegar a ser; el ambiente cabaretero de "Ten Mysterious Photos That Can’t Be Explained", un mano a mano con su hijo para escenificar todavía mejor el siempre difícil, pero necesario, entendimiento entre pasado y presente, e incluso el campestre "Freedom Doesn’t Come For Free", agitado a ritmo de hillbilly, el resto de piezas destacan por un carácter que, si bien aporta variedad, tiene como común denominador un aliento sosegado y reflexivo. En esos parámetros encaja a la perfecciona la aportación de un melancólico deje soul que sin embargo no amortigua su faceta más incendiaria, dibujando una libertad intimidada en "The Buck Doesn’t Stop Here No More", o el casi gospel, sobre todo en su estribillo, con el que llama en "Pass It On" a heredar conocimientos, vivencias e historias de generación en generación. Tampoco le sentará nada mal el traje de sombrío crooner con el que aparece ataviado en "Good Days And Bad Days", buscando entre tanta frustración una esperanza que aparecerá a lomos del folk luminoso de "Reflections On The Mirth Of Creativity" o en la desnuda y emocionante "I Will Be Your Shield", resiliencia en estado puro, la empatía convertida en escudo para los demás.
No es nada habitual encontrarse con un trabajo que conjugue de manera tan perfecta forma y fondo, donde sea enormemente complicado desprender a la música de los textos y viceversa. Poco importa que no estemos ante una de las obras cumbre de Billy Bragg, lo trascendental aquí es que nos encontramos con una presencia, a la que el tiempo le ha regalado una condición más crepuscular, que pese a hoy en día no pretender incendiar a su paso, sigue siendo igual de sabia y efectiva, aunque con diferentes ademanes, a la hora de plantear cuestiones sobre nosotros mismos y la relación con el mundo que nos rodea. Lejos de la autocomplacencia, el británico sigue cuestionando el presente partiendo de sus propias debilidades, una invitación con tintes otoñales que no deberíamos de desperdiciar si verdaderamente entendemos el rock más allá de emblemas y consignas, elementos que de momento nunca han sido suficientes ni para comprender nuestro contexto ni mucho menos para cambiarlo.